Los divinos impacientes

Autor: Ramón Aguiló sj.


Tú sabes, Jesús de Nazaret, que cada día varias veces recito en la intimidad de mi vida aquel soneto tan hermoso y tan cristiano que se atribuye a tu gran misionero, Patrono ahora de las Misiones, San Francisco Javier. Él cantó en este soneto el acto más limpio, puro, cristocéntrico de amor a Ti. Dice así:  

“No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido. / Ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. /Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido. / Muéveme el ver tu cuerpo tan herido. / Muévenme tus afrentas y tu muerte. / Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera / que, aunque no hubiera cielo, yo te amara / y, aunque no hubiera infierno, te temiera. /No me tienes que dar porque te quiera. / Pues, aunque lo que espero, no esperara, / lo mismo que te quiero te quisiera”.  

Y es que los que trabajamos en el campo de la cristianización del mundo experimentamos unos grandes deseo de parecernos a ese hombre a quien el Poeta José María Pemán llamó y proclamó EL DIVINO IMPACIENTE.  

Me parece que la figura de Javier es la expresión de lo que desean ser los Apóstoles de nuestro tiempo que te han entregado, consagrado su vida a ti, Jesús de Nazaret, para que Tú seas más conocido, más amado, más imitado, en un planeta que parece estar corrompido en casi su totalidad.  

Estos hombres y estas mujeres que han consagrado su vida a tu Personalidad y a tu trabajo de evangelización, quisieran ver que los que están a su alrededor, quisieran que los que se llaman católicos vayan aumentando en número y en calidad. Quisieran que el edificio vivo de tu Iglesia se vaya construyendo siempre mejor y siempre con más piedras vivas, como Tú la quisiste. Quisieran que tu cuerpo místico sea un cuerpo vivo, activo, mejor, más parecido a ti y a lo que Tú nos enseñaste durante tu vida mortal.  

Pero la realidad no realiza el ideal de estos consagrados ti.  Y se sienten inquietos, intranquilos, impacientes. A veces les parece que sus sacrificios son inútiles y no alcanzan de los ideales que tú les habías propuesto y mostrado. Hombres y mujeres IMPACIENTES.  Muchos de ellos viven la realidad de tu evangelio, procuran ser cada día los inquietos realizadores de tus grandes ideales, pero, al mismo tiempo, padecen la enfermedad del desengaño, del fracaso.  

Para evitar estas situaciones depresivas se organizan reuniones, ejercicios espirituales, retiros, encuentros. En estas iniciativas se escuchan muchas opiniones, se reanima el fuego del amor, el deseo de sacrificarse por ti y por los demás. Pero después todos regresan a sus parroquias, a sus conventos, a sus comunidades, a sus grupos apostólicos laicos. Y se encuentran una vez más con la flaca realidad, insensible, decaída, enfermiza. Parece como si, en la lucha contra la Carne y el Mundo, estuvieran venciendo estos enemigos del alma cristiana. Y así, los divinos impacientes vuelven a sentir las tentaciones de la depresión. Hemos de saber vencer estas tentaciones. Y mantenernos siempre activos. Y más activos especialmente en los días grises, en los días negros.  

Los grandes apóstoles elegidos directamente por Jesús fueron los grandes impacientes. Ellos eran los embajadores de la Buena Noticia de Jesús. A Simón Hijo de Jonás, un pobre pescador, Jesús, lo elegiste como Piedra Fundamental de tu Iglesia. Pero hemos de reconocer que, a pesar de sus ratos de divino impaciente, Pedro (Cefas) experimentó las sacudidas de su realidad temperamental, humana. Y varias veces en su vida contigo, Jesús, y otras veces, en su trabajo, cuando Tú ya los habías dejado en este mundo para que fueran testigos de tu personalidad divina y de tu mensaje salvador,  Pedro demostró sus flaquezas humanas. Cuando Tú les hablaste de tu muerte y de tus sufrimientos en la ciudad de Jerusalén, Pedro no quiso que Tú pensaras en ello. No aceptó que Tú fueras perseguido, juzgado, condenado y asesinado. Y aquel que debía ser el Divino Impaciente, trabajador incansable en la evangelización del mundo romano, fue llamado SATANÁS por Ti, que fuiste siempre la bondad y que siempre aceptaste la conversación con pecadores y pecadoras. Y después de tu Resurrección y de tu Ascensión al Cielo, después del gran día de Pentecostés que fue las Venida del Espíritu Santo y el Nacimiento de tu Iglesia, en Roma, Pedro sintió miedo y se quiso marchar para evitar su muerte violenta. Entonces Tú, Jesús de Nazaret, te mostraste a El, y le dijiste que te dirigías a Roma. Y con ello, le diste una gran lección de fortaleza. Pedro recapacitó, regresó a Roma, y, al poco tiempo, murió crucificado, porque había hablado de Ti y de tu mensaje salvador. Su sepulcro está en la gran Basílica de San Pedro en Roma, en el Vaticano, donde viven los Papas que le sucedieron.  

Pedro nos dejó escritas varias cartas. Y en la Primera de ellas dice estas frases: “Habéis purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para amaros los unos a los otros sinceramente como hermanos. Amaos intensamente unos a otros, con corazón puro, pues habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente... Y esta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a vosotros” (c. 1). Pedro fue un hombre Divino, un Divino Impaciente, pero varias veces en su vida, demostró que aquel hombre intranquilo que había en él fue capaz de vivir fuertemente la divinización que Tú has proclamado para los que te siguen.  

Otro DIVINO IMPACIENTE fue también Saulo de Tarso, que era un feroz perseguidor de los Cristianos, que hizo todo lo posible en su juventud para que desaparecieran los hombre Divinos, como Esteban, el Protomartir. Pero Tú, Jesús, le buscaste, le hablaste, y le dijiste: “Yo soy Jesús a quien tú persigues”. Y aquel Saulo impaciente, corrompido, se convirtó en DIVINO. Y fue tu gran apóstol en todo el mundo romano. Se llamó Pablo. Viajó incansable, solo o acompañado. Con su trabajo tu Iglesia crecía. Pablo escribió interesantes Cartas a los diferentes grupos de cristianos, que todavía ahora son leídas y analizadas por los Teólogos y Biblistas. Llegó a Roma. Y murió, mártir, degollado. Su cuerpo se encuentra en la gran Basílica de San Pablo Fuera de los muros de la ciudad.  

En una de sus Cartas, la que dirigió “a los santos que viven en Colosas, hermanos fieles en Cristo” les dice estas hermosas frases de aliento y de fortaleza: “No dejamos de rezar a Dios por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad, con toda sabiduría en inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo; fructificaréis en toda clase de obras buenas y aumentará vuestro conocimiento de Dios. El poder de su gloria os dará fuerza para SOPORTAR TODO CON PACIENCIA Y MAGNANIMIDAD, CON ALEGRÍA, DANDO GRACIAS AL PADRE QUE OS HA HECHO CAPACES DE COMPARTIR LA HERENCIA DEL PUEBLO SANTO EN LA LUZ"”  

Pablo fue un Apóstol incansable. DIVINO IMPACIENTE.  

Podríamos recorrer toda la historia de la Iglesia y nos encontraríamos con la personalidad de numerosos Santos y Santas, que  encontraron la Verdad, tu Verdad, Jesús de Nazaret, Y se entregaron totalmente a su difusión, a pesar de las persecuciones, las tentaciones y las frialdades de sus mundillos. La Iglesia necesita APÓSTOLES ASÍ: DIVINOS IMPACIENTES.