Tus grandes testigos

Autor: Ramón Aguiló sj.


EN MIS PASEOS POR ROMA ENCONTRÉ A PEDRO Y PABLO. He visto su imagen y sus recuerdos, por todas partes, en la intrigante ciudad de Roma. Me refiero a Pedro y Pablo, tus entrañables amigos, tus intrépidos apóstoles. En aquella plaza del mundo que es la plaza de San Pedro están sus dos majestuosas estatuas, ante la Basílica. La de Pedro lleva en sus manos la cruz, porque en ella murió, como Tú. La de Pablo lleva una espada, porque murió decapitado. 

Constantemente, paseando por aquella enorme ciudad, te puedes encontrar lugares que llevan sus nombres. Y es que Roma fue la ciudad de sus últimos años. Allí contribuyeron a poner los fundamentos de tu Iglesia, allí dieron testimonio de tu muerte y de tu resurrección. Allí fueron condenados a muerte. Allí quedaron sepultados sus cuerpos. Y allí dos hermosísimas Basílicas son los verdaderos mausoleos de estos dos compañeros tuyos, que comenzaron su ascensión cristiana desde los oscuros trabajos de aquellos tiempos y de aquella nación ocupada por los ejércitos del imperio romano: Pedro, llamado Simón Bar Jona,  era Pescador. Pablo, llamado Saulo de Tarso, era tejedor de lonas.

 

Tú LOS ELEGISTE. Tú personalmente los seleccionaste. Tú los buscaste para que Te acompañaran. Tú les encargaste una misión: iban a ser Testigos de tu Personalidad, de tu Vida, de tu Muerte y de tu Resurrección. Iban a comunicar tu Mensaje. Iban a organizar a tu Iglesia, a tu Comunidad de los Hijos de Dios. Iban a poner en marcha una conquista pacífica, una conquista de ideas y de conductas, de naciones y de siglos. Pedro fue la Piedra. Y Pablo el que la tiró lejos, para que extendiera su influjo más allá de las fronteras de Israel, hacia el mundo del paganismo, de la idolatría, de la violencia.

 

TE FUERON FIELES Y MÁRTIRES. No perdieron el tiempo. Sabemos lo que realizaron, y lo sabemos  a través de la historia, a través de la Tradición Cristiana, a través de los monumentos, a través de las leyendas. 

Cuando leemos sus documentos, sus gestos, sus peripecias, sentimos una profunda emoción. Los dos Te querían. Los dos estuvieron dispuestos a todo sufrimiento por Tí y por tu Causa. Y los dos murieron mártires.

 

LA SENDA DE LOS TESTIGOS. Y con esto, con su muerte violenta, ensancharon esa senda martirial, manchada de sangre, que había abierto Esteban, el Diácono. Y por donde caminaron, arrastrándose, desangrándose, tantos hombres y mujeres que Te querían a Tí más que a su propia vida. Parecía como si el martirio fuera una característica del Ser Cristiano, un atributo esencial de la Fe en Tí. Y así lo comprendieron aquellos y aquellas que llenaron de admiración los primeros siglos de tu Iglesia. Querían sufrir y morir por Tí. Y esto no era, como dicen algunos equivocadamente, un ejercicio de sadomasoquismo. Aquellos y aquellas eran seres felices, alegres, valientes, que no se turbaban ante los jueces, ante los tribunales, ante los poderes imperiales. Sabían contestar:"Sí", cuando su fe se lo pedía. Costestaban valientemente: "No", cuando se les tentaba frívolamente para que adorasen a los ídolos o faltaran a sus obligaciones morales. Por todo esto son nuestros ejemplos, son nuestros mejores guías. La palabra "Mártir" significa "Testigo". Todos debemos ser "Testigos". Por tanto todos debemos ser "Mártires". Si no lo podemos ser derramando nuestra sangre, lo seremos entregando nuestra vida gota a gota, cada día.

 

ASí NACIÓ EL CAMINO DE LA POBREZA Y LA CASTIDAD. Y así creció en tu Iglesia la voluntad de la Pobreza y de la Castidad como consagración personal a los grandes ideales cristianos, a los incontenibles deseos de testimonio. Se abrió entonces ese camino tranquilo, blanco, espiritual, sacrificado, de aquellos que buscan expresar su testimonio a través de una vida vivida según las exigencias del Espíritu de Dios, vencedores de todo lo que es materialismo y carne. Tú sabes cuántos y cuántas han penetrado sigilosamente, sencillamente, por las pedregosas calzadas de ese tu camino superior, ascendente, alto y montañero.

 

LOS CANSADOS. Tú sabes también cuántos y cuántas no han podido soportar la dureza de esa ascensión sobrenatural. Tú sabes cuántos y cuántas han caído. Y se han hundido en el abismo del fracaso. Tú sabes cuántos y cuántas han regresado al mundo de los que viven para su estómago y para su cuerpo exigente y tentador. No importa. Todo pecado puede ser perdonado. Y Tú siempre perdonas. Como perdonaste a Pedro sus negaciones cobardes. Como perdonaste a Saulo de Tarso sus persecuciones. Como hubieras perdonado a  Judas Iscariote su traición, si él Te hubiera dicho algo, Te hubiera mirado con una súplica en los ojos, Te hubiera buscado y Te hubiera dicho: Perdóname, Jesús de Nazaret. 

También hubo cristianos en los primeros siglos de persecución que no quisieron morir por Tí, y que rechazaron el martirio. Se sintieron débiles en las prisiones, ante los tribunales, y Te negaron y ofrecieron tal vez incienso y sacrificios a los ídolos de metal y de barro. Mintieron porque eran cobardes. 

La debilidad de tus seguidores solamente demuestra una cosa: que ellos son hombres y mujeres como los demás. Que tienen  sus limitaciones. Y que necesitamos todos de tu bondad, de tu comprensión y de tu absolución. Por algo nos dejaste un sacramento tan humano y constructivo como es el Sacramento de la Confesión. 

Tu Iglesia es hermosa. Es tu Cuerpo Místico. Es parte de Tí. Y todas las cizañas que se acumulan en sus campos no llegan a oscurecer las bondades de los trigos, las bellezas de las flores tan policromas. Yo me alegro de pertenecer a ese Cuerpo tuyo. Y Te digo ahora, aquí, desde lejos, a Tí, donde Te halles, que me dés fuerza para seguir ese camino difícil. Y Te digo también que me alegro yo, hombre sencillo, vulgar desconocido de la historia, de estar cerca de Pedro y de Pablo y de todos los demás que han seguido tus huellas detrás de Tí. Y Te añado que, cuando yo estaba en Roma trabajando, tus dos Testigos, Pedro y Pablo, me llevaron a Tí. Porque, con su Entrega, me señalaban a Tí.