Las lágrimas de un hombre

Autor: Ramón Aguiló SJ 

 

EL LLANTO DE LOS NIÑOS. Comenzamos nuestra vida llorando. Crecemos entre lágrimas. Todos hemos visto llorar a muchos niños y niñas. Cuando lloran, gritan. Pienso que el llanto de los pequeños es una defensa natural, espontánea. Quieren hacerse escuchar por su mamá que está cerca. 

Lloran cuando sufren algún dolor, o sienten alguna necesidad de comer o de beber algo. También cuando quieren algún regalo, alguna caricia, algún juguete, el chupete. 

Tú, Jesús, también los viste llorar en tu tierra de Palestina. Tú siempre te has demostrado muy amigo de los chiquitos, y seguramente sabías acariciarles y decirles unas palabras dulces, para que se callaran y dejaran de llorar.

 

LOS MAYORES LLORAN EN LA SOLEDAD. También vemos llorar a personas mayores. Las que son especialmente educadas lloran sin gritar, con unas lágrimas contenidas. Pero, a través de aquellas lágrimas se manifiesta un terremoto de sentimientos. Están profundamente conmovidos. Disimulan. Los mayores suelen llorar en la soledad. Yo también he experimentado el deseo de llorar algunas pocas veces en mi vida. Tal vez por eso escribí una poesía. 

                                                MIS LÁGRIMAS 

                                                Esa lágrima que cae

                                                De mis ojos aturdidos

                                                Es la voz de una conciencia

                                                Que me muestra el gran vacío.

                                                Una mujer me sonríe

                                                Y un hombre me llama amigo.

                                                Las niñas bailan y juegan.

                                                Me miran pasar los niños.

 

                                                Todo fluye lentamente.

                                                Junto a mí murmura un río.

                                                Casi no me toca el aire.

                                                El sol se me queda frío.

                                                Alargo mi mano y vuelve

                                                Vacía con el vacío.

                                                Y hasta el susurro del cielo

                                                Ya no tiene su sentido.

 

                                                En mi parque ya no hay rosas.

                                                Y en mi jarro ya no hay lirios.

                                                En mi tela no hay colores.

                                                En mi estrella ya no hay brillo.

                                                Y esa lágrima que cae

                                                De mis ojos aturdidos

                                                Se me vuelve una cascada

                                                Que me arrolla con sus gritos.

 

TRISTEZA Y LÁGRIMAS. Tú mismo, Jesús, cuando en el Sermón de la Montaña, del que escribe Mateo, en su capítulo 5, proclamaste tus “Dichosos”, te acordaste de que en este mundo hay muchos seres que lloran, y los alentaste llamándolos “Bienaventurados”:  “Bienaventurados o Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados”. Seguramente Tú te referías a los que viven angustiados, deprimidos por la tristeza.  

Como dijo Baltasar Gracián: “Quien añade sabiduría, añade tristeza”, o aquel dramaturgo llamado Jacinto Benavente: “Nadie comprende el goce de estar triste, y yo gozo con mi tristeza, porque mi tristeza es inteligencia. Es la tristeza de comprender la vida o de creer que la comprendo”. La tristeza siempre se vuelve una sombra alargada cuyo fin no se puede ver. Algo así puso Shakespeare en la boca de un personaje de su drama “El Rey Ricardo II”: “El pesar hace de una hora diez”. Las horas tristes se alargan parecen más, y más densas. 

La tristeza que arranca lágrimas de los ojos se proyecta sobre todo lo demás, hasta sobre el paisaje, como decía el poeta Antonio Machado en su poesía “La Tierra de Alvargonzález”:

                                   

                                                “¡Oh Tierras de Alvargonzález

                                                en el corazón de España.

                                                Tierras pobres, tierras tristes.

                                                Tan tristes que tienen alma!”.

