Templanza

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Las virtudes cardinales son principio y fundamento de las demás virtudes. La templanza es la virtud más “personal” entre las cuatro virtudes cardinales. La templanza es moderación en cualquier actividad. La templanza no es rechazar el objeto deleitable sino usarlo de acuerdo con la razón. La templanza es una virtud que enriquece habitualmente a la voluntad y la inclina a refrenar los apetitos sensitivos hacia los bienes deleitables contrarios a la razón. Dos son las tendencias que arrastran al hombre a los bienes deleitables:
• el placer de comer, y
• el placer sexual
Estas tendencias no son malas en cuanto logran sus bienes deleitables dentro del orden racional. El desorden en este terreno consiste en el uso de los goces de tales inclinaciones contra los fines naturales, o en el uso de los mismos con exceso. Además, nuestras obras nos siguen y quedan en nuestra alma moldeándola.

A veces la voluntad es débil frente a la vehemencia de las pasiones. Para tenerlas habitualmente sometidas, la voluntad necesita el hábito de la templanza. Mediante la repetición de actos de dominio, la voluntad va creando la virtud de la templanza.

La templanza tiene como tarea poner orden en el uso de las pasiones. No se trata de una destrucción, sino de una humanización de las mismas. A esta virtud se opone la búsqueda desordenada de los placeres sensibles, y también el menosprecio de los placeres sensibles.

El efecto más inmediato de la templanza es la “tranquilidad de espíritu”. La templanza tiene un sentido y una finalidad –dice Josef Pieper-, que es hacer orden en el interior del hombre. De ese orden, y solamente de él, brotará luego la tranquilidad de espíritu. Templanza quiere decir, por consiguiente, realizar el orden en el propio yo.

Lo que distingue a la templanza de todas las virtudes cardinales es que tiene su verificación y opera exclusivamente sobre el sujeto actuante.

El hombre tiene dos formas de ocuparse de sí mismo: Una es la egoísta; la otra, la desprendida e inteligente. La primera destruye y desintegra. La segunda, edifica. La templanza así entendida es la honestidad, la crianza que se ejercita sobre sí mismo, sin dejar de pensar en los demás.

El orden interior del hombre no es algo que se dé espontáneamente, como una realidad natural. Las mismas fuerzas que alimentan la existencia humana pueden pervertir el orden interior, hasta llegar a la destrucción de la persona moral. Es el mismo sujeto el responsable de lo moral o de lo inmoral, el que edifica el propio yo o lo destruye.

El ser humano está hecho para la donación, cuando se pone él en primer lugar, se autodestruye. Las dos formas originarias de la templanza son la moderación y la castidad. Resumiendo podemos decir que son formas de destemplanza: la lujuria, el desenfreno, la soberbia y la cólera. Y son formas de templanza la castidad, la sobriedad, la humildad y la mansedumbre.

Como demuestra la historia de las herejías, de como se entienda la templanza, dependerá la postura que se adopte respecto de la creación y del mundo exterior.

Dentro de la templanza entra la valoración positiva de lo sexual. “Cuanto más importante es una cosa, tanto más ha de seguirse en ella el orden de la razón”, dice Santo Tomás. Precisamente por ser la tendencia sexual un bien tan elevado, necesita la defensa por medio del orden de la razón. La lujuria destruye de una manera especial la fidelidad del hombre a sí mismo y ese permanecer en el propio ser. Por ella, el hombre se insensibiliza para percibir la totalidad de lo que realmente es. La obsesión de gozar la impide acercarse a la realidad.

Santo Tomás pone el ejemplo de un león que al aparecer un ciervo no es capaz de ver en él más que su carácter de presa. En un corazón lujurioso pasa lo mismo. La lujuria no se entrega, se doblega. Va mirando la ganancia, corre tras la caza del placer. La esencia de la lujuria es el egoísmo. En cambio, la castidad no sólo capacita y predispone para percibir correctamente la realidad, sino que preparar el alma para la contemplación.

La castidad en cuanto templanza y la lujuria en cuanto destemplanza quieren decir que la una o la otra se han instalado en el ser humano como una segunda naturaleza, dando lugar así a una postura habitual. En cambio, la castidad como continencia y la lujuria como incontinencia, expresan una situación pasajera.

La lujuria impide que el espíritu se impregne de la verdad. Pero además destruye el verdadero goce sensible de lo que es sensiblemente bello. El cristianismo jamás excluyó el placer sensible de lo moralmente bueno. El hombre está llamado a disfrutar de las sensaciones específicas que cada objeto está llamado a producir. Sólo percibe la belleza del mundo quien lo contempla con mirada limpia.

La moderación y la castidad no son la perfección del hombre, pero crean los presupuestos para la realización del bien. Por eso el profesor Biffi decía: “La ascética es el itinerario para la construcción del hombre”.

El progreso tiende a introducir al hombre del siglo XXI en una civilización cada vez más marcada por la comodidad y lleva a la comercialización de tabaco, bebidas y otras mil satisfacciones. No se debe condenar globalmente esta orientación que tiene otras muchas facetas positivas, pero sí conviene estar precavido para no dejarse arrastrar por el afán de lujo y de bienestar tan presente en vastos sectores del mundo actual, cuando muchos creen que el prestigio social se consigue únicamente con el “tener” cosas.

Un cierto gusto y placer de vivir, una comodidad razonable y equitativamente distribuida entre todos los hombres, son compatibles con la dignidad del ser humano.

Santo Tomás da cinco remedios contra la tristeza: El primero es procurarse un goce. La tristeza es un cansancio del alma, el goce, en cambio, un descanso. El segundo remedio son las lágrimas. El tercero es “compartir la alegría”. El cuarto es la “contemplación de la verdad”. Esta última calma el dolor tanto más cuanto más perfectamente ama el hombre la sabiduría. El quinto remedio es “dormir y bañarse”, pues el sueño y el baño devuelven al cuerpo la disposición de bienestar.

El drama del ser humano es que se preocupa de cosas estúpidas como si fueran importantes. Nuestro tiempo no pasará como una época perversa sino estúpida.

La crisis de hoy no es teológica, es antropológica. El ser humano ha comenzado a despreciarse porque no se ha visto a la luz de Dios. El hombre no puede conservar una imagen digna de sí, si no la tiene de Dios. El hombre que Dios ha concebido es el hombre destinado a ser hijo de Dios. En este designio divino, Jesucristo es necesario: es el modelo