Suscitar el asombro eucarístico

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

Lo natural debería de ser dar gracias por el don de la vida, por el aire, el agua, la comida, el sueño, el techo en que vive, la ropa que se tiene, la compañía. Porque puedo ver, caminar, leer… Y movernos siempre con la conciencia de no merecerlos. Habría que dar gracias a Dios por la fe, por la llamada de Dios a ser buenos, santos. ¿Qué más le puedo pedir a la vida? Lo
único que necesito es amar y ser amado. “El que tenga un amor que lo cuide, que lo cuide”, dice una canción.

Tenemos la suerte de poder recibir a Jesús en nuestro corazón a través de la Comunión. A Santa Faustina K, Jesús le dijo ante sus quejas: Si te me doy todo entero, a diario ¿qué más puedes pedir? Y tiene razón pues la Eucaristía es el único contacto entre el Cielo y la tierra. Hay allí un diluvio de gracias que parte de la Cruz.

El Papa Juan Pablo II decía que quería suscitar en nosotros el asombro eucarístico porque de ese asombro vivimos. Deseaba que giráramos en torno a la Eucaristía, para que vivamos para Dios, sino, de nada sirve el resto de la estructura.

La Eucaristía —dice Félix María Arocena— representa el don de una generosidad sin límites, el amor llevado hasta el infinito. En ella reside todo el bien de la Iglesia. Es el corazón vivo no sólo de las grandes catedrales, sino también de las pequeñas y pobres cabañas de misiones. Todo parece invitar a que a diario haya “una ocasión excepcional para reencontrarnos con la persona de Cristo, justamente en el momento más decisivo, cuando Quien nos amó primero manifestó su amor hasta el extremo dándose a la humanidad en la Eucaristía. Antes de que el Viernes le arrebataran la vida, para que nadie pueda imaginar que él sucumbe al destino, la arroja espontáneamente el Jueves sobre la mesa de la Cena, bajo la forma de un pan voluntariamente partido y de un vino voluntariamente derramado. Al día siguiente, cuando llegó la muerte, el amor que le llevaba al Calvario, sin esperar a que lo despedacen, se había anticipado” (Contemplar la Eucaristía , p. 16).

En una meditación en la fiesta del Corpus Christi decía el Fundador del Opus Dei, San Josemaría, al Señor: “Yo deseo para Ti, Dios mío, custodias vivas, y pido que mis hijos y yo, y todos los cristianos, seamos esas custodias que despiden fulgores de amor de amor y de mortificación, labradas con oro puro, inalterable a toda influencia del mundo; cuajadas de rubíes, que sean como las manchas de sangre de nuestro dolor y de nuestro sacrificio; adornadas con esmeraldas, que signifiquen nuestra inmutable esperanza; sembradas de
otras muchas pequeñas piedras, que apenas se notan –pero que Tú miras siempre, deleitándote en su brillo-, y que son las pequeñas mortificaciones, las negaciones de cada instante. Que estas custodias vivas iluminen con un apostolado de caridad a los que las rodean; dígnate tú, Dios mío, viviendo en cada uno, vivificar con los rayos de tu amor a todos los que se pongan en contacto con nosotros”.

El doctor José Antonio Fuentes, profesor de Navarra, dijo que todo lo importante se resumía en una frase: “El Verbo se hizo carne y habita entre nosotros”. Es difícil para un ser humano llegar a comprender la humildad que implica el hecho de que el Verbo se hiciera carne.

San Juan María Vianney predicaba: “Hijos míos, no hay nada tan grande como la Eucaristía. ¡Poned todas las buenas obras del mundo frente a una comunión bien hecha: será como un grano de polvo delante de una montaña!”. Y continuaba: “¡Qué felices son las almas puras que tienen la dicha de unirse a Nuestro Señor en la comunión. En el cielo brillarán como bellos diamantes (...). ¿Qué hace nuestro Señor en el sacramento de su amor? Él coge su buen corazón para amarnos, y de él hace salir un río de ternura y de misericordia para ahogar los pecados del mundo. Sin la divina Eucaristía, nunca habría felicidad en este mundo”.

Dijo Jesús el 4 de junio de 1943, a un vidente: Tú sabes que muchas partículas de hostias consagradas se esparcen entre suciedad y ruinas en la devastación de las iglesias. Es como si me atropellaran, porque Yo estoy en el Sacramento. Pues bien, coloca imaginariamente tu amor, como una alfombra preciosa, como un mantel de lino purísimo, para recogerme a Mí-Eucaristía, golpeado, herido, profanado, expulsado de mis tabernáculos. Repite esta oración muchas veces al día:

Jesús, que eres azotado en nuestras iglesias. Te adoro en todas las partículas esparcidas. Tómame como tu Sagrario, tu trono, tu altar; sé que no soy digno, pero Tú quieres estar entre los que te aman. Y yo te quiero amar también por los que no te aman Hazme digna de recibirte, a Ti, que quieres ser semejante a nosotros en esta hora de guerra. Que mi amor sea lámpara que arde ante Ti. Así sea.

Son innumerables las iglesias en las que Jesús está solo. Ve a ellas con tu espíritu y suple las faltas de amor de los demás. Dile: Ardientemente he deseado venir a verte para decirte que te amo. Déjame ir, Cordero de Dios, a tu altar celestial. Ardientemente deseo consumirte, Pan de Vida. Deja que te ame, y ábreme las puertas de la Vida. ¡Ven, Señor Jesús!

San Agustín escribió: “Graba, Señor, tus llagas en mi corazón, para que me sirvan de libro donde pueda leer tu dolor y tu amor; tu dolor, para soportar por ti toda suerte de dolores; tu amor, para menospreciar por el tuyo todos los demás amores”.

Nuestra vida correrá pareja con el aprecio que tengamos a la Eucaristía. Hay que apreciarla como el Cardenal Henry Newman. Antes de convertirse al catolicismo era pastor anglicano. Durante años estudió la vida del cristianismo primitivo, y cuando ya reconoció la verdad del Catolicismo, todavía siguió otros años debatiéndose. Finalmente, por la atracción de la
Eucaristía, decidió abrazar el catolicismo. Pocos días antes de su conversión un amigo intentó disuadirle:
—¡Piensa bien lo que vas a hacer! Si te haces católico, pierdes cuatro mil libras al año, un ingreso considerable.
Newman contestó:
— Y ¡qué son cuatro mil libras en comparación con una comunión!... (Tihamér Tóth).
La Eucaristía ha sido definida por la Constitución dogmática Lumen gentium en su número 11 como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”.

La Eucaristía fue el sueño dorado del Señor. Para profundizar en ello, hemos de pedirle a Dios conocer los sentimientos del Corazón de Cristo.