Fortalecer la familia

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

El matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad. Normalmente la gente desea tener una familia, es decir, un lugar en el que se sienta amada incondicionalmente. La familia es la organización humana en la que cada persona es aceptada por ella misma, y no por su inteligencia, simpatía, o utilidad del tipo que sea.  

Juan Pablo II dirigió a las familias del mundo un mensaje en la cual afirmó: "el amor con que se aman los esposos y los hijos en la familia terrena, es reflejo del amor con que se ama la familia trinitaria en el cielo".  

El papel de la familia en los actuales momentos es determinante para encauzar al mundo hacia un futuro lleno de esperanzas. La familia en el continente americano está atacada tanto por leyes que violan el derecho fundamental a la vida o el carácter único del matrimonio como por la “dictadura del mercado”.  

Han surgido algunos grupos que —importando teorías extranjeras— están tratando de imponer la "Ideología de Género" en nuestra sociedad, contraria a nuestros auténticos valores familiares y morales. Quienes defienden esta ideología afirman que "ser hombre o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo sino por la cultura". Para esta concepción individualista de la persona, cualquier actitud sexual resultaría justificable, incluida la homosexualidad, y más bien es la sociedad la que debería cambiar para incluir otros géneros, como homosexual, transexual, bisexual e indiferenciado.  

Por ejemplo, en el folleto "Derechos sexuales y reproductivos: Un enfoque para adolescentes" que edita el Fondo de Población de Naciones Unidas (FNUAP), se explica cuáles son algunos de los "derechos" sexuales y reproductivos de los adolescentes: "Decidir tener o no relaciones sexuales y cuándo tenerlas... Decidir la finalidad del ejercicio de la sexualidad: afectividad, comunicación o procreación... Elegir el estado civil: casado, soltera, unión de hecho estable... Tener libertad para el uso y elección oportuna y adecuada de métodos anticonceptivos, etc.”. Estos programas «juegan» con las debilidades del hombre, haciéndolo así más débil e indefenso.  

Los que quieren disolver el orden cristiano de la sociedad procuran, en primer término, destruir la familia, el hogar que es su fundamento. Atacan la unidad y la indisolubilidad del matrimonio, deshacen y confunden el orden de sus fines, niegan a los padres la potestad de educar a sus hijos y quieren convertir los hogares en establecimientos públicos –como celdas de una inmensa colmena estatal- sin calor y sin intimidad, transformando las relaciones de afecto en una reglamentación de derecho.  

Por todos los medios se ataca la fidelidad matrimonial y la pureza de vida. La virtud de la castidad no hay que entenderla como una actitud represiva sino, al contrario, como la transparencia y la custodia, al mismo tiempo de un don recibido, precioso y rico: el del amor, en vista de la donación de sí que se realiza en la vocación específica de cada uno.  

La castidad se ordena al "don de sí" porque implica el "dominio de sí". Puesto que nadie puede dar lo que no posee: si la persona no es dueña de sí misma por medio de la castidad, carece de aquella autoposesión que la hace capaz de donarse. La castidad es la energía espiritual que libera el amor del egoísmo y de la agresividad. En la medida en que en el hombre se debilita en la castidad, su amor se hace progresivamente egoísta, es decir, buscará la satisfacción de un deseo de placer y no ya el don de sí mismo. Por ello, "la alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado" (CEC, n. 2339).  

Ciertamente, la educación sexual es necesaria, pero recordando que son los padres de familia los primeros responsables, y que debe realizarse según las edades de los hijos y dentro de un contexto de vocación al amor en el matrimonio: No se les debe presentar ningún material de carácter erótico, ni invitarlos a actuar de modo que puedan ofender objetivamente la modestia.  

La lucha por vivir la castidad le corresponde a cada uno, según el estado civil y la edad en que se encuentre; la lucha por defender el verdadero sentido de la familia, del matrimonio y de la sexualidad humana nos corresponde a todos (Cfr.  www.tmx.com.ni/~cen/ )  

Hay personas que no quieren tener límite en nada. Cuando se sostiene que abandonar el límite es la forma ser independiente, lo que se consigue es el encerramiento en el propio vacío y la desorientación, es decir, la falta de libertad. Eso les sucede a los adictos a la droga, al alcohol, al sexo o a la pornografía: pierden el equilibrio y se vuelven esclavos de su vicio. Como dice Bernard Shaw: “Cada quien escoge de qué quiere ser esclavo”.  

