La sinceridad de vida

Autora: Rebeca Reynaud

 

 

¿Qué es la sinceridad? Viene de sin-cera, es decir, sin doblez. Consiste en decir toda la verdad. El remedio para todas las enfermedades espirituales, y para asegurar la fidelidad, es la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y con los que nos dirigen. Si nos dejamos llevar por la desgana o la flojera, acabaremos en la oscuridad de nuestras debilidades. 

David Isaacs define: la persona sincera “manifiesta, si es conveniente, a la persona idónea y en el momento adecuado, lo que ha hecho, lo que ha visto, lo que piensa, lo que siente, etc., con claridad, respecto a su situación personal o a la de los demás”. ¡Qué importante es conocer los propios talentos y los propios puntos flacos! Todos tenemos un punto de genialidad que deberíamos conocer y desarrollar; pero esa “chispa” puede quedar sepultada si no nos conocemos y estamos tratando sólo de imitar a los demás o de estar a la moda. 

Juan Pablo II en su encíclica sobre el Espíritu Santo (Dominum et vivificantem) n. 55, escribe: “San Pablo es quien de manera particularmente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: “Por mi parte os digo: si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias ala carne” (Gál 5, 16s). Esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: “Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje... embriaguez, orgías y cosas semejantes”. Son pecados “carnales”. Pero el Apóstol añade también otros: “odios, discordias, celos, ira, rencillas, divisiones, envidias” (Cfr. Gál 5, 19-21). Todo esto son “obras de la carne”. Y a estas obras que son indudablemente malas, dice el Papa, Pablo contrapone “el fruto del Espíritu”: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gál 5, 22s).

Se trata de las disposiciones estables, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el caso de las virtudes) o bien de resistencia (en el caso de los vicios) a la acción salvífica del Espíritu Santo. “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gál 5, 25). Y en otro pasaje dice: “Los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual” (Cfr. Rom 8,5). Luego dice: “Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8,6. 13). Esto es una exhortación a vivir en la verdad, es decir, a ser sinceros, de Juan Pablo II.

Cuando se ha cometido un disparate se tiende a disfrazar la mala conducta con razones de todo tipo (artísticas, culturales, emotivas. espirituales...). La sinceridad de vida se apoya en el testimonio de la conciencia (leer 2 Cor 1,12), “de haber procedido con sencillez de corazón, y sinceridad ante Dios”. En cambio, la ambigüedad es la característica del demonio. El diablo es disgregador. Lo opuesto a Satanás es el Espíritu Santo, que busca la unidad, dice Ratzinger. Si somos sinceros, cegamos a Satanás. San Josemaría Escrivá dice en Surco: “Has entendido en qué consiste la sinceridad cuando me escribes: “estoy tratando de acostumbrarme a llamar a las cosas por su nombre...” (n. 332).

El Papa Juan Pablo I decía a unos sacerdotes: “No es fácil amar el propio puesto y permanecer cuando las cosas no van bien o cuando se tiene la impresión de no ser comprendido o amado, pero la ascética enseña: mira no a quien obedeces, sino por qué obedeces”, luego cita a San Francisco de Sales: “No hay ninguna vocación que no tenga sus aburrimientos, sus amarguras, sus disgustos” (Cfr. Joaquín Navarro Vals, Fumata Blanca, Bolsillo Rialp, Madrid 1978).


La sinceridad es una virtud en la que siempre se puede mejorar. Hay que buscar la transparencia para que penetre sin obstáculos la luz de Dios. 

Una persona decía con toda sencillez:
—“He vivido 20 años sin hacer oración. Leo pero no oro. Bueno, pero ahora comienzo”.
El mayor obstáculo para escuchar la palabra de Dios, dice Raniero Cantalamessa, es la tentación de convertirnos en jueces de los demás. “Además de los obstáculos exteriores impuestos por la vida moderna, se da un ruido más peligroso: el que dentro del corazón obstaculiza la escucha de la Palabra de Dios: el juzgar a los demás (...) Este ruido silencioso del corazón habría que acallarlo en ocasiones casi con violencia” (Zenit, 18 VII 04).

Todos debemos ser personas maduras en lo humano; en la vida espiritual, en cambio, hemos de ser todos como niños: sencillos, transparentes. Si a veces tropezamos, podemos rectificar. Si hacemos una tontería hay que enseñar el golpe, la llaga, y luego hay que dejar que nos curen. Podemos hacer sonreír a Dios si le decimos: “Tú ganas, Señor”. A poco que luchemos el Señor nos inunda de su gracia. Tenemos la experiencia de lo que hace una buena confesión: es un remedio colosal. Sólo los que no son sinceros son infelices.