Otro vasco: Arrupe

Autor: Ramón Aguiló SJ

   

Hace unos años escribí un artículo sobre Ignacio de Loyola, a propósito del quinientos aniversario de su nacimiento, subrayando su personalidad de vasco y universal. Ahora, impresionado por la muerte de un hombre al que ví muy de cerca, quisiera notar también su internacionalidad. Se trata de Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús desde 1965 hasta que la Compañía aceptó su renuncia en 1983.  

Tuve la suerte de convivir con él en la misma Casa Generalicia de Roma, durante diez años. Y en estos momentos se agolpan los recuerdos de aquel hombre excepcional que parecía vivir la excepcionalidad con un sentimiento inalterable de humildad, de humanidad y de una cierta lejanía sonriente.  

Casi no había oído hablar de él. Pero me encontraba yo asistiendo en México a un Congreso Internacional de Comunicaciones Sociales, cuando llegó la noticia de su elección para el puesto del llamado Papa Negro. Y ví en la sonrisa de todos los jesuítas la alegría de una buena noticia para todos los que vivíamos trabajando en medio de dificultades por el cambio de los tiempos, de las costumbres y de las estructuras sociales. Este era el tema y la tónica de todos los comentarios.  

Pedro Arrupe muy pronto en Roma se convirtió en una persona central. Viajaba. Estaba cerca de los que trabajaban, cerca de los que se sacrificaban, escuchaba, orientaba, escribía. Yo recuerdo aquella ventana abierta del cuarto piso de la Curia General, siempre iluminada, hasta en las más inverosímiles horas de la noche. Aquella ventana daba hacia el jardín de la casa sobre la ladera del Gianícolo. Allí trabajaba Arrupe, oraba, pensaba, redactaba sus escritos y alocuciones, leía documentos y esbozos. Y planificaba sus viajes.  

Pero Arrupe no pudo quedarse en los estrechos límites de la actualidad jesuítica, ni encerrado en las fronteras de su propia orden. Fue elegido y reelegido varias veces presidente de la Unión de Superiores Generales de las Ordenes Religiosas, y su figura, muy pronto, se convirtió en un símbolo, el símbolo de la adaptación del propio carisma religioso a los tiempos nuevos con sus cambios de cultura y de situaciones humanas. En esto Arrupe tenía algo de profeta. Y los profetas han chocado frecuentemente con los defensores del orden establecido, como se puede demostrar con la historia en la mano. Y como le sucedía cuatrocientos cincuenta años antes a otro vasco, también internacional y mítico, San Ignacio de Loyola.  

Se escribirá la historia. Y será una historia interesante. Y a veces parecerá una novela de ficción. Pero será historia de realidades, angustiosas y sangrantes algunas veces, pero siempre sobrellevadas con gran fe y parsimonia por Pedro Arrupe.  

Estoy convencido que su personalidad aparentemente endeble por su cuerpo blanco y transparente como si fuera de cera, pero recia por su carácter y su mirada abierta, quedará muy bien plasmada ante el juicio de los historiadores.  

Los arrolladores y agitados cambios de nuestros años necesitaban una respuesta por parte de la Iglesia. Y ella quiso dar esa respuesta valiente en el Concilio Vaticano II. La dió. Y muchos creyeron en ella. Arrupe creyó en la Iglesia del Concilio. Y recogió su mensaje y su antorcha. Los llevó por la compañía y por el mundo. No se detuvo ante las dificultades. Su palabra pasaba por encima de los muros de su propia orden de los jesuítas. Y esto puso en guardia a otros.

Fueron años borrascosos para el General.  

Yo le recuerdo aquella noche en la plaza de San Pedro de Roma. Serían muy cerca de las doce de la noche romana, tranquila. A mí me encantaba, pasear por aquella enorme plaza en la paz de las estrellas. Se escuchaban las aguas de las fuentes iluminadas que rodaban desde los surtidores. La ventana del Papa ya se había apagado. Sólo dos policías en la plaza. Nadie más. Y en aquel momento, cerca de la columnata de Bernini, aparece Pedro Arrupe, solo. Yo me dirigí hacia él. Nos saludamos. Y le dije: Le acompaño hasta nuestra casa. Apoyó su mano sobre mi brazo: Y me contó que venía de una reunión. Cosas del cargo. Le dejé en el ascensor de la casa. Habíamos comentado la belleza de la noche en la plaza de San Pedro.  

No sé qué cenaba. No sé cuándo dormía. Muchas veces cené con él, lentamente, no tenía nunca prisa. Una fruta le bastaba.  

Su cuerpo, después de diez años de enfermedad, ha caído rendido. Pero su mensaje de renovación y de novedad sigue firme. El profeta clamó. Y se oyó su voz. Y muchos le siguieron.