El brazo incansable

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

El brazo de Francisco Javier está en la Iglesia del “Gesù” en el mismo centro de Roma, cerca de la Piazza Venezia. Es la típica iglesia barroca, dedicada a la glorificación del Nombre de Jesús, el gran ideal de Ignacio de Loyola. En el “Gesù” se levanta el bellísimo mausoleo con los restos del fundador de la Compañía de Jesús. Y enfrente, en la otra parte, el altar de su amigo de París, San Francisco Javier, con un precioso relicario que contiene el brazo del gran Misionero navarro. Este es un brazo incansable. Trabajó, viajando, comunicando el mensaje de Jesús, bautizando a miles de nuevos cristianos. El 15 de Agosto de este año 1999, se cumplieron los 450 años de la llegada de Javier con dos compañeros jesuitas, a las costas del Japón, concretamente a Kangoxima. Le dedicamos un recuerdo con cariño entrañable a ese Javier que fue proclamado Patrono de las Misiones y cuya Fiesta se celebra el  3 de Diciembre, el día de su muerte. Sólo diez años pudo aquel héroe trabajar de misionero en el Oriente.  

Su nombre era Francisco Javier de Jaso y de Azpilcueta. Había nacido el 7 de Abril de 1506 en el castillo de Navarra que lleva su nombre. Quince años después del nacimiento del que iba a ser su gran amigo de estudios universitarios, el vasco Iñigo de Loyola. Javier murió relativamente joven, a los 46 años, cuatro antes de la muerte de Ignacio, cuando, decidido a penetrar en la China continental, se sintió desfallecer y lentamiente cerró los ojos, diciendo frases en diferentes y exóticas lenguas, en la isla de Sancián. En frente estaba la inmensa China, objetivo de Javier. No la podría conquistar.  

La vida de Javier fue eminentemente intensa. Desde su gran castillo navarro, su patio de armas y su aljibe, se fue a estudiar a la Universidad de la Sorbona de París. Y allí, en el colegio de Santa Bárbara, tuvo que compartir su habitación de estudiante, con el vasco de Azpeitia, que ya se llamaba Ignacio de Loyola y con un joven saboyano, que se llamaba Pedro Fabro que en su adolescencia había sido pastor, y más tarde fue el primer sacerdote Jesuita, así como Francisco Javier fue el primer Misionero.  

Loyola no dejaba en paz a Javier. Y le sugería repetidamente aquella pregunta de Jesús: “Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si es con perjuicio de su alma?”. Y es que el joven Javier soñaba en ser un hombre grande y realizar grandes empresas humanas. Las reflexiones de Iñigo le transformaron. Estudió. Amó a Jesucristo y a su Compañía.  

Los tres fueron los primeros de un grupo de siete, que, con Ignacio, fundaron la Compañía de Jesús. Javier fue incansable viajero.  Estuvo en  Venecia  y Roma. Se fue después  a Lisboa para marchar hacia el extremo oriente, como enviado del Papa. Llegó a Goa, donde actualmente se conserva su cuerpo inerte. Predicó en la costa sur de la India, Ceilán, Malaca y Amboino. Conoció a un japonés, samurai, fugado de su patria por problemas de delincuencia,  Yagiro, quien se hizo cristiano y explicó a Javier cómo eran los Japoneses.  

No resulta fácil imaginar las formas de viajar en aquel tiempo de técnicas primitivas y elementales. Muchas veces  sólo quedaba el recurso de las propias piernas, el coche de San Fernando, “un rato a pie y otro andando”. Las naves funcionaban con remos y, si el viento era favorable, con las velas extendidas., y se llamaban “Juncos”. Por tierra, caballos, mulos y otros bichos menos fuertes. A pesar de todo, Javier y sus compañeros viajaron. Se fueron lejos de España, de Lisboa, con la ilusión de dar a conocer a Jesucristo, su mensaje evangélico y a su Iglesia Universal. Eran unos soñadores. No tenían miedo al agotamiento, ni a los bandidos, ni a los corsarios, ni a los pueblos desconocidos que hablaban lenguas retorcidas y enrevesadas, que deberían aprender para comunicarse con las gentes.  

Pero el Misionero tenía una Misión. Y la Misión debía ser realizada. Y en pocos años, la cumplió. A nosotros nos es imposible seguir los pasos y las estelas de los viajes de aquellos apóstoles. No tenían tiempo para permanecer en un lugar, hablar con las autoridades, reunir a grupos de gentes, explicarles el mensaje que traían, cómo debían organizarse, fundar colegios y lo que nosotros ahora llamaríamos parroquias. Cuando Javier se marchaba de un lugar, los que se quedaban sentían la necesidad de su presencia. Debía regresar. Pero las comunicaciones eran difíciles, y las cartas que Javier escribió llegaban lentamente y siempre con retraso.  Las envió también a Europa. Al ya nombrado General de la Compañía, Ignacio de Loyola.  

Una de estas cartas toma la forma de llamamiento misionero a los intelectuales de Europa y de París: “Pluguiera a Dios, que así como estas particularidades de gustos y contentamientos se escriben aquí, así se pudiesen enviar de acá los placeres y consolaciones a las Universidades de Europa, las cuales consolaciones Dios por sola su misericordia nos comunicaba. Bien creo que muchas y doctas personas harían otro fundamento del que hacen para emplear sus grandes talentos en la conversión de las gentes... conociendo la gran disposición que hay en el Japón para se acrecentar en nuestra santa fe, paréceme que muchos letrados darían fin a sus estudios, y canónigos y otros prelados dejarían sus dignidades y prebendas por otra vida más consolada de la que llevan, viniendo a buscar al Japón”.  

En una de sus últimas cartas a Ignacio de Loyola, el gran misionero firmaba así: “Vuestro hijo menor en destierro mayor. Francisco”.   Su brazo levantado ha quedado en el relicario del Gesù, frente al sepulcro de su Maestro, Ignacio.  Un brazo incansable que ha viajado varias veces por el mundo, después de muerto.