Desde mi ventana

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

Cada mañana, al amanecer, abro la ventana de mi habitación que se halla en un piso alto del edificio. Y al contemplar lo que puedo ver desde aquel mirador, me experimento una gran sensación de alegría. Comienza un nuevo día. Estoy rodeado de montañas que se levantan en el fondo de aquella acuarela. El mar se extiende tranquilo o agitado, en la parte baja del cuadro. Más cerca se ve una carretera repleta de coches en las dos direcciones: unos corren hacia poniente y otros hacia oriente. Más cerca, debajo de mi pintura, se levanta un árbol, que cambia cada día, de color, de movimientos, de espesura. 

Entonces siempre pienso en ti, Jesús de Nazaret. Y te veo en la catedral, en las iglesias, en las ermitas. Y te hablo con mi corazón, y te digo: “Gracias, Jesús, por este nuevo día que me regalas. Díselo a tu Padre, el Creador de todas estas hermosuras. También me acuerdo de tu Madre, María, a la que tanto quiero”. La veo, en imagen todavía iluminada, sobre la montaña que se yergue a mi derecha. El cielo está todavía oscuro. Porque el sol no ha surgido del horizonte, que comienza a pintarse de un colorido dorado, sonrosado.

 

SE SUCEDEN LAS ESTACIONES. He visitado muchos países de este universo tan bello, tan homogéneo en medio de tantas diversidades. En todos he contemplado montañas más o menos altas, mares, océanos, imágenes, carreteras, casas y rascacielos. Y sobre todo, árboles de todos los tamaños, en todas las formas, con hojas verdes o amarillas, secas o florecientes, agitadas o tranquilas según los vientos, las brisas, las calmas. Todos muy parecidos al que cada día veo debajo de mi pequeña ventana. 

Los hombres y las mujeres de todas las edades van cambiando sus sentimientos, cuando cambian las situaciones climáticas durante los años. Algunos hombres se ponen tristes cuando las hojas de los árboles, también de mi árbol, se tiñen de oro y, sacudidas por los vientos agitados, comienzan a caerse de las ramas y a tejer una rumorosa alfombra en las calles y en los jardines de los pueblos y ciudades. 

Yo siempre te recuerdo, Jesús de Nazaret. Porque me gustan todas las estaciones del año. Aunque, en el Otoño, en el Invierno, en la Primavera y en el Verano, las emociones van cambiando de color y de sonido musical. Hay días otoñales o primaverales en que todo parece más hermoso, más interior, más matizado. El invierno nos regala sentimientos y llamados a la actividad. El verano sudoroso nos pide un descanso y una tranquilidad, la búsqueda de una sombra para poder caminar o trabajar sin sudar demasiado. Pero, con abrigo y bufandas, con abanicos o sombras deseadas, es posible recordarte y decirte sencillamente que te queremos porque te has convertido en nuestro hermano y nuestro salvador.

 

LAS GENTES INQUIETAS. Algo he observado en las multitudes. Parece que siempre viven agitadas. Desde mi ventana los veo correr a pie, en bicicleta, en moto, en coches de todos los tamaños, en camiones cargados. Los veo navegar en lanchas, en veleros, en buques de pasajeros, en grandes transatlánticos de cruceros, en barcos de guerra. Los veo volar en centenares de aviones de noche y de día, en avionetas, en autogiros. Los hombres y las mujeres, jóvenes o mayores, trabajan, estudian, se divierten, están sentados en hermosas oficinas, cuentan dineros, manejan los ordenadores, bailan en las discotecas, beben licores, cafés, toman pasteles, eligen el menú del día o piden algo diferente en los restaurantes o en sus propias casas. Los grandes almacenes están siempre llenos. Y muchos de ellos ya tienen varios pisos. 

Las gentes entran, utilizan las escaleras móviles, suben hasta el piso especializado para lo que ellos buscan. Escogen lo que más les agrada. Bajan con las bolsas llenas. Y los bolsillos vacíos de dinero.  Y esto cada día. En todas las estaciones. 

¿Por qué están tan inquietos nuestros compañeros de viaje?. 

En todas las esquinas de la vida hay políticos y pensadores, poetas, escritores, sexólogos y sexólogas, psicólogos y psicólogas, sociólogos y sociólogas, psiquíatras de ambos sexos. Todos ellos disecan, analizan, inventan palabras nuevas y complicadas para intentar describir tu universo y nuestra sociedad nerviosa.  Ellos y ellas proclaman discursos, escriben libros, dan conferencias, prometen, dictaminan, legislan, dogmatizan, profetizan, amenazan, condenan, exigen. Es la grande, inmensa, algarabía de nuestras civilizaciones. Todas ellas ruidosas, oscuras, coloristas, como nuestras discotecas nocturnas. Y las pocas voces que repiten serenamente tu Eterna Verdad quedan ahogadas por el estruendo de esa bandada de cantautores mediocres, de oradores improvisados e improvisadores, como aquellos que unos pocos escuchan en el Hyde Park de Londres. Y tus hermanos así no son más felices, ni están más serenos para meditar tu Verdad, ni se sienten más solidarios con los que les rodean.

 

LA MUERTE ESTÁ AHÍ.  Hay en el aire un terrible hedor de muerte, y muy especialmente, de muerte violenta. 

