El peso de las llaves

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

El tema del Papa de Roma ha saltado últimamente a las primeras páginas y titulares. En diferentes formas. Dos Papas han sido beatificados. Y, como siempre suele acontecer, ha surgido la controversia. La historia de los dos era reciente y diferente. Yo había contemplado, muy de cerca, -tal vez a un metro de distancia- al Papa Bueno, Juan XXIII. Lo ví con la capa pluvial que lo cubría casi totalmente. Tan bajito era. Después subió con dificultad sobre la silla gestatoria. Parecía una proeza.   La gente se acercaba. Le besaba la capa, las manos. Y él no decía nada. Miraba a derecha e izquierda y bendecía. Sonreía. Las gentes aplaudían y gritaban “Vivas”. Fue el que puso en marcha el arriesgado Concilio Vaticano II. Recientemente los Judíos norteamericanos han proclamado su admiración  por este Papa, el “Hombre Justo”. 

El Papa actual ha realizado el rito del exorcismo sobre una muchacha que parecía poseída del diablo. Ha sido mártir, pero sin morir . Ha viajado por todo el mundo, sin descansar. Está enfermo evidentemente, pero trabaja como si estuviera completamente sano y juvenil. Ha puesto en marcha la enorme variedad del Año Jubilar 2.000, con un programa con números para cada día.  Es actualidad permanente. 

Todo esto crea gérmenes de controversias. El Papa “Bueno” y el Papa “Rey”, los dos beatificados. Las gentes tienen diferentes opiniones.   

He visto a varios Papas de cerca en mis años romanos. Cada uno con su propia expresión, reflejo de su personalidad. Pablo VI era introvertido, pero quiso terminar con los símbolos del poder: regaló la “tiara”, el ornamento de las tres coronas, es decir, de los tres poderes papales, para que fuera vendida, subastada, para ayudar a los pobres. “El Papa Sonrisa” era un encanto. Pero sólamente estuvo 33 días con las llaves del Reino. Después,  misteriosamente, murió. No se sabe cómo ni por qué. Apareció luego la nueva figura del primer Papa que procedía del Oriente Eslavo. El primer Papa no-italiano después de casi cinco siglos. La multitud se quedó boquiabierta, pero aplaudió, como siempre. Después llegaron las opiniones divergentes.  

Podríamos repasar todas las páginas de la Historia de la Iglesia Católica, visitar la Basílica de San Pablo Extra Muros en Roma, observar y analizar todos los rostros de los que han ocupado la Sede Romana y tomar notas. Sería una verdadera novela. Pedro fue el Primero, y el único que se llamó así. No hubo ningún Papa que se llamara José. Los ha habido pacifistas, guerreros, diplomáticos, humanistas, mecenas de las artes. Uno, había sido esclavo, por tanto de la más baja extracción social. Otro renunció unos años antes de morir. Se supone que todos han sido espiritualistas y profundamente cristianos. Y así ha sucedido. Los Papas de nuestro siglo XX, los que más conocemos, han sido ejemplares.  Diferentes, pero modélicos. Pero no todo ha sido felicidad. La llaves del Reino son pesadas, no todo se reduce a ser aplaudidos por una abigarrada multitud.  

El Papa al que debemos siempre recordar como referente y modelo de todos, resulta muy simpático y un gran Apóstol de Jesucristo. Se llamaba Simón Bar Yona, el pescador de hombres, al que Jesús cambió el nombre, diciéndole: “Te llamarás Cefas, Piedra, Roca”. No era un intelectual, ni un estudioso de la biblia, ni un  ricachón. Era un trabajador, que se ganaba el pan con el sudor de su frente, y sus pescas nocturnas más o menos fracasadas. No era un luchador valiente el que negó por tres veces, ante la insistencia burlesca de unas mujeres, conocer a Jesús, entonces ya detenido por los romanos.   

Pedro hablaba con cierta ingenua espontaneidad , y se entrometía en los asuntos más complicados, cuando Jesús iba enseñando los fundamentos y los rasgos esenciales de su nuevo camino evangélico. Y por ello tuvo que aguantar las reprimendas más duras del Maestro. Jesús enérgicamente pero con amor llegó a decirle: “Apártate de mí, Satanás...” Pedro lo sentiría sin duda. Sin embargo siguió adelante con Jesús. 

Llegó el día del gran cambio, el día de la puesta en marcha de la conquista del mundo por la Iglesia: Pentecostés. Pedro quedó trasformado. Comenzó a hablar a las multitudes. Con valentía. Con entusiasmo. Había nacido la Iglesia conquistadora. Miles de hombres y mujeres se convertían al nuevo camino. Pedro se puso a viajar. Jerusalén era el centro. Pero Antioquía creció como la ciudad donde se creó el nuevo término, la palabra de “Cristianos”. Pedro se fue hacia la capital del imperio, Roma. Los cristianos allí eran perseguidos. Habló de Jesucristo. Pero la Piedra sintió miedo. Quiso huir, y se puso en marcha por la via Appia. Allí se encontró inesperadamente con Jesús. Y le preguntó nervioso: “¿A dónde vas, Maestro?”. Y Jesús le contestó con  decisión: “Voy a Roma, para ser crucificado”. Pedro comprendió. Y regresó a la ciudad de donde huía. Siguió predicando. Fue detenido, y condenado a muerte de Cruz, como el Hijo de Dios. Y fue sepultado en un cementerio del Vaticano. Sobre su tumba se construyó una capilla, que fue creciendo a través de los 2.000 años, y se convirtió en la bellísima Basílica de San Pedro. Han ido pasando los Papas por ella, predicando a Jesucristo. Varios han muerto mártires. Todos han sufrido. Y es que las llaves que Cristo dio a Simón Bar Yona y a sus sucesores son pesadas. Lo dijo Pablo VI en una audiencia,        el día 14 de julio de 1965: “¡Cómo pesan las llaves de San Pedro!”. También ahora. A pesar de la gloria de Constantino y los emperadores, a pesar de las tiaras desaparecidas, a pesar de las multitudes que aplauden. Y es que la Iglesia sigue las huellas de un Cristo que arrastra una Cruz.