Por favor, sé feliz

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

El problema más fundamental en el hombre y en la mujer, consiste en no saber asumir sus carencias. Vale la pena afrontar los problemas del yo. El orgullo no sólo genera falta de paz interior, sino que enturbia también las relaciones con los demás.

─Fulano, Zutano y Mengano me caen mal. Es un hecho. Lo reconozco plenamente.

─ ¡Qué bueno que lo sabes! Ahora te falta añadir un dato: “Me caen gordos pero yo estoy mal”. Hay un mandamiento de amar y aceptar al otro, si no lo amo, ¡yo estoy mal! y ese problema se convierte en un reto para mí.


─No me gusta ir a Misa ni rezar.

─Reconócelo, acéptalo y luego añade la verdad: “Sí…, pero yo estoy mal”.


Así los conflictos se convierten en metas a lograr. En cambio, la ambigüedad es la característica del demonio. El diablo es disgregador. “Lo opuesto a Satanás es el Espíritu Santo, que busca la unidad”, dice Ratzinger. Si somos sinceros, cegamos a Satanás. Sólo el Espíritu Santo nos puede convencer de que estamos en pecado.

San Josemaría Escrivá dice en Surco: “Has entendido en qué consiste la sinceridad cuando me escribes: “estoy tratando de acostumbrarme a llamar a las cosas por su nombre...” (332).

El que no quiere reconocer sus faltas busca la excusa, la autojustificación. Y si persiste en ese camino, llega a la ceguera y con ella a la sordera: no quiere escuchar porque eso la obligaría a rectificar, dice Iñaki Celaya. Además, la tendencia a la excusa indica debilidad de carácter.

Tenemos dos caminos, podemos ir para arriba o para abajo. San Bernardo dice que el camino que va hacia abajo tiene, en el primer escalón el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad y del propio fracaso. El segundo escalón es la ignorancia de sí. Si otro le descubre sus llagas, defiende con tozudez que no son llagas, y deja que su corazón se abandone a palabras engañosas para buscar excusas de sus pecados (Cfr. In Ps XC serm, II. 8). Esto hace posible justificar ciertas malas disposiciones hasta hacerse una moral subjetiva donde caben todas las aberraciones.

Prescindir de la verdad mata la norma ética. Si no sabemos lo que es verdad, tampoco podemos saber lo que está bien. El bien es reemplazado por «lo mejor», por el cálculo de las consecuencias de una acción. En realidad, esto significa que el bien se ve desplazado, favoreciéndose lo útil en su lugar.

La moral no es cosa de acuerdos, de consenso. La moral se basa más bien en el orden interno de la propia realidad: la creación lleva en sí la moral.

El hombre y la mujer son siempre humanos. Su dignidad esencial es siempre la misma. Por eso existen conductas que nunca podrán llegar a ser buenas, sino que siempre serán incompatibles con el respeto al hombre y a la dignidad que viene Dios y que Él lleva en sí. El Papa Juan Pablo II muestra que el problema fundamental de nuestro tiempo es un problema moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán siendo insolubles si no se encara esta realidad central. Y el problema moral no se puede separar de la cuestión de la verdad, y ésta está unida al problema de la búsqueda de Dios.

Benedito XVI dijo: La raíz de todos los problemas humanos es la pérdida de la capacidad de percepción de la verdad, que va lado a lado de la ceguera ante la realidad de Dios.

Sé feliz, se sincero, acepta la realidad.

El Papa Juan Pablo I decía a unos sacerdotes: “No es fácil amar el propio puesto y permanecer cuando las cosas no van bien o cuando se tiene la impresión de no ser comprendido o amado, pero la ascética enseña: mira no a quien obedeces, sino por qué obedeces”, luego cita a San Francisco de Sales: “No hay ninguna vocación que no tenga sus aburrimientos, sus amarguras, sus disgustos”[1].

Michel Esparza dice: “A la larga, el orgullo siempre resulta ser el peor de los vicios y la humildad la más importante de las virtudes” (La autoestima del cristiano, p. 28).

No somos felices cuando somos soberbios y pensamos que merecemos todo lo que tenemos y más. La soberbia introduce un elemento de falsedad tanto en la percepción de uno mismo, como en la percepción de los demás. Lleva a ver a los demás como rivales potenciales que ponen en peligro la propia excelencia. “Desde el momento en que tenemos un ego –explica Lewis-, existe la posibilidad de poner a ese ego por encima de todo –de querer ser el centro- de querer, de hecho, ser Dios. Ese fue el pecado de Satán”.



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[1] Cfr. Joaquín Navarro Vals, Fumata Blanca, Bolsillo Rialp, Madrid 1978