Me acuerdo de ti, Madre

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

Permite, madre, que me ponga de rodillas ante ti. Sí. No me rechaces. No te molestes. Dios me comprenderá. 

Yo me postro ante ti, aunque no te veo ahora. Te escribo esta carta para acercarme a ti, silenciosamente, dulcemente. Qu8iero darte un beso sonoro, transparente, como si fuera un beso dado a una rosa amarilla fulgurante, a un lirio blanco limpio sonriente. 

Deseo pedirte perdón, en nombre de todos y todas los del mundo que hemos nacido gracias a ti. Yo deseo pedirte perdón de todo lo que, en mi niñez y en mi juventud, te molestó, te desagradó, mientras tú me mirabas silenciosa, inteligente. 

Tus ojos, madre, están cubiertos de tristeza. Llevas como una aureola sagrada que ha labrado en tu rostro hermoso el sufrimiento callado de tantos años que yo he vivido cerca de ti, sin escucharte demasiado. Esos tus ojos grandes, abiertos, suaves, brillan ahora con las lágrimas vertidas mansamente por tu hijo que debía amarte, y que tal vez te amaba, pero no sabía expresar adecuadamente su amor.  Yo siempre te respeté y te amé, madre, pero tuve días de olvido y de frialdad para contigo. Mientras tanto, tú sufrías, callabas, y algunas veces, sin saber yo por qué, también llorabas. 

El día en que yo nací, tú sufrías y morías por el dolor que yo te daba. Y cuando todos se alegraban y te felicitaban porque había llegado un nuevo hombre, una nueva mujer, a la familia y al mundo, tú, sonriente y buena, estabas enferma y débil. 

Luego yo crecía despacio. Y abría mis ojos pequeños. Y te miraba. Y tú me sonreías. Y tú me besabas. Y tú me enseñaste la primera palabra: una palabra que he repetido y he murmurado secretamente, muchas veces, en los días alegres y en los días amargos de mi vida. Y esta primera palabra es “Mamá”. 

Cuanto tú me alimentabas yo lloraba, y cuando me paseabas en el cochecito, yo gritaba, con esas lágrimas y esos gritos incomprensibles de los pequeños que solamente las madres saben descifrar. 

Llegué a la adolescencia. Yo me sentía un hombre. Ya no me gustaba ir contigo. Yo prefería la soledad o la compañía de mis amigos y amigas. Tú sufrías en casa, esperándome, mientras yo me divertía con ellos y ellas en el colegio, en la calle, en el bar, en el cine o en las discotecas. 

Me puse enfermo y recuerdo aquellas largas veladas y aquellas noches infinitas sin poder dormir por la fiebre. Tú entonces, madre, estabas junto a mí. Recuerdo tu mirada ansiosa en tu rostro de Dolorosa, iluminado por la luz roja y tenue de la habitación. Tú respirabas al ritmo de mis pulmones, y estabas atenta a cualquier movimiento de mis labios resecos. Tú eras el ángel guardián de mis días tristes. Pero, gracias a tus cuidados, volvió la vida a mis miembros juveniles, y regresé al sol que me sumergió en su luz y su alegría. Yo reía otra vez, y otra vez me sentí un hombre. Crecí. Y tú esperabas mucho de mi personalidad creciente.  

Y entonces sucedió lo que sucede siempre. Cuando fui mayor, te abandoné. Todos los hijos abandonan a su madre, cuando llegan a lo más prometedor de su vida y cuando ella más los necesita. Unos se marchan con una mujer. Ellas con un hombre. Terminaron una carrera, y querían formar una familia. Ellos y ellas se van detrás de ideales más o menos quiméricos. Todos permiten que su mamá, el ser humano que más les quiere, pase los últimos años de su vida en una sagrada soledad, silenciosa, misteriosa. 

Yo te puedo asegurar que el amor de tu hijo estará siempre junto a ti, junto a tu rostro cansado, un poco arrugado, junto a tus brazos débiles, junto a tu espíritu afable, dulce, sereno.  

Sé muy bien que tú, madre, aunque estés lejos, eres el más bello y comprensivo testigo de mi vida profesional, familiar, personal, de mis alegrías y de mis sufrimientos. 

Madre, te pido que me perdones. Tú has sufrido mucho por mí y por causa mía. Ahora con mis palabras escritas quisiera coronarte de rosas, madre adorada, y susurrarte suavemente esta verdad: que no hay nadie, como tú, en el mundo de tu hijo que te quiere. Yo quisiera dar nueva luz a tus ojos grandes y abiertos a la bruma gris. Yo quisiera inyectar nuevo vigor en tus miembros torpes y vacilantes. Quisiera entregarte el mejor regalo de tu hijo a quien tanto quieres y que tanto te quiere a ti. Acércate. Vuela por encima de los miles de kilómetros que nos separan. Yo voy hacia ti. Permite que acerque mis labios a tu rostro venerable y hermoso, rodeado de blancura. Quiero darte un beso. Pero no llores, por favor. Ya has llorado bastante, cuando eras moza, cuando fuiste esposa, cuando llegaste a ser madre. No quiero que este beso se convierta en una nueva espina para ti, ni para tu delicado corazón, que me amó antes de que yo naciera, al mismo tiempo que nacía, y durante mi crecimiento y mi desarrollo como persona y como un ser de convicciones siempre positivas. 

Yo sé, madre, que un día, no sé cuándo, me quedaré huérfano. Yo seré un huérfano maduro. Tú te habrás ido. Yo lloraré tu ausencia. Y me diré: “¿quién será ahora el testigo de mi vida?. Han caído, deshojadas, todas las ilusiones que me quedaban. Te envío un beso. Yo sé que lo recibirás en la gloria donde estés. Porque, madre, una buena madre no puede ser castigada.