Tiempo de reparar

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Una amiga decía: “No sé si tengo flojera o cansancio. Si me da flojera ya sé que el demonio no quiere que haga eso, pero pienso en cómo llevaron sus trabajos Juan Pablo II y Benedicto XVI  ya no encuentro pretexto. Si no lo hago así, mereceríamos el reproche del Señor: “No te conozco”.  

El demonio quiere que el alma esté floja, tibia, débil, y que en lugar de ocuparse de las cosas de Dios, se desvíe a las cosas del barro. Sin vida interior no haríamos más que el mal. Por un lado, no podemos pactar con el pecado ni con las ocasiones que lo facilitan. Por otro lado, no nos puede extrañar nada de nadie. “Siete veces cae el justo, y se levanta” (Prov. 24, 16).  

El cristiano ha de saber que el pecado es el único mal. “A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero” (Catecismo de la iglesia Católica, n. 1488). Hoy día se ignoran, se oscurecen y hasta se niegan las consecuencias del pecado, la debilidad de la naturaleza, inclinada al mal. No se admite la necesidad de guardar los sentidos o de vivir la prudencia. No se trata de vivir asustados, pero tampoco hay que ser ingenuos, sino personas de criterio.  

La tibieza tiene síntomas como: el afán de compensaciones; la irritabilidad ante la más pequeña exigencia o sacrificio; las quejas por motivos banales; la conversación insustancial o centrada en sí mismo; afán de mundanidad; las faltas de mortificación y de sobriedad; se resfría la fe y la caridad; se despiertan los sentidos con asaltos violentos, se pierde el interés por el apostolado y la delicadeza en el trato. La tibieza es compatible con ser “buena persona”, pero se descuida la relación de amistad con Dios. Se cumple más o menos con las obligaciones, pero muchas faltas pequeñas apenas se valoran. Se da cierto desencanto ante la realidad de la lucha ascética.  

Los medios para reaccionar contra la tibieza son: el amor a la Virgen María, el examen de conciencia hecho a conciencia, la sinceridad, el aprovechamiento del tiempo, la meditación de la Pasión del Señor, la reparación o desagravio y la oración bien hecha.  

Santa Margarita María de Alacoque dejó escrito que, a la persona consagrada al Sagrado Corazón, lo que más ha de interesarle es desear la conversión de los pecadores y el advenimiento del Reino de Dios, y en tercer lugar, reparar, desagraviar.  

Jesucristo decía a sus Apóstoles: “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará” (Marc 10, 33-34). Los Apóstoles lo escuchaban con temor y desconcierto, pues “no entendían ese lenguaje y temían preguntarle” (Luc 9,45). El temor debió de aumentar cuando el Señor les anunció que todo aquello les concernía en primera persona: “Si alguno quiere venir en pos de mí, Niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mat 16, 24,25).  

Después de veinte siglos, muchos siguen sin entender estas palabras. No comprenden que el Señor haya derramado su Sangre para remisión de los pecados, y menos aún que estemos todos a dar la vida con Él. No entienden que no hay cristianismo sin Cruz.  

Expiación. En la Sagrada Escritura expiar significa limpiar o quitar los pecados mediante un sacrificio ofrecido a Dios, ya sea como , purificación de las propias faltas o en reparación por las que cometen los demás. En el Antiguo testamento, la expiación se hacía con la aspersión de la sangre de las víctimas que se ofrecían en el Templo. Todo esto era una figura anticipada del sacrificio de Jesucristo.  

Pero el valor de la expiación no reside en el dolor, sino en el amor. El pecado sólo puede repararse por el amor. Si éste faltara, de nada servirían todos los sacrificios; en cambio, mucho vale el sacrificio realizado por amor. Toda la Pasión de Jesús es un monumento de amor. Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cfr. Hebr II, 10.17-18).  

Nuestro Señor es el único mediador entre Dios y los hombres; “sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvadora, y, en particular, en su pasión” (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium 29-XI-1998, n. 10).  

