Desfile de verano

Autor: Ramón Aguiló SJ

   

Estoy cierto de que cuando paseamos por nuestras calles estamos viviendo sin darnos cuenta una hermosa experiencia humana. Es como un Desfile de Modelos, pero al revés. Nosotros desfilamos. Y los maravillosos modelos de la realidad están a nuestro alrededor. Y lo vemos todo. Van más o menos elegantes, más o menos frescos y frescas. En Verano generalmente muy descuidados. Pero todos se mueven con una enorme bondad. Menos mal.

 

Las multitudes están por ahí. Y no sucede nada malo, nada sangriento. Hablan diferentes lenguas, castellano, alemán, inglés y otros idiomas europeos. Pero se respetan y hasta se quieren. Mientras otros pueblos se odian, y en nombre de los nacionalismos y de las tradiciones, se matan, aquí las gentes de las calles se miran, como si fueran viejos conocidos, amigos de todos los tiempos. Nuestras buenas gentes de las calles, practican la convivencia pacífica, sin saber mucho de las Naciones Unidas, sin conocer los límites de la Comunidad Europea, sin entender lo que significa el Tratado de Maastrich. Estas buenas gentes nos dan una gran lección de civismo, y a los cristianos, una gran muestra de ecumenismo y de la Ley Fundamental de amor. Pertenecen a diferentes iglesias, y sin embargo conviven, colaboran, dialogan.

 

Van de prisa, mirando los escaparates, atentos a todo lo que se mueve, a veces sonríen, generalmente van serios, preocupados por lo que han de comprar, por lo que han de hacer. Pero su preocupación se convierte en una sonrisa, en una palabra atenta, cuando se les pregunta algo, alguna calle, alguna cuestión. Parece como si todos hubieran estudiado en alguna Escuela de Diplomacia, como si todos fueran maestros de buena Educación. Se podrían sentar en una Conferencia Internacional para buscar soluciones a los "graves problemas de la humanidad". Así, sencillamente, sin grandes poses intelectuales.

 

Nuestros pueblos son maravillosos, extraordinarios, pacíficos, honrados. Lo que sacude ese ambiente, esa honorable bondad callejera, es la mala acción de algún botarate, de algún delincuente que se asoma al mundo en los medios de Comunicación, como si fuera el representante nato de toda una nación o una ciudad. Esas minorías manchadas proyectan su color sucio sobre todos los demás, las grandes mayorías de la bondad. Y los inquietan. Y les infunden miedo.

 

Mirándolo todo más en profundidad, esa gente sencilla que trabaja cada día, y cada día se gana el pan que come, está formada por hombres y mujeres diversos, con sus características exclusivas, con su personalidad incomunicable. Cada uno es diferente del otro, aunque todos me parecen iguales, si no los miro bien.

 

El otro día ví a una muchacha que vendía cucuruchos de helado de diferentes gustos. Ella estaba sentada junto a su máquina heladera, haciendo crucigramas. Y aquello me gustó. Y pensé que era una muchacha inteligente y atenta a los temas culturales, porque hace falta estar interesada por la cultura, para buscar las misteriosas palabras de los crucigramas. Yo no sé si podría hacer dos cosas a la vez. Aunque conozco a un señor, mi amigo, que es excepcional: cada día ve unas horas de Televisión, pero al mismo tiempo, fuma en pipa con todo su ritual tan complicado, y al mismo tiempo, lee los diarios y hace los crucigramas de una Revista. Merece estar en el Guiness.

 

Un pooco más allá, ví a un guardia jurado, muy elegante con su uniforme, y muy serio, que llevaba en su mano derecha un intercomunicador, lo que es una vulgaridad. Pero lo extraordinario era que nunca había visto yo un intercomunicador tan bien utilizado: aquel guardia jurado se estaba rascando la cabeza con la antena de aquel aparatito. Así se sentía mejor.

 

También vi a una muchacha muy elegante y estilizada, de unos veinte años, que llevaba en su mano izquierda una bolsita de plástico, llena de albaricoques amarillos. Parecían sabrosos. Porque aquella joven se los iba comiendo, mientras caminaba sola por la calle, en busca de no sé qué. Yo no sabía que los albaricoques fueran tan recomendables para la salud y para conservar la línea.

 

Yo he visto a muchos extraordinarios tipos más caminando por nuestras calles. Hasta a un señor, que parecía un turista del Norte, que entraba a comprar en un Hiper, llevando sólamente un meiba, como si estuviera en la playa. Parecía un hombre de unos sesenta años. Y la verdad, su aspecto, no me parecía el de un atleta olímpico, aunque era alto y grueso. No era una muestra de belleza y de tino, pero me pareció una buena persona que sentía calor.

 

Ahora recuerdo lo que decía un corresponsal de la prensa española que se hallaba en Hungría, o en algún otro pueblo de aquellas partes orientales de Europa, donde había estado durante unas semanas: Qué bien se vive en mi patria... Y yo le creo. Porque aquí veo las caras de los niños rellenas y redondas, y aquellas caras alargadas, tristes, famélicas de los niños y niñas de naciones subsaharianas me parecen un trágico sueño que no puedo olvidar.

 

Los hombres y las mujeres de las Calles me dan una hermosa lección de bondad y de civilización cristiana. Qué bien se vive con ellos y con ellas. Ellos y ellas constituyen la gloriosa mayoría de la humanidad que vota cada día por la paz y la solidaridad. Un aplauso. No saben si se debe devaluar la la moneda, el dólar, el euro, pero se los ganan cada día con esfuerzo. No saben nada de por qué destruyen a Sarajevo, pero ellos quieren vivir en paz. No cambiarían de bando para ganar más dinero, como hizo aquel francotirador de la Ex-Yugoslavia, porque no quieren matar a nadie. Así son ellos y ellas. Esas maravillosas personas de mis calles.