La Iglesia de Jesús

Autora: Rebeca Reynaud  

 

 

Hay gente que dice: “Yo acepto a Cristo, pero a la Iglesia , no”. La misión de Cristo fue fundar su Iglesia. El hombre es capax Dei, es decir, es capaz de alcanzar la comunión con Dios.  

También pertenecen a la Iglesia , aunque no jurídicamente, aquellos en los que Dios ha querido derramar su Espíritu, aunque no estén bautizados. El pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo (Lumen Gentium, 9). Formamos un Cuerpo, Cristo es la cabeza, es quien da unidad al cuerpo. La Iglesia es el instrumento que Dios ha querido para difundir su salvación a los hombres. En la Iglesia hemos sido bautizados, se nos perdonan los pecados, participamos del sacrificio eucarístico.  

Cristo y la Iglesia son inseparables. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es el fruto en la historia de la misión del Hijo. Es el fruto de su Muerte y de su Redención. Si se le separa, se introduce una fractura y no entendemos el misterio que se nos ha manifestado. Aquí hay un principio dogmático: En Cristo es inseparable su ser y su misión. Allí está toda la Cristología y toda la Eclesiología condensadas.  

¿Qué es la Iglesia ? La Iglesia es la Asamblea o reunión de aquellos a quienes convoca la Palabra de Dios para formar el pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo (CIC 777).  

¿Qué es ser intelectualmente cristiano? Es saber que Cristo vive, que no es una figura que pasó. La vida de la Iglesia depende de la inhabitación del Espíritu Santo en cada uno de sus miembros. El Espíritu es la explicación última de su vida de fe y de esperanza (cfr. Juan Luis Lorda, Para ser cristiano).  

El Señor le cambia el nombre a Simón: Pedro, lo que en la simbología bíblica significaba un nuevo destino y misión dados por Dios. La unidad que mantiene cada miembro con Cristo se expresa en la unidad con el Papa. A esto se le llama comunión, y cuando se dice que alguien está en comunión con el Papa, quiere decir que tiene la misma fe y moral y se utilizan los mismos medios de salvación instituidos por Jesucristo.  

Los seres humanos tenemos, en general, la mentalidad y los defectos de la época en que vivimos y, además, debilidades personales, que son las mismas en las distintas épocas. Lo sorprendente es que la gracia de Dios permita vivir por encima de los defectos de la propia época[1]. “Por muy sacudida que parezca, en ella navegan, no sólo los discípulos, sino el mismo Cristo”, concluye San Agustín[2]. El cristiano debe saber distinguir lo que es un defecto humano de lo que es una función sagrada.  

Si amamos a la Iglesia , no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear, como culpa de la Madre , las miserias de algunos de los hijos. Demostraría poca madurez el que, ante la presencia de defectos y de miserias, en cualquiera de los que pertenecen a la Iglesia –por alto que esté colocado-, sintiese disminuida su fe en la Iglesia y en Cristo. La Iglesia está gobernada por el Espíritu Santo y el Señor estará con ella hasta la consumación de los siglos (cfr. Mt 28,20).  

La Iglesia comienza en el tiempo, pero responde a un designio eterno de Dios. Jesús muestra la voluntad de la Iglesia   a través de una serie de actos: llamada de los Doce, cuando habla del Reino, el primado de Pedro, la Última Cena (es el momento más claro). Cristo anunció a Pedro que la Iglesia sería zarandeada por el Maligno (Cf. Lc 22,31). Pero también le dijo que las puertas del infierno no prevalecerían.  

La Iglesia Católica se ha considerado a sí misma como la institución salvífica universal en la tierra. Dios quiso constituir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Dios hace una alianza con Israel. Esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza que había de efectuarse en Cristo.

Cristo busca la reconciliación entre judíos y gentiles (Rom 11, 13-26). Jesucristo habla primeramente a los hebreos. Esto muestra la íntima relación que hay entre las dos alianzas.  

El nacimiento de la Iglesia ha de situarse en la Muerte y Resurrección del Señor. Murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25, I Cor 15). Su Sangre Preciosa es el precio que pagó para adquirirnos como pueblo suyo (Mc 10,45, Mt 26,28, Act 20, 28). Hasta la Resurrección del Señor, había discípulos pero no había Iglesia. La unción del Espíritu Santo sobre la Iglesia es un don de Cristo resucitado (Io 7, 38-39)[3]. El Espíritu Santo da a la Iglesia su peculiaridad de existencia sobrenatural (cf. Eph 2, 18-19).  

La comunidad judeocristiana de Jerusalén se denominó a sí misma “los santos” (I Cor 6, 1-2). Es el título característico del pueblo de la alianza. La comunidad cristiana tiene experiencia de que Israel no ha aceptado al Mesías. Jesús anunciaba que a Israel le sería quitado el reino y entregado a otro pueblo (Mt 21, 43). La Iglesia es el verdadero Israel, el nuevo Israel (Rom 2, 28-29), pero el pueblo de Israel sigue teniendo una misión en el mundo. ¿Ha rechazado Dios a su pueblo? De ninguna manera. Dios es fiel a sus promesas, pero no basta ser hijo natural de Abraham para heredar.  

No hay equivalencia entre miembros de la Iglesia y elegidos del Cielo. Hay quienes perteneciendo a la Iglesia no se salvarán por ejemplo, los pseudoprofetas que expulsaron demonios (Mt 7, 22ss). Y hay quienes aparentemente no son de la Iglesia y se salvarán (Mt  25, 31-46). Se salvarán los justos (Mt 13, 41-43).  

 

[1] Cf. Juan Luis Lorda, Para ser cristiano, p. 253.

[2] San Agustín, Sermón 63,4.

[3] Voz Iglesia en GER 12, 356.