Tú, en una de tus sorprendentes autodefiniciones, nos dijiste que eres la Vida. Y sin embargo en este mundo se va volviendo insoportable ese hedor de todo lo putrefacto. Nos rodean terribles experiencias de seres humanos que, aun antes de nacer, se encuentran con la muerte. Y siempre hay dirigentes, soldados, asesinos, terroristas, que están preparándose para matar a otros y matan.  

También hay vida. Pero siempre está en peligro. La vida tiene muchos colores: Es un árbol bien plantado con raíces profundas y un tronco fuerte. La vida es también una rosa. Es una trucha que se desliza inquieta por las inquietas aguas del río o es un delfín que salta sobre las olas del mar. Es un niño que llora o que sonríe a su mamá. Es un joven que tiene ilusiones y ama. Es una persona buena que lleva sobre sí y en su conciencia tu gracia divinizadora y que reparte humildemente tu bondad. Todo eso no hace ruido. Es una forma de eclosión o irradiación de algo nuevo en el silencio, tu mensaje practicado, realizado. 

Yo quisiera pedirte, Jesús, que triunfe la vida, que triunfes Tú. Tú eres el único que puedes realizar este milagro. Lo esperamos todos cada mañana. Yo así lo espero, cuando abro la ventana de mi habitación. Pero debo confesarte que, muchos días, por la tarde, me siento sacudido por la sangre de una realidad violenta, que encarna la cultura de la muerte. Y esa cultura debería ser borrada, aniquilada, por la cultura de la vida que Tú comunicas. Concédenos a todos la fuerza real de la Esperanza, que sepamos superar las angustias de lo que agoniza tristemente. Nuestra fe, nuestra iglesia comunitaria, es una llamada para la construcción de lo vital, de lo eterno.

 

YO TE HE VISTO POR AHÍ. (Estos pensamientos me han sugerido una poesía que dice así):

“Yo no sé si es la mañana / o si es una tarde fiera. / Los rugidos de un fantasma / se mueven por las veredas”. /// “Se han volcado las pinturas / de grises en las callejas. / Se han cubierto de amenazas / los vientos y las estrellas”. /// “Y todo está envuelto en humo. / Y todo gime en la tierra./  Y Tú pareces lejano./ Encerrado, tras la verja”. /// “Pero mi alma está brillante / como en un día de fiesta. / Y mi mar es un murmullo / sin oleajes, sin sirenas”. /// “Y esas rosas serán mías. / Y esas rosas son tus huellas. / y Tú estabas por ahí. / Y me hablabas con voz queda”. /// “Y los rayos eran juegos / de colores y de letras. / Y yo escuchaba las voces / de esa coral de poetas”. /// “Porque Tú estabas conmigo / y contigo era un poema / lo que contigo cantaban / los mares y las tormentas”. /// “Yo te he visto por ahí./ ¿Dentro de mí?. Muy de cerca./ Tú pusiste la ternura / en esta tarde de fieras”./// 

Te pedimos, Jesucristo, todos los hermanos cristianos, que pongas unas gotas de ternura, profundamente humana y clamorosamente divina, en los hombres y mujeres, niños y jóvenes y personas mayores, que nos vemos obligados a soportar el triste chillido de los que se empeñan en matar a los que viven. Como si nuestro planeta no fuera un palacio para vivir, sino un hospital para morir o un cementerio para enterrar.

 

MADRE DE LA TERNURA. Una vez tuve una de esas impresiones imprevistas que me dejó una huella dulce en mi espíritu. ¿Qué me sucedió? Pues nada, algo sencillo, una de esas cosas que no pueden pasar a las páginas de los diarios, ni de las revistas, ni a ningún medio de comunicación social. Un compañero mío, siempre muy sencillo, me dijo: “Mira. Tengo aquí un cuadrito que me regaló un señor muy importante, y me puso en él una dedicatoria”. Entonces fui a su casa. Y me enseñó un cuadro pequeño, reproducción de otro muy famoso. Es de estilo bizantino. Reproduce a María, tu Madre, con la figura de ti, Jesús, cuando eras niño, en sus brazos. 

La mirada de aquella imagen de María es algo maravilloso. Tiene unos dulces ojos, que miran con un gran sentimiento de bondad y de tranquilidad. Este cuadro de Wladimir se titula: “Madre de la Ternura”. En la dedicatoria manuscrita se hace constar este pormenor. 

Lo miré durante varios segundos. Y me quedó un profundo recuerdo grabado en mi interior. Fue para mí un mensaje mariano sobre la ternura, esa que debería ser característica de todos los hombres y las mujeres, y que sin embargo, tanto escasea ahora. 

Todos y todas deberíamos superar, vencer, toda forma de agresividad y de violencia. Nos debería más bien agradar la serenidad y unos brochazos de ternura en los ojos y en el corazón. Sé que esto es complicado. Porque no se crea artificialmente. No puede ser algo postizo. Debe surgir, brotar del interior. 

Si pensamos bien de los demás, si los considero mis iguales y mis amigos, entonces mi actitud con ellos será más suave, más agradable, más sonriente. Es decir, más tierna, más cercana, más asequible. Así todos expresaremos, espontáneamente, una ternura que no sea  melosa, ni de palabras rebuscadas, sino que sea la cara, la mirada tranquila de la bondad abierta, vivida, integrada, evangélica. 

Todas las mañanas, cuando abra mi ventana sobre el paisaje bello, tranquilo o agitado, helado o ardiente, nebuloso o transparente, deseo verte a ti, Jesús de Nazaret, sonriendo en brazos de  María, Madre de la Ternura.