Las olimpiadas y Abraham

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

 

¿Hace cuatro mil años o más? No se sabe exactamente. Y nunca se sabrá. Pero es cierto que un hombre con mujeres y criados se puso en marcha entonces. Y comenzó una vida nómada acercándose hacia el Oeste. Aquel hombre se llamaba Abraham. Había nacido en Ur de Caldea, cerca del Golfo Pérsico,  de los Rios Tigris y Eufrates. Lo dejaba todo para fundar unos pueblos, bajo la inspiración de Dios.  

Aquel Abraham de la historia bíblica, aquel Abraham de la leyenda, mitad mito, mitad hombre real, comenzaba así su camino a través de la tierra y de los siglos. Y él no podía imaginarse que cuatro mil años después los hombres iban a recordarle, y levantarían un Templo a su Dios, templo que llevaría su nombre.  

Abraham fue un soñador, fue un pensador, fue un descubridor de nuevos horizontes. Creía en un solo Dios Supremo que se le manifestaba en el silencio del murmullo de las cosas. Porque, como dijo después un profeta, Dios no se manifiesta en el viento, ni en el fuego, ni en el terremoto. Se manifiesta como un susurro, en la paz de las conciencias.  

Aquel Abraham, austero y duro, sabía contemplar el cielo estrellado, las arenas del desierto y de los mares. Y había escuchado la sugerencia de Dios de que su descendencia sería más numerosa que las hermosas estrellas del universo y los volátiles polvos de los desiertos y de las playas. Pero aquel fundador de pueblos no tenía hijos.  

Se llamaba Abram. Pero Dios le cambió el nombre, y le llamó Abraham, un nombre sonoro, enfático y significativo, que se podía traducir como "Padre de alto linaje" y "Padre de multitudes". Su mujer Sara "La Princesa" no se mostraba fecunda. Y así Abraham que creía en Dios, afirmó su esperanza contra toda esperanza. Y ésto fue el origen de su grandeza histórica. Porque tuvo descendencia de Sara, la "Princesa", y tuvo descendencia de otra mujer, Agar. Y así Abraham se convirtió en el tronco macizo de dos grandes pueblos: los Hebreos y los Arabes.  

Por ellos está atravesando la historia. Y aquel soñador del desierto es recordado ahora en la Biblia de los Hebreos y de los Cristianos, en el Corán de los musulmanes, en los ritos de Masones y otros grupos religiosos. Aquel llamado padre de pueblos estuvo a punto de sacrificar a su propio hijo por inspiración de Dios. Y eso ha sido y es recordado en hermosos cuadros y grupos escultóricos que se hallan en pinacotecas, catedrales e iglesias. Rembrant, Andrea del Sarto, Berruguete, Rubens y otros le han pintado.  

Y su cuerpo junto al de Sara se cree sepultado en Hebrón. Murió viejo. Y ahí está el que sin tener hijos, creyó que sería creador de multitudes. Su sangre sigue latiendo en los corazones de millones de hombres, y su fe, recubierta de esperanza, sigue animando la de millones de creyentes.  

Abraham se hizo presente también en nuestros días, hace unos años. En la Villa Olímpica de Barcelona, con motivo de las Olimpíadas, un hermoso templo, grande, moderno, de líneas simples y simples símbolos religiosos, abrió sus puertas para los atletas creyentes, para los creyentes periodistas y visitantes. Y este templo se llama: Abraham. Sus líneas perfectas en forma de pez, sus colores claros, serán una pincelada, un latido de espiritualidad, una llamada, para los cultivadores del Cuerpo humano, que solamente puede dominarse y crecer bajo la fuerza de un espíritu fuerte.  

En ese Templo ecuménico pueden realizar sus ritos y sus cultos todas las Religiones. Todas experimentarán la hermosura de la Fe en un mismo Dios, Padre de todos, y todas aprenderán que la fraternidad interhumana es una consecuencia de esta fe.  

Curiosamente los pueblos hijos de Abraham están en guerra y se destruyen, después de muchos siglos de luchas. Esperamos todos que bajo la inspiración de las Olimpíadas y de las tendencias pacíficas del mundo actual decidan abandonar el camino de las armas, y darse las manos para convivir en la paz.  

Me contaron un pequeño cuento que no llega a chiste. Se estaban peleando, discutiendo, pegándose dos hombres, un judío y un árabe. Se decían de todo. Cada uno se sentía el más importante, el mejor. Vino otro a separarles y, cuando supo por qué peleaban, les dijo: Pero, hombres, si todos somos hijos de un gran Almirante. Los dos le miraban. ¿Quién es ese Almirante? Y les explicó: El Almirante Noé, el que surcó los mares del mundo. Aquellos dos hombres se dieron la mano. Y no volvieron a pelearse más.  

Las Olimpíadas contribuyen a la fraternidad de los pueblos. Ojalá se encuentren todos en el deporte y el atletismo. Y especialmente, los dos hijos del mismo padre: Abraham.