 

Llorar en este mundo por causas realmente humanas es ya una garantía de que algún día llegará tu consuelo, Jesucristo. Algo así le sucedió a Pedro, el Príncipe de tus Apóstoles, que después de haberte negado tres veces, y de haber escuchado el canto del gallo, se acordó de tus palabras proféticas, “saliendo fuera, rompió a llorar amargamente”. (Mateo, Capítulo 26). Unos pocos días después, Tú resucitado le devolviste la alegría, y le confirmaste en su cargo de Pastor Universal, preguntándole tres veces si Te quería Juan. Capítulo 21). Lo mismo hiciste con los dos discípulos que, cargados de tristeza, huían de Jerusalén. Tú les saliste al encuentro y les devolviste la alegría y la paz. (Lucas. Capítulo 24). 

Tú viste llorar a mucha gente. A los que acompañaban a la difunta hija de Jairo. (Marcos. Capítulo 5).  Le dijiste: “No llores” a la mujer que lloraba la muerte de su hijo único en Naim “porque sentiste compasión de ella” (Lucas. Capítulo 7).  Y viste llorar a aquella mujer de mala vida, que se puso a tus pies, y “comenzó a llorar, y con sus lágrimas te mojaba los pies y con los cabellos de tu cabeza, te los secaba”. 

Cuando cargado con la cruz ibas hacia el calvario, te seguían “una gran multitud de pueblo y mujeres que se dolían y lamentaban” por ti. Tú te volviste hacia ellas y les dijiste: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán  días en que se dirá: Dichosas las estériles, dichosas las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron... Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lucas. Capítulo 23). 

También previste que los que te seguían, algún día llorarían y se lamentarían, aunque les prometiste que “vuestra tristeza se convertirá en gozo”, como le sucede a la mujer que va a dar a luz a un hijo: sufre, tal vez llora, pero luego se alegra porque ha dado un “hombre al mundo”.  María Magdalena lloraba, junto a tu sepulcro vacío... Pero luego escuchó tus palabras que le preguntaban: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Después le dijiste: “María”. Y las lágrimas se convirtieron en gozo que comunicó rápidamente a los demás.

 

TUS LÁGRIMAS. Los historiadores y testigos de tu vida no han escrito sobre tus risas, y mucho menos, sobre tus carcajadas ruidosas. En cambio nos han hablado de tus lágrimas. Lloraste ante la tumba de Lázaro, tu amigo muerto, que ibas a resucitar. Lloraste por tu querida ciudad, Jerusalén, a la que contemplabas desde una colina, mientras preveías su futuro terrible:  asediada por las trincheras de un enemigo furioso, victorioso, apretada, destruida, y sus habitantes arrollados, muertos, despedazados. ida, y sus habitantes arrollados, muertos, despedazados.  Lloraste otras veces. 

¿Por qué lloraste, Jesús de Nazaret?.  Yo estoy seguro de que Tú lloraste porque “amabas”, y amabas mucho, a los que veías sufrir.

 

¿QUÉ TE SUCEDERÍA AHORA?.  Si Tú regresaras ahora como Hombre, un hombre como todos los demás y te subieras al Monte Mario de Roma, o a la Torre Eiffel de París, o a la Torre de Londres, o estuvieras junto a la Estatua de la Libertad en Nueva York, o en el Corcovado de Rio de Janeiro, o en el Tibidabo y Monjutich de Barcelona, llorarías amargas lágrimas sobre las más hermosas y grandes ciudades del mundo. 

Y, si subieras más alto, y pudieras contemplar al mismo tiempo las grandes metrópolis de los modernos imperios, hermosas, luminosas, agitadas, cubiertas de colores movedizos, y pudieras ver lo que sucede en sus rascacielos, discotecas, barrios chinos, espléndidas mansiones de los ricos, palacios de los líderes, estoy cierto de que también llorarías, aunque tu solidaridad humana y tu sentido de la salvación hablarían palabras de perdón y de esperanza. Dirías: “No reconocisteis el momento de mi venida” 

Tus lágrimas nos confortan. Nos gritan y nos demuestran que Tú eres un Hombre sensible y fuerte al mismo tiempo, que Tú eres el Hombre de gran Corazón. Eres un gigante de la Historia. Mejor, eres el Gigante, el Único. 

