Loyola: Un vasco abierto

Autor: Ramón Aguiló sj.

 



El 31 de Julio de cada año celebramos normalmente su fiesta. Ignacio de Loyola está especialmente presente en la mente de muchos jesuítas y de sus amigos, porque ya hace más de quinientos años nació en Loyola, y hace más de cuatrocientos cincuenta años fundaba la Compañía de Jesús. Ya escribí sobre ese hombre varias veces. Me gustaría recordar su genialidad de hombre capaz de romper moldes, de aguantar todas las embestidas recibidas por sus atrevimientos renovadores, de llevar adelante sus ideas a pesar de todo, callando, soportando, esperando tiempos más oportunos. Ignacio fue el Hombre de su tiempo: un hombre moderno.

 

Fue además un vasco universal. Con todos los rasgos de los hombres de su raza, supo muy pronto romper las ataduras naturales para dedicarse a ese peregrinaje físico que fue su vida. Siempre inquieto, siempre con el bordón en la mano, símbolo de su misma vida espiritual, interior. Si viajaba físicamente, también caminaba espiritualmente. Y su vida como santo y como fundador fue una búsqueda constante, interrumpida únicamente por su muerte. Ese vasco de los valles de Azpeitia y Azcoitia, de la casa solariega de Loyola, fue internacional y viajó, sin tener medios, como viajaban entonces los hombres normales, a pesar de que iba cojeando por aquella herida de Pamplona.

 

Tuvo sus preferencias universitarias. No había estudiado casi. Por eso, ya mayor, convertido, después de haber vislumbrado el camino que le esperaba, decidió estudiar. Y comenzó por las primeras letras, por la gramática, entre los niños. Después se fue acercando a los ambientes universitarios. Le encontramos en Alcalá, en Salamanca, y finalmente en París. Le interesaba la ciencia universitaria de aquel tiempo, pero le interesaban más los universitarios que se reunían en aquellas aulas festivas, ruidosas, internacionales, abiertas a las novedades de una Europa que rompía sus viejos moldes, y se abría a las llamadas de nuevos mundos. Reunía grupos de estudiantes. Quería fundar con ellos algo nuevo. Pero al principio le fallaban.  Los inquisidores desconfiaban de él. Le perseguían. Le encerraban. Le analizaban. Pero él seguía adelante, incansable. Nada le podía detener. Ni los inquisidores con sus cárceles y sus amenazas. Algo de eso ha quedado en sus jesuítas que tienen también una clara preferencia por el mundo de los estudios.

 

Hasta que, en la Universidad de París, cuajó el proyecto. Allí encontró a los que iban a ser sus grandes amigos y cofundadores de la Compañía de Jesús. Entre ellos, un Navarro, Francisco Javier, un Soboyano, Pedro Fabro y otros. En París nació la Compañía para ir a Tierra Santa, aunque después tuvo que dirigir su mirada hacia Roma en busca del Papa, Vicario de Jesucristo.  

 

Desde entonces, Ignacio de Loyola se vuelve un Romano convencido y profundo. Para él Roma significaba Jesucristo y su Vicario. Para él Roma significaba la Iglesia y su misión Universal. Para él Roma era la atalaya, desde la que se podía contemplar el mundo entero. Y Roma fue su ciudad. Allí se consolidó su obra, a los pies del Papa, junto a la Virgen de la Strada (La Virgen del Camino). Allí pensó. Allí planificó. Allí consultó. Allí oró y escribió. Escribió Cartas y Documentos, Constituciones y Reglas. Allí dictó experiencias y recuerdos, memoriales y autobiografías. Allí murió, casi de repente.

 

Roma es la ciudad ignaciana por antonomasia, más que Loyola. He recorrido centenares de veces los monumentos de Ignacio en Roma. Desde la Capilla de la Storta, sobre la Via Cassia donde tuvo una visión en la que Cristo le prometía seguridad y sufrimientos en Roma, cuando apenas llegaba, hasta la bellísima Iglesia del Gesù donde está su sepulcro. Y sus habitaciones pequeñas, junto al Gesù, donde vivía él, y apenas dormía, soñaba, buscando el cielo que le parecía tan bello, y hablaba con sus secretarios para llegar a todos, mientras su Compañía crecía y se extendía, llevando el "orgulloso" nombre que él le había querido dar de Compañía de Jesús.

 

Ignacio dio mucho que hacer. Ignacio dio mucho que hablar. Los Jesuitas siguen su camino. Se hablará de otros temas. Pero Ignacio seguirá ahí, mirando la tierra y el cielo: "Qué fea me parece la tierra, cuando miro el cielo". Y los Jesuítas seguirán abriendo caminos. En las fronteras del Espíritu y de las culturas.