El mensaje de las tumbas

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

Las olas ruidosas llenas de la gran alegría pascual han inundado nuestro mundo. Es como si hubiera pasado el recuerdo de una gran tormenta y un sol radiante, luminoso, espléndido, hubiera regalado su esplendor a todo el universo. JESUCRISTO, tu eres el centro de la Historia, de la que fue, de la que es y de la que será.

Y es que realmente ahora tu mundo, el mundo cristiano, se halla en todos los rincones del planeta. Hay cristianos aquí y allí. En el Norte y en el Sur. En el Este y en el Oeste. Blanco y negro, amarillos, indígenas, nativos, emigrantes, hombres y mujeres, ricos y pobres, trabajadores y capitalistas, en todas partes hay gentes que experimentan la hermosa realidad de ser tus discípulos, Jesucristo.

Hemos recordado tu sepulcro, Jesús de Nazaret, porque te hemos visto muerto, desangrado, pálido, en los brazos de tu Madre, la queridísima Virgen María, y después sepultado en una tumba nueva, en la que nadie había sido sepultado anteriormente. Pero muy pronto, hemos visto a unos seres superiores, a unos ángeles, que te proclamaban Vivo: “NO ESTÁ AQUÍ. RESUCITÓ”. No podías estar, cadáver, en un sepulcro, porque Tú estabas vivo.

Tú eres la Vida, la Vida eterna, la Vida corpórea, la Vida sobrenatural, espiritual, la Vida de los que estamos destinados a una existencia a vivir en familia con Dios tu Padre, y contigo, y con el Espíritu Santo, y con todos los que han tenido fe en Ti, y se han esforzado por vivir tus enseñanzas, tus ejemplos.

Es hermoso todo cuando se habla sobre la Vida, aunque los humanos hemos de experimentar también la realidad de la muerte, hemos de pasar por esa puerta misteriosa, inquietante, angustiosa, imprevisible, pero seguramente abierta para los cristianos, que es la que nos ofrece el camino hacia la felicidad contigo.

El mundo está lleno de tumbas. Todas las ciudades y pueblos del mundo tienen sus cementerios. A veces pienso que todo el cúmulo de arenas y de polvillos que hay por las playas y las calles. Los montes y los valles es lo que queda de tantos cuerpos que se han ido convirtiendo en cenizas por el paso del tiempo. Parece como si nosotros, los que todavía vivimos, los que han vivido y vivirán aquí estuviéramos pisando restos humanos. Es como si la tierra fuera un gigantesco cementerio. 

Todos hemos visitado algún cementerio. Algunos van a ellos para recordar a sus papás, a sus abuelos, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas. Lloran, les llevan ramos de flores, les encienden velones vacilantes Y todos quedan impresionados. Porque las tumbas siempre impresionan, nos hacen sufrir. Pero si fuéramos buenos cristianos, las tumbas nos recordarían que todos, también los que nos precedieron, llegamos a la otra vida con seguridad. Y que, por tanto, todos los que recordamos se han salvado. Y, por si todavía estuvieran necesitando un castigo temporal, rezamos por ellos, para que tu Padre, Dios, los perdone.

Como dice un refrán castellano: “Una flor sobre una tumba se marchita, una lágrima se evapora, una oración la recoge Dios”.

Por desgracia, existen hombres y mujeres también que parecen utilizar la muerte de otros, y aun la propia, para conseguir metas políticas. Han aparecido muy pronto en este planeta que debía ser una mansión de paz para todos, las tristes realidades de las guerras, de los terrorismos, de las venganzas, de las violencias de género, de los ajustes de cuentas. Y así parece como si quisieran llenar las ciudades de cadáveres. Y nosotros vamos viendo en los medios de comunicación social, muy especialmente en las Televisiones, los cuerpos sin alma de hombres jóvenes y viejos, de mujeres embarazadas, de niños que no han cometido ninguna fechoría. Y vemos cómo centenares de hermanos nuestros son sepultados en tumbas improvisadas, en el campo y en las mismas calles. Porque no hay sitio en los cementerios, o los cementerios están muy lejos, y además muy costosos.

Al ver todo esto tan tétrico escuchamos el mensaje de las tumbas. Parece como si ellas fueran clamando el himno por la Paz.

Es verdad que todos nacemos para morir. Sabemos que la vida es como una enfermedad. Sabemos que la transitoriedad de nuestra existencia terrestre se parece al vuelo rápido de un avión supersónico que se dirige hacia el precipicio, hacia la destrucción.

Yo recuerdo haber visto un avión repleto de cadáveres en ataúdes cubiertos por la bandera nacional de su país, que llegaban de los campos de una guerra que nadie quiere, que todos rechazan. Aquel avión parecía una tumba flotante.

Nosotros, los que te amamos, Jesús de Nazaret, no queremos banderas, ni velones, ni flores, ni lágrimas en los ojos que nos quieren. Nuestra tumba algún día estará vacía, porque también nosotros resucitaremos, como resucitaste Tú. Y sobre nuestra tumba se podría poner una inscripción que diga sencillamente, sin ni siquiera recordar nuestro nombre, la siguiente frase: AQUÍ YACE UN HOMBRE O UNA MUJER, QUE AMÓ MUCHO A JESÚS DE NAZARET. Y todos sabemos que nuestra tumba, algún día, podrá dar y dará un mensaje de victoria, como la Tuya, y podría grabarse sobre ella esta sencilla frase: NO ESTÁ AQUÍ. RESUCITÓ COMO JESÚS.