La célula eclesial

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

Todo cuerpo vivo está formado por células. Esta es una de las grandes realidades que ha descubierto la ciencia. Y que todos hemos aprendido de niños en los Colegios y Escuelas. La pequeña célula  irradia vida al conjunto. 

La Iglesia es un Cuerpo, el Cuerpo Místico de Jesús. El, que fue el gran Fundador de la Iglesia, el que la puso en marcha, la realizó como un gran ser vivo, poseído del Espíritu Santo y formado por pequeñas células comunitarias alimentadas constantemente, cada día, por El, por su Mensaje y por su Energía conquistadora. Estas células grupales ahora suelen identificarse con las comunidades llamadas Parroquias. El Cristiano, el Bautizado, el que cree en Jesucristo y en lo que El nos enseñó no puede vivir aislado, como si fuera un peregrino que no sabe a dónde va ni por dónde camina. Como dice aquel himno con que se empieza una hora del Breviario: “Allí donde va un cristiano/ no hay soledad sino amor/ pues lleva toda la Iglesia/ dentro de su corazón./ Y dice siempre ´nosotros´,/ incluso si dice ´yo´“. Porque, aunque medite, rece, contemple en la soledad silenciosa de su habitación, de su celda, de su capilla, dirigiéndose a Dios, a Jesucristo, a María o a algún Santo o Santa, se halla siempre, constantemente, unido a la Asamblea Eclesial, al Cuerpo total de Jesucristo, a la inefable, inexplicable fraternidad cristiana. Esta es la realidad  evangélica del ser, de los seres bautizados y transformados en hijos de Dios y hermanos de Jesús. No vivimos solos compartimos. 

La universal totalidad de los cristianos necesariamente se realiza a través de grupos concretos, formados por gentes más cercanas, por habitantes de una misma zona, o del mismo pueblo, cuando el pueblo es pequeño. Esta es la definición concreta de la Parroquia. La Parroquia Católica es una hermandad de gentes diversas, pero cercanas, que se encuentran fácilmente, rezan juntos, participan en la Eucaristía cada día o, por lo menos, en los días de precepto, y ejercitan la caridad y el apostolado según sus posibilidades personales. Es una célula activa que proyecta su fuerza sobre la totalidad del Cuerpo. La Parroquia es como la escuadra de un ejército que actúa con la únicas armas del sacrificio y del amor, bajo la bandera de la Buena Nueva, del Evangelio que Jesucristo enarboló. Así comenzó el día de Pentecostés, escuchando y aceptando la palabra del “nuevo camino” pronunciada por Simón Bar Yona, ya llamado “Pedro” 

La Parroquia no puede ser solamente lo equivalente a una cofradía que recuerda la vida de un santo y procura rezarle unas plegarias. La Parroquia es una totalidad evangélica: Es Jesucristo con sus hermanos. Es una fuerza que conscientemente irradia energía apostólica, conquistadora, social en todos los ámbitos. El párroco y los ministros que le ayudan son como los hermanos mayores. No son jefes de una centuria,  ni de una milicia militar. Pueden existir otras iglesias, otros centros, por ejemplo, iglesias de Religiosos y Religiosas. Para estos casos. Juan Pablo II dice que en estos casos “las celebraciones eucarísticas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial”. “Por esto, en Domingo, día de la Asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños”. “Se ha de procurar salvaguardar y promover  plenamente la unidad de la comunidad eclesial” (Carta Apostólica “Dies Domini”)  

Así en cada templo, en cada asamblea, se va realizando el ideal propuesto por Jesucristo, la transformación divinizadora del mundo, la carrera incansable hacia el término terreno que nos abre las grandes puertas de lo que es eterno. En cada parroquia se realiza de una forma misteriosa la realidad de una iglesia universal que hunde sus raíces en la personalidad y en el mensaje del Hijo de Dios, que es al mismo tiempo Hijo del Hombre. La Parroquia es una célula viva, activa, que se expande en la totalidad de la asamblea cristiana. Y esta Asamblea mira hacia el cielo, pero también se preocupa de los problemas de la tierra, del planeta. El ideal eclesial es que la humanidad realice el mensaje de Jesucristo y lo impulse de modo que crezca. No se trata de dominar a los demás. Se trata de cristianizarlo, y por tanto liberarlo de la esclavitud de lo mundano, de lo estrictamente material y temporal. 

Hace unos días en la pantalla de la tele escuché las palabras conmovedoras de un párroco,  que proyectaban un doble aspecto. Se referían a los inmigrantes que llegan a España, por los caminos más difíciles y peligrosos, para encontrar trabajo y poder vivir. “Si no trabajo, no como”, me decía uno de ellos.  El párroco respetaba y quería a los que llegaban ilegalmente a España y permanecían en ella, sin papeles, buscando sencillamente vivir. “Yo no les voy a poner ninguna dificultad, aunque estos hechos vayan contra las leyes de los hombres, porque más importante que ellas es la Ley de Dios, de Jesucristo”.  

A través del e-mail me han llegado varios documentos: una carta al Presidente del Gobierno y un proyecto al Defensor del Pueblo. Los dos pedían respeto para los extranjeros que llegaban a nuestra patria para trabajar. Citaban las palabras de Jesús: “Fui extranjero y me acogisteis” Y por causas estrictamente cristianas pedían que la Ley de Extranjería fuera debidamente establecida siguiendo las sendas del humanismo fraternal. Estos documentos iban firmados por varios párrocos de un arciprestazgo de Madrid. Documentos dignos de estudio. En ellos se percibe el buen olor de la fraternidad y del cristianismo en su proyección social. Todos esperamos que triunfe el pensamiento evangelizador de Cristo, proyectado sobre el mundo, a través de las Parroquias, como elementos activos primordiales.