Un Rey diferente

Autor: Ramón Aguiló sj.

 

 


Yo estoy plenamente convencido de que a Jesús  no le gusta demasiado esta fiesta de    “Cristo Rey del Universo” con la que culminamos el ciclo del año litúrgico. Es una fiesta que fue establecida  por el Papa Pio XI en el año 1925. En esta fecha habían  pasado ya casi dos milenios desde el nacimiento del Mesías, Salvador, en Belén de Judá. La Iglesia había podido sobrevivir y desarrollarse, extendiéndose cada vez más por el mundo, sin que esta fiesta se celebrara. ¿Por qué el Papa la quiso instituir?, Seguramente influirían en la decisión papal las circunstancias históricas de aquellos años con que se comenzaba el siglo tan difícil, después de la Revolución Francesa y el nacimiento de las Repúblicas anticlericales y populares.  

No podemos confundir el Cristo del Juicio Final con el Cristo Salvador, que, delante del Romano, Pilato, reconoce ser Rey, un Rey que “ha venido al mundo, para ser testigo de la Verdad”, es decir, para encarnar el mensaje de Dios a los hombres y para explicarles el “Nuevo Camino”, la “Buena Nueva”, el Evangelio, que debían transformar y santificar a las personas de todos los tiempos y de todas las naciones. Este es el Jesús que se definió a sí mismo como Verdad, “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Esto es lo decisivo para el hombre y la mujer que investigan, piensan, deciden sobre su propio destino.  

No puedo imaginarme a un Jesús de Nazaret presentándose como un Emperador Romano, con su clásica túnica, erguido, entre sus soldados, o montado sobre un caballo, mientras se escuchan los vibrantes chillidos de las trompetas. No podemos imaginarnos a un Jesús de Nazaret revestido de Rey Soberano, con un hermoso uniforme de militar, unas condecoraciones de oro, con una corona de brillantes, con una espada al cinto y una banda de vivos colores cruzada sobre el pecho, apoyando su pie derecho sobre una esfera que representa el mundo dominado, en una mezcla inexplicable de símbolos viejos y nuevos. O como un Rey moderno, rodeado de una brigada de hombres a caballo, para protegerle, mientras desfila de pie en un coche blindado.  

Si Cristo Rey fuera así, el jefe de la iglesia podría ahora  presentarse como el hombre de los tres poderes, simbolizados en la brillante tiara –las tres coronas- que el Papa Pablo VI eliminó definitivamente de la figura papal.  

¿Es éste un lenguaje de revolucionarios?, ¿Es el discurso de un inexperto soñador?,  ¿O es sencillamente el sueño de un cristiano que medita?. Me parece más bien que la realeza de Jesús debe entenderse bien, evangélicamente. Y que todas aquellas formas que he dicho deben interpretarse como formas humanas, antropomórficas, populares de expresión de una Verdad que estuvo en la boca de Jesús. La Iglesia Católica ha ido acumulando miles de formas culturales, artísticas, lingüísticas que han ido depositando sobre ella las evoluciones estilísticas de los tiempos, las imaginaciones de los artistas. Son formas que la Iglesia suele conservar, aunque a veces hubiera sido mejor abandonarlas.  

Algunas veces quisieron proclamar a Jesús Rey los Israelitas porque le habían escuchado y habían visto, estupefactos, sus milagros, sobre todo el de la multiplicación de los panes y de los peces. Habían comido en abundancia un menú apto para todos: pan y pescado. Estaban agradecidos, esperaban a un Rey Libertador de la opresión de los Romanos y de sus impuestos. Vieron en Jesús al Jefe esperado con ansia popular y nacional. “Este será nuestro Rey” y le aclamaron. Pero Jesús desapareció solo y se fue hacia la montaña, seguramente para orar a su Padre en la soledad humilde. No quería ser un Rey Político.  

No quería ser un Rey poderoso, temido por las masas humanas, ni por los enemigos, y aplaudido, ovacionado por las multitudes de incondicionales soñadores. No quería tener ejércitos, ni duras escuadras de soldados o guardaespaldas, como se lo dijo a Pilado, cuando éste le preguntó si era Rey. Jesús le contestó al Pretor Pilato que era Rey, y se lo dijo, cuando pronto una corona, no de oro, sino de espinas atravesaría su cabeza, cuando ya estaban preparados los trapos de púrpura que colocarían sobre sus hombros las burlas de los verdugos, los mismos que, después, lo iban a azotar. Era la diversión de aquellos verdugos insensibles e insaciables. Resonaba entonces en el aire y en el recuerdo de los apóstoles y discípulos de Jesús, las palabras que había dicho: “Yo soy Rey”. Pero ¡qué Rey tan incomprensible para los seres humanos!. Un Rey que iba a ser crucificado entre dos asesinos en el Calvario.  

Los majestuosos Reyes y Emperadores de la historia de la humanidad no se han preocupado demasiado de la Verdad. Más bien han pensando en cómo conservar, seguro, el trono de su poder glorioso y el control de los magnates y de su pueblo.  

Jesucristo es Maestro, Guía, Salvador, el Hombre de gran Corazón, que siempre perdona. El Hijo de Dios, el Hijo del Hombre. El Hermano Mayor de todos y todas los que le aceptan con fe viva y todas las consecuencias que de ella se derivan. El está con aquellos y aquellas que cada día, en la soledad pacífica de sus conciencias, le dicen a Jesús: “Sí. Yo creo en ti. Yo quiero vivir como Tú me enseñas, me sugieres, dentro de tu Iglesia”.  

Y me parece que lo mismo pensaba Pablo VI. Y los Papas que le han sucedido. Porque Pablo VI regaló la Tiara, símbolo de los tres poderes, para que se subastara públicamente, y el dinero que se sacara, se entregara a favor de alguna obra social. Me pareció escuchar los aplausos de Jesús de Nazaret, el carpintero, que ha conquistado el mundo entero a través del sacrificio de su vida en la Cruz. No ha habido otro así en la historia. Jesús es un Rey diferente, especial,  el Unico. No hay posibilidad de engaños.