Estar en el mundo sin ser mundanos

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Los primeros cristianos eran hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, trataban de vivir plenamente su fe. Abarcaban todos los estratos de la sociedad. Así lo narra San Juan Crisóstomo: “joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de un prisionero; otro, centurión, como Cornelio; otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos” (Homilías sobre San Mateo, 43,5).

Los primeros cristianos se sentían parte de este mundo, del que eran luz y sal, con sus vidas y con sus palabras: “lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo”, resumía la Epístola a Diogneto, 6,1. Es decir, supieron estar serenamente presentes en medio del mundo, sin despreciar sus valores ni desdeñar las realidades terrenas.

Nuestra vocación a la santidad nos impulsa a convertir, como aquellos cristianos de la primera época, en instrumento de santificación lo vulgar y corriente. Quienes enseñaron la fe cristiana en los primeros siglos nos han enseñado a amar profundamente el mundo y, al mismo tiempo, a distinguir, lo que es del mundo y lo que es mundano. Tenían una idea muy clara: ser hombres y mujeres corrientes, normales, no significaba asumir indiscriminadamente los modos de comportarse de sus contemporáneos no cristianos. Ser corrientes, ser normales, significaba querer identificarse con lo que era corriente y normal en el plan divino original: ¡santos!

¿En qué consiste la secularidad? La secularidad es un don de Dios que nos permite santificar las realidades terrenas desde dentro. Lo propio de los laicos es estar en el mundo con una esperanza teologal, orientando todas las actividades del mundo para llevarlas a Dios. Es, asimismo, saber disfrutar de las cosas buenas y nobles que nos da el Señor.

Por todas partes se descubren síntomas de una rebeldía santa: mujeres y hombres que vuelven sus ojos a Cristo, hartos de falsas satisfacciones mundanas. Son numerosos los signos precursores de una nueva primavera del espíritu. Satanás sabe que tiene poco tiempo. Quizá por eso, las fuerzas que se oponen al Reino de Cristo no cesan de mostrarse activas, y la lucha se hace más dura.

El Cardenal Juan Luis Cipriani (Perú), dijo en su saludo de Pascua: “Lamentablemente parecería que hay una campaña en los medios masivos para decir (a los católicos): cállate la boca, tu conciencia guárdatela para tu casa, no la saques a la política, a la economía, al Poder Judicial; tu conciencia es tu problema pero los problemas públicos no admiten religión”. 

Los laicos no han de consentir ni el más ligero contagio de la mundanidad, es decir, de ese conjunto de ideas, actitudes y costumbres propias del animalis homo de que habla San Pablo (Cfr 1 Cor 2,14), que se caracteriza por conceder la primacía a lo material sobre lo espiritual, a lo temporal sobre lo eterno, a lo humano sobre lo divino. Esas categorías no tienen por qué entrar en conflicto entre sí. Puedes integrarse armoniosamente de modo que las cosas materiales sirvan para ejercitarse en las espirituales, las temporales para pregustar las eternas, las humanas para llegara las divinas. Pero si en alguna ocasión entran en conflicto, el criterio es claro: es preciso agradara Dios antes que a los hombres.

Los Apóstoles y nuestros primeros hermanos en la fe, eran pocos, carecían de medios humanos y se desenvolvían en un ambiente social semejante al nuestro. Pero se enamoraron de Jesucristo. Este hecho les confirió una fortaleza a prueba de cualquier quebranto. “Ninguno ha creído a Sócrates hasta morir por su doctrina —anotaba San Justino en el siglo II—; pero, por Cristo, hasta los artesanos y los ignorantes han despreciado, no sólo la opinión del mundo, sino también el temor de la muerte” (Apología 2,10; PG 6, 462).

La penitencia voluntariamente aceptada –más aún ¡amada!- constituye un punto imprescindible para devolver a Dios el mundo y los hombres que huyen de él.

La secularidad se deteriora gravemente cuando los cristianos se aburguesan; se esteriliza cuando se convierte en ocasión para pactar con la avaricia o con la soberbia de la vida. Los seglares no debemos esconder nuestra condición de cristianos: eso no es secularidad.

El Señor, que no tiene igual –quis sicut Deus?-, posa su mirada sobre la criatura, y la posa de un modo singular: sea religioso o laico. Debemos de afrontar esta relación. El Señor nos dice: Yo te redimí y te llamé por tu nombre: tú eres mío. Cuando pasares por medio de las aguas, estaré Yo contigo, y no te anegarán sus corrientes; cuando anduvieres en medio del fuego, no te quemarás, ni la llama tendrá ardor para ti, porque yo soy el Señor Dios tuyo (Cf. Isaías 43, 1-3).