Si la Redención se llevó a cabo por la Pasión y Muerte del Señor, también su aplicación a las almas sólo se podrá realizar por medio de la expiación. La expiación que nos pide el Señor es pequeña en comparación con la que Él ha padecido por nosotros. Y debe ser así, pues Jesús vino a la tierra para padecer y para evitar los padecimientos de los demás. Las obras de expiación que nos permite realizar son materialmente poca cosa, aunque a una mente pagana todo sacrificio le parezca exagerado.  

La expiación no sólo no ha de dañar a la salud física sino que incluso puede tomar pie de lo que hay que hacer para cuidarla salud física —unos ejercicios, o una dieta—, que procuramos para mejorar y servir más.  

San Josemaría comprendió con luces nuevas la realidad del sacerdocio común de los cristianos y, con palabras también nuevas, llamó alma sacerdotal a la disposición generosa y habitual de ejercer esa participación en el sacerdocio de Cristo. El alma sacerdotal consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina.  

La voluntad de Dios ha sido que su Hijo tomara sobre sí el dolor y la muerte, consecuencias del pecado, para transformarlas en medio de reparación por el pecado, y que nosotros, hechos verdaderamente hijos de Dios en Cristo, pudiésemos corredimir con Él.  

Dice el Viacrucis de San Josemaría: “Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la redención se está haciendo -¡ahora!-, y Jesús necesita muchos cirineos” (V estación). Este espíritu se ha de manifestar en actos de reparación y de desagravio. Podemos dar sentido reparador hasta a las acciones más insignificantes. Levantar un papel del suelo, poner una cosa en su lugar, aguantar la sed unos minutos, ofrecer el frío o el calor...  

A pesar de nuestras debilidades y de nuestros errores, el Señor nos ha elegido para ser instrumentos suyos, en estos momentos tan difíciles de la historia de la Iglesia y del mundo. No podemos desentendernos de las ofensas que se hacen a Dios y del mal que se ocasiona a las almas. Hay que escuchar la voz de Pedro que dice: “Así que vosotros, avisados ya, estad alerta, no sea que seducidos por los insensatos, vengáis a perder vuestra firmeza” (II Petr. III, 17).  

Hemos de luchar para quedar bien con Dios, y para dar ejemplo, sin buscar aplausos en la tierra. Que no vacilemos si encontramos burlas, calumnias, odios, desprecios. Hemos de batallar “en medio de honras y de deshonras, de infamia y de buena fama: juzgados como impostores siendo veraces; por desconocidos, cuando todos nos conocen; casi moribundos, teniendo buena salud; como castigados, sin sentir humillación; como tristes, estando siempre alegres; como menesterosos, mientras que enriquecemos a muchos; como que nada tenemos y todo lo poseemos” (Dom. I in Quadrag., Ep. (II Cor VI, 8-10).  

Escribe San Agustín: “Dios mío, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dame, Señor, una fe sólida, una esperanza abundante, una continua caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios, Tú nos avisas que vigilemos. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, Tú nos fortificas para que no sucumbamos ante las adversidades; Dios, a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno” (Soliloquia 1,1, 3).  

Hay mucha gente joven y adulta, que no quiere combatir. No han seguido el consejo del Apóstol: “soporta el trabajo y la fatiga como buen soldado de Jesucristo” (II Tim II,3). No podemos tener esa tranquilidad de los comodones que piensan que el porvenir es seguro. El porvenir es incierto. Hemos de acercar a nuestros colegas a Dios, hacer el propósito de pelear siempre, de pelear las batallas de Dios.  

Todos tenemos altibajos en el alma. Hay momentos en los que el Señor nos quita el entusiasmo humano: notamos cansancio, parece como si el pesimismo quisiera adormecer el alma, y sentimos que a ratos nos cegamos y sólo vemos las sombras del “cuadro”, de la vida. Para eso está la dirección espiritual y la Confesión. Si procuramos reaccionar, volverán las luces al cuadro, y comprenderemos que aquellas sombras eran providenciales, que dan relieve a nuestra vida.