La Nueva Evangelización 

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

 

 

En una conferencia a catequistas , el Cardenal Ratzinger, sintetizando, decía: Evangelizar es enseñar el arte de vivir (...) La pobreza más profunda es la incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia..., todos los vicios que arruinan la vida de las personas y el mundo. Por eso, hace falta una nueva evangelización. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. Pero este arte no es objeto de la ciencia: sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona.


No se trata de contentarse con que el grano de mostaza haya crecido, sino de 
actuar valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida 
cuándo y cómo crecerá (cf. Mc 4, 28-29).

Al pueblo de Israel Dios le dijo en el Antiguo Testamento: “No por ser grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí porque te amo”.
La nueva evangelización debe actuar como el grano de mostaza. Un antiguo 
proverbio reza: “Éxito no es un nombre de Dios”.

Método: Hay que encontrar el método adecuado; ciertamente, debemos usar de 
modo razonable los métodos modernos para lograr que se nos escuche; o, mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos que se nos escuche a nosotros. Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero 
compromiso en favor del Evangelio. Evangelizar no es tanto una forma de hablar, es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser portavoz del Padre.

Jesús predicaba de día y oraba de noche, esto quiere decir que Jesús debía ganar de Dios a sus discípulos. Nosotros no podemos ganar a los hombres. 
Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son ineficaces si no 
están fundados en la oración. La palabra del anuncio ha de estar impregnada de una intensa vida de oración.

El mismo Señor formuló esta ley de fecundidad en la parábola del grano de trigo que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24). El éxito de la misión de San Pablo dependió de su sufrimiento, de su unión a la pasión de Cristo (Cf. 1 Co 2,1-5; 2 Co 5,7: 11, 10s). En todas las épocas se han cumplido las palabras de Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.

San Agustín interpreta un texto de San Juan donde la profecía del martirio de San Pedro y el mandato de apacentar están íntimamente relacionados; dice: 
“Apacienta mis ovejas, es decir, sufre por mis ovejas” (Sermón 32: PL 2.64). 
Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto. El proceso de renuncia al propio yo es la forma concreta de dar la propia vida.



Contenidos de la nueva evangelización

Conversión. La palabra griega para decir “convertirse” significa cambiar de mentalidad, poner en tela de juicio el propio modo de vivir y el modo común 
de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ya simplemente según las opiniones corrientes. Por consiguiente, convertirse significa dejar de vivir como viven todos, dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos, malos, por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar pendientes del juicio de la mayoría, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.

“Conversión” (metánoia) significa salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, la necesidad de los demás y la necesidad de Dios, de su perdón, de su amistad. La vida sin conversión es autojustificación (yo no soy peor que los demás); la conversión es la humildad de entregarse al amor del Otro, amor que se transforma en medida y criterio de mi propia vida.

El reino de Dios. Reino de Dios quiere decir Dios existe, Dios vivo. 
Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es el “gran arquitecto” del deísmo. Dios es la realidad más presente y más decisiva en cada acto de mi vida y en cada momento de la historia.

El verdadero problema de nuestro tiempo es la “crisis de Dios”, la ausencia 
de Dios, disfrazada de religiosidad vacía. La teología debe volver a ser 
realmente teo-logía, hablar de Dios y con Dios.

La oración es fe en acto, y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece la evidencia de su existencia.

Jesucristo: Todos tenemos sed de infinito. El ser humano no se contenta con 
soluciones que no lleguen a la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la “serpiente” –es decir, la sabiduría mundana-, fracasan. La Cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). El seguimiento de Cristo es participación en su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte en nacimiento del hombre nuevo, creado según Dos (cf. Ef 4,24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Co 2,2).

La vida eterna. Es elemento central en la evangelización. El hombre no puede 
hacer o dejar de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe rendir cuentas. Esta certeza vale tanto para los poderosos como para los sencillos. 
Si se respeta, se trazan los límites de todo poder en este mundo. Dios hace 
justicia, y en definitiva sólo Él puede hacerla. Nosotros lograremos hacer 
justicia en la medida en que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y 
de comunicar al mundo la verdad del juicio... Sólo creyendo en el justo juicio de Dios abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. No es verdad que la fe en la vida eterna quite importancia a la vida en la tierra. Al contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida en la tierra es grande y su valor inmenso. 
Dios no es nuestro rival, sino quien garantiza nuestra grandeza.
El mensaje cristiano es sencillo: hablamos de Dios y del hombre, y así lo decimos todo.