El hombre de corazón

Autor: Ramón Aguiló SJ 

 

Jesús de Nazaret, cada año procuramos vivir tu Fiesta principal, la Fiesta del Sagrado Corazón. Antes tenía un gran esplendor en muchas ciudades del mundo cristiano. Ahora ha quedado en la sombra la alegría de un gran mensaje. Porque el “ser hombre de corazón” es una característica de tu personalidad, un rasgo muy positivo, muy humano, muy hermoso. Hay hombres y mujeres que son como unas máquinas calculadoras. En el caso de Jesucristo no podemos tener ninguna duda. Jesús es un Hombre de Corazón, y podríamos afirmar todavía más: Jesús es el Hombre de gran Corazón. Algo excepcional, único, en la historia.  

Basta leer lentamente las páginas de los Evangelios, de las Cartas, de los Hechos, del Apocalipsis. Rezuman sentimientos humanistas. Se escuchan los latidos de un gran Corazón.  

A Ti, Jesucristo, te gustaba definirte como “El Hijo del Hombre”. Varias veces encontramos estas palabras de contenido profundamente humano en la boca del que era y es el “Hijo de Dios”. Los comentaristas bíblicos interpretan esta definición de diferentes formas, pero todas ellas quieren subrayar la humanización de la Divinidad: El hombre, este hombre, el hombre por antonomasia, el representante de la humanidad... En todo hombre, y más especialmente en el que es la síntesis de lo humano, menos en el pecado, existen unos rasgos característicos que quedan simbolizados por el Corazón. El hombre no es solamente una inteligencia que piensa, ni solo una imaginación que crea, ni solo una voluntad que elige y decide. Es también un ser que siente alegrías y tristezas, fraternidades y solidaridades, compasión, ternuras y afectos. Los seres humanos suelen ser poco solidarios y limpiamente afectuosos, porque suelen estar dominados por el egoísmo, un egoísmo duro, inquebrantable. Jesús no ha sido, ni es así.

Jesús es todo amor. Va por la vida con sus ojos bien abiertos y con sus sentimientos de simpatía en las manos. Ha mirado siempre a los niños y a las niñas con un enorme afecto. Los ha puesto como modelos a las gentes mayores. Los ha llamado para que se colocaran en el centro del grupo. Ha observado sus juegos infantiles. Nunca ha dicho una palabra de menosprecio para los peques. Y cuando los apóstoles querían impedir que los niños molestaran con sus risas y simpatías, Jesús les reprendió, exclamando: “Dejad que los niños se acerquen a Mí, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.  

Los ojos de Jesús se han entristecido y han llorado varias veces durante su vida evangelizadora. Ha llorado por la muerte de un amigo, Lázaro. Ha llorado por la hermosa ciudad de Jerusalén y por el precioso templo de Yahvé, porque los preveía destruidos, arrasados. Pero también Jesús ha expresado sus alegrías de muchas formas. En la figura del Buen Pastor que pierde una oveja, y deja las otras para buscar la que se perdió, y, cuando la encuentra, se la pone sobre sus hombros, feliz de haberla recuperado. Es también la alegría de una mujer que ha perdido una moneda, un Dracma, y “cuando la encuentra convoca a las amigas y vecinas” para celebrarlo. Es la alegría del papá que se felicita y celebra el regreso a casa del hijo pródigo que se fue para gastar su herencia en fiestas y prostitutas. El papá confiado cada día observaba el camino, sin cansarse. Porque se decía y se repetía: “Mi hijo volverá”. Y, cuando volvió, la alegría fue rebosante y hubo un banquete en casa, a pesar de las quejas del hijo fiel y trabajador.  

Jesús se sentía feliz cuando se encontraba con los publicanos y pecadores. Escogió a alguno de ellos para que fuera su Apóstol, Mateo. Se dirigió a aquel que era bajito de estatura y que se había encaramado en un árbol para poderle ver pasar. Y comió con él. Se hospedó en su casa y la llenó de alegría, Tadeo. La amistad de Jesús siempre comunica felicidad. Los fariseos y legistas criticaban a Jesús por la atención y el amor que comunicaba a los despreciados “pecadores” del pueblo.  

Repetidas veces Jesús estalló en exclamaciones de felicidad, ante los Apóstoles. Eran expansiones de su Corazón: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!”. Se refería evidentemente a su Evangelio del Amor. También tuvo un estallido sentimental cuando exclamó: “Yo te bendigo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultados estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños”. El Evangelista había escrito: “En aquel momento se llenó de gozo Jesús...”  

El Dios del que hablabas, Jesús,  es un Dios Padre, Humano, Bondadoso, Comprensivo, Perdonador. No es el Dios de los Ejércitos, ni el Dios de las Batallas, ni el Dios de una Nación.  Es el Dios que está en todas partes, y que conoce lo que necesitamos y al que podemos hablar en la gran Catedral, silenciosa y casera, de nuestra propia habitación. Es el Dios que quiere que hagamos limosna, oremos, ayunemos, pero sin grandes discursos, ni oratorias. Unas pocas palabras, dichas con plena confianza y alegría. “Perfúmate la cabeza y lávate la cara”. Son palabras de ese Poeta optimista al que llamamos el Maestro y al que seguimos sin cansarnos porque nos muestra sencillamente su Corazón inflamado de humanismo y de solidaridad. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”. Nuestro tesoro no es de tierra, ni de metal. Es mucho más valioso, porque está guardado en el más allá, donde no hay  polillas, ni ladrones.  

No es extraño que una larga lista de Santos y Santas hayan hablado y escrito sobre las emociones y las llamadas de este Hombre de Gran Corazón. Desde Bernardo de Claraval, pasando por Angela de Foligno, Juan Eudes, Margarita María de Alacoque, Claudio de la Colombière y otros. Es que, como decía el poeta Manuel Machado: “El venturoso amor, el peregrino / y grande amor no puede ser humano./ ¡El verdadero amor sólo es divino!”.