Has transformado nuestro mundo. Lo has divinizado. Aunque muchos han preferido quedarse fuera.

 

TUS LÁGRIMAS NOS CONFORTAN. Hubo un gran escritor francés, de mediados del siglo XIX, que fue famoso por su liberalismo político, por haber sido desterrado de Francia por el emperador Luis Napoleón, a la isla de Guernesey, y sobre todo por sus obras literarias, expresión típica de romanticismo. Es Victor Hugo, nacido en Besançon en 1802 y fallecido en París en 1885. 

Este poeta lírico una vez contempló un Crucifijo no sé dónde, miró en aquella imagen tu Rostro de Crucificado, y sintió una profunda impresión religiosa, al verte así. Entonces pidió algo para escribir y debajo de tu imagen escribió de su puño y letra: 

                        Vous qui pleurez, venez à ce Dieu qui pleure.

                        Vous qui souffrez, venez à Lui, car il guérit.

                        Vous qui tremblez, venez à Lui, car il sourit.

                        Vou qui passez, venez à Lui, car il demeure.

 

Que traducido al castellano sería:

 

                        Vosotros los que lloráis, venid a ese Dios que llora.

                        Vosotros los que sufrís, venid a Él, pues Él cura.

                        Vosotros los que tembláis, venid a El, pues Él sonríe.

                        Vosotros los que pasáis, venid a Él, pues Él permanece.

 

Estos versos improvisados por el francés liberal ante la sugestión de tu imagen de Crucificado contienen interesantes mensajes llenos de humanismo cristiano. 

Porque te podemos asegurar, Cristo, que aquí son muchos los que lloran, los que sufren, los que tiemblan, los que pasan. Tal vez sean la gran mayoría de la humanidad. El cien por cien de los que caminan por las calles o están en sus casas, en los hospitales, en las cárceles, en los conventos, en las fábricas, talleres, oficinas, comercios, los que están preparándose para vivir, o viviendo ya a sus anchas, los ancianos decrépitos y los moribundos que se extinguen en lentas agonías que parecen infinitas se pueden sentir expresados en estos versos, tan espontáneos, tan expresivos, de Victor Hugo. 

Queremos ir a ti, como nos sugiere el poeta. Porque en ti, al que hemos visto llorar, solamente en ti, “ese Dios que llora”, podemos encontrar la alegría del consuelo, de la resignación y del misterioso valor de nuestras lágrimas interiores. 

Es hermoso especialmente este verso. Una sonrisa como la estrella brillante de la noche serena: 

                        “Vosotros los que tembláis, venid a El, pues El sonríe”. 

Juan, el Evangelista, el que reclinó su cabeza sobre tu pecho de Maestro, escribió unas hermosas, brillantes y misteriosas páginas de visiones y profecías, en el libro llamado “Apocalipsis”. En una de estas visones Juan lloraba porque nadie era capaz de abrir el Libro de los siete sellos. Nadie podía, ni en el cielo, ni en la tierra, ni bajo la tierra. (Apocalipsis. Capítulo 5). 

“Yo lloraba mucho porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni de leerlo. Pero uno de los ancianos me dice: ´No llores. Ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David. El podrá abrir el libro y sus siete sellos´”.  Se refería al Mesías. Se refería a ti. Y Tú con tu misión cumplida llenabas de alegrías, de risas y de felicidades, al Apóstol, a todos tus Apóstoles y a toda la Humanidad. 

Tú vas repartiendo sonrisas a todos los que sentimos la presión de unas lágrimas sobre nuestros ojos y nuestros corazones.