Las personas casadas se deberían de preguntar periódicamente: “¿Cómo enriquecer el amor conyugal?” Cada matrimonio podría meter iniciativa en ello. La mujer que es esposa y madre, ha de darle importancia a ambos papeles. A veces la mujer es más madre que esposa, y olvida que el marido necesita ocupar un lugar muy especial en la casa y en su corazón. La mujer debe vivir un balance entre esos dos polos.  

El amor conyugal se enriquece con detalles pequeños, con conversaciones interesantes y cultivadas, con interés por lo que hacen los demás... Se enriquece al compartir penas y alegrías, al participar en proyectos comunes, al cultivar la amistad y, sobre todo, al compartir los mismos valores morales, sociales y culturales. La participación es la clave de la familia.  

Y, ¿cómo defender la institución matrimonial? El matrimonio es una alianza por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos. El matrimonio tiene un lugar importante en el plan de Dios. La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios y se cierra con la visión de las “bodas del Cordero” (Ap 19,9). La comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador está provista de leyes propias. La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del ser humano.  

La Constitución Gaudium et spes dice que “la salvación de la persona y de la sociedad humana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (n. 47).  

“Dios ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor (...) Habiéndolos creado hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del creador. Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación” (CEC, n. 1604),  

La Biblia dice que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro. Pero está unión está amenazada por la discordia, la infidelidad, los celos y los conflictos. Este desorden se origina en el pecado, por agravios recíprocos o unilaterales. La hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos puede quedar sometida a otros intereses. Para sanar las heridas del pecado necesitamos la gracia.  

La preparación para el matrimonio es de primera importancia. El ejemplo dado por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación (o a veces son el modelo de lo que no se debe hacer). Los hijos deben ser educador en el cultivo de buenos hábitos y de la castidad para que tengan noviazgos limpios y matrimonios castos.  

El amor conyugal exige una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor no es pasajero, resiste el paso del tiempo. Si los padres aman a sus hijos van a buscar el bien de los hijos, y esto exige estabilidad, fidelidad plena de los cónyuges y su indisoluble unidad.  

Lo más fácil es enamorarse; lo más difícil, permanecer enamorados. Por eso no se puede tomar a la ligera el compromiso del noviazgo o del matrimonio.

Los fines del matrimonio —el amor y la ayuda mutua— sólo son posibles con entrega y espíritu de sacrificio ejercitado con alegría y buen humor.

 

Anotamos algunos signos de degradación de valores fundamentales:

·        Una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí;

·        Las  ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos;

·        La dificultad para transmitir valores y educar en buenos hábitos porque se oscurecen los valores fundamentales;

·        El número cada vez mayor de divorcios y abortos,

·        La instauración de una mentalidad anticonceptiva

·        La corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida como fuerza autónoma de autoafirmación.

·        La creación de diversiones no sanas y de caricaturas que deforman la conciencia de los niños, como los otaku y el “anime” japoneses.

 

Se hace necesario recuperar la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona. Dice el Papa Benedicto: Dar a conocer las normas morales es la obra de caridad prioritaria (Cfr. Dios y el mundo, p. 197). Seriamente: ¿Qué vamos a hacer para dar a conocer las normas morales?  

Es tarea apremiante fortalecer a la familia, tarea en la cual nos encontramos todos comprometidos. No tengamos miedo a proclamar que la familia auténtica se basa en el matrimonio entre un varón y una mujer; no tengamos miedo a decir que la sexualidad humana es un gran bien, un tesoro porque transmite el bien más grande, es decir, la vida humana; no tengamos miedo a decir que precisamente por esto, porque se trata de la vida humana, las relaciones sexuales entre adolescentes (o cualquier persona) deben realizarse dentro del matrimonio, que es el ámbito adecuado para que nazca y se eduque un ser humano.

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