Urbanidad y buenas maneras

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Hay personas que con su sola presencia siembran alegría y paz porque con su propio ser y su elegancia interior contribuye al bienestar y al bien-ser de los demás. Nuestro comportamiento ha de caracterizarse siempre por una buena educación, por el afán de servir, la elegancia, la cordialidad y la simpatía; cualidades que nacen de la caridad: del amor de Dios y del amor al prójimo.

Por desgracia, en la actualidad se ha difundido un equívoco que identifica la naturalidad y la autenticidad con el desprecio de las formas sociales. Así se dice que cada uno ha de manifestarse como es, sin dejarse uniformar por normas de urbanidad, corrección en el modo de vestir, de hablar, de comportarse en la mesa, etc., que serían reglas artificiales o postizas.

Quienes así razonan olvidan que Jesucristo daba importancia a estos criterios de conducta, como lo muestra el comentario que hace a Simón, que le negó las manifestaciones de cortesía en uso (Cfr.Luc 7, 36ss).

La urbanidad ayuda a que las relaciones entre personas sean más fáciles, más justas y más humanas. Se trata, en definitiva, de comportarse con corrección. Podemos descender a detalles básicos:

a) En el trato con los demás: pedir las cosas “por favor”, y dar las gracias ante cualquier servicio; hablar mirando al interlocutor. Si se usa celular y suena cuando se está hablando con una persona, no interrumpir la conversación, o al menos pedir disculpas; saber presentar a las personas: no interrumpir las conversaciones sin necesidad.

b) Comportamiento en la mesa: comer con serenidad, sin ansiedad, sin escoger lo mejor; aprender a coger los cubiertos y a usar la servilleta; esperar a que 2 ó 3 comensales se hayan servido antes de empezar a comer. No es correcto masticar con la boca abierta o hablar con la boca llena, o sorber el agua o la sopa, ni hablar de lo que se está comiendo.

c) Otros detalles: Modo de sentarse; evitar bostezos y, desde luego, cuidar taparse la boca al bostezar, al toser y al estornudar. Evitar lo que pueda disgustar a los demás: gritos o tono demasiado alto; ruidos al bajar la escalera; evitar bromas que pueden molestar; evitar motes, etc.

La voz humana, la palabra, tiene un gran peso en el ánimo de los demás. La palabra puede ser bálsamo, luz, poesía, gozo, compañía, ilusión, cariño... y sólo eso debería de ser. El silencio también puede ser eso mismo, ante el que el alma se siente abrigada por pensamientos de paz. Para que haya paz en el mundo se necesita también la paz de las palabras.

De nosotros no sólo hablan las palabras, sino también nuestro porte externo: la forma de andar y movernos, la expresión del rostro y la mirada. Un lenguaje, sin duda, distinto al verbal, pero muy contundente .
Dice la Biblia: “vuestra conversación sea siempre agradable, sazonada de sal, de suerte que acertéis a responder a cada uno como conviene” (Colos IV,6).
Las incorrecciones en el hablar, la falta de educación, suelen revelar una ausencia de finura espiritual, de calidad en el amor
La delicadeza en el trato, la sonrisa, la amabilidad, hacen olvidar las preocupaciones y sentirse bien en familia. Hemos de vivir una caridad que no rechaza nunca, aunque alguna vez nos encontremos incómodos, heridos o preocupados.

d) En el vestir: Hay que evitar llevar la ropa descuidada, el calzado abandonado... Cuánto amor se puede poner en unos zapatos viejos, pero limpios, o en un traje muy usado, pero bien planchado. No se trata de presumir ni de mirarse cada vez que se pase delante de un espejo, sino de estar correctamente vestidos, porque conviene que mostremos la dignidad de la persona humana, también en el porte externo. 
Con vuestro ejemplo podemos hacer que la gente descubra la grandeza de la familia y del hogar; es donde se aprende a ser personas normales, a vivir las virtudes... Por desgracia, en muchos sitios la casa está completamente abandonada

Con frecuencia la moda, lejos de fomentar la personalidad, nos hace masa, número. Son precisamente las mujeres de una pieza, las que luego son punto de referencia para otras personas. Si sabemos custodiar nuestra alma y vuestro cuerpo, no seremos una más: seremos las que saben distinguirse por su elegancia.

Este caos cultural, este vivir sin sentido, no se queda en el marco frío de las elucubraciones filosóficas, si no que se plasma, infelizmente, en la vida social. En expresión de Ortega y Gasset, el caos cultural insufla esa "vulgaridad dominante" que desemboca en una general fatiga, en la saturación del placer y en el tedio existencial: es la globalización de la vulgaridad, el gregarismo de la pobreza cultural y moral, en detrimento de la cualidad de vida, de la dignidad humana y de la irrenunciable filiación divina.