El vasco peregrino y creador

Autor: Ramón Aguiló SJ

 

 

Durante todo el año estamos atentos mirando hacia el país vasco, Euskalerría, Euskady. Porque suceden siempre cosas extraordinarias allí. En el siglo 15 nació cerca de Azpeitia y Azcoitia, en Guipúzcoa, un hombre, que podría ser considerado uno de los geniales del agonizante segundo milenio. Sucedió en Loyola, en un momento histórico de gran transcendencia, el año 1491. Un año antes de que los Reyes Católicos conquistaran la unidad de España, al ocupar la última ciudad árabe: Granada. Un año antes de que Cristóbal Colón, el marino soñador, llegara a descubrir la Américas. Un año antes de que los judíos fueran expulsados de España El mismo año en que nació Enrique VIII, el Rey que iba a fundar la Iglesia Anglicana en el Reino Unido. Cuando Martín Lutero tenía ocho años de edad y se convertiría en  el fraile rebelde que sería excomulgado.  

 El Cristianismo crujía. Y llegaba el hombre, Iñigo de Loyola, que pasó los primeros treinta años de su vida, al servicio de grandes señores, soñando conquistar alguna dama que le hiciera feliz. Iñigo sirvió en Arévalo a un valido de los Reyes, después al Duque de Nájera, Virrey de Navarra. Y en Pamplona tuvo que defender la ciudad frente a la invasión, muy bien organizada, de los franceses, enviados por su Rey Francisco I.  Las escuadras de Francia atravesaron los Pirineos a través de Roncesvalles. Avanzaron. Estaban bien pertrechados: infantería, lanceros y piezas de artillería, en total más de doce mil hombres. Pamplona fue conquistada. Sólo faltaba la ciudadela, el castillo. Un grupo se refugia en aquel lugar que parece más seguro. Pero el asedio se cierra. Y los franceses no se van. Los asediados quieren rendirse, pero Iñigo, que manda allí, no quiere. Lucha y cae. Una bomba  ha estallado cerca de él. Le destroza la pierna derecha y le daña gravemente la izquierda. El castillo es de los franceses. Iñigo ya no puede hacer nada. Tendido en el suelo, recibe las atenciones de los franceses. Y unos días después, tendido en una camilla, Iñigo es llevado a Loyola. Ha sido el primer accidente fortuito: Una bombarda francesa. Le seguirán otros accidentes inesperados, fortuitos.  

En su palacete de Loyola Iñigo sufre las intervenciones chapuceras de los médicos: los huesos de las piernas no se sueldan bien. Y se repiten las operaciones médicas. Dolorosas, pero Iñigo no se queja. Cuando duelen las heridas, aprieta sus puños. Y se calla.  

Han pasado unos días. Iñigo está más tranquilo, pero aburrido. Se quiere distraer. Pide unas novelas, o unos libros de caballería, para entretenerse y recuperar la fantasía y los recuerdos de los palacios de los nobles.  Pero fortuitamente, inesperadamente, nadie encuentra semejantes libros en Loyola, o no se los quieren dar. ¡Otra casualidad!. “Aquí hay una Vida de Jesucristo de El Cartujano –le dice alguien. ¿Te interesa?”. “Y el Flos Sanctorum de Jacobo de Voragine” –añade otro. Iñigo, malhumorado, dice: “Bueno. Traédmelos”. Sin bombarda francesa, no existiría hoy San Ignacio de Loyola ni su Compañía de Jesús. Con novelas y libros de caballería en la casa solariega, tampoco hubiera germinado la santidad de un hombre que sería al mismo tiempo Peregrino de Jesús y Fundador. Aquella lectura le fue transformando. Encontró a Jesús. Fue un encuentro fortuito. Encontró fortuitamente el camino y el ejemplo de la santidad. Una noche, estando despierto, vió a una imagen de María con el Niño Jesús. Y aquello fue su definitiva conversión. Desde entonces no pensó más que en Jesús. Aquel cojo iría a peregrinar por el mundo para seguir los pasos de Jesús. Iría a Tierra Santa para conocer mejor la patria de Jesús, el ambiente en que El vivió, su personalidad, su evangelio, su muerte, su resurrección, su ascensión, la gran maravilla de Pentecostés y la puesta en marcha de la Iglesia Católica por la que Cristo está siempre presente.  

Caminó, cojeando, hacia Aránzazu, hacia Montserrat, hacia Manresa, donde se recluyó en una cueva. Y allí fue experimentando y escribiendo sus Ejercicios Espirituales maravillosa síntesis de su espiritualidad cristocéntrica, evangelizadora, con los que después fue conquistando a los compañeros con los que fundaría la Compañía de Jesús.  

Desde entonces la Vida de Ignacio de Loyola se sintetiza en dos partes: 1ª. El Sueño fantástico de Jerusalén. Estuvo allí poco tiempo. Pensaba hacer penitencia y convertir a los musulmanes. Pero los Franciscanos le echaron con la amenaza de la excomunión.  2ª. La Realidad maravillosa de Roma, sede del Sucesor de San Pedro, en donde fundó y dirigió la que ya era llamada “Compañía de Jesús”.  

No fue muy larga su vida, pero fue muy intensa. Tenía 65 años cuando murió en 1556. Había encontrado a Jesucristo, había estudiado en varias universidades de Europa: Alcalá, Salamanca, París (La Sorbona), había conquistado a varios compañeros universitarios, para fundar con ellos “La Compañía”. Y así lo hizo. Entre ellos, un navarro, Francisco Javier, que se fue al Oriente lejano: la India, el Japón, y murió cerca de las puertas de la China.  

Como es patente, enseguida los Jesuitas se extendieron por el mundo entonces conocido, que se hizo cada vez más grande con la llegada de Cristóbal Colón y sus Compañeros a lo que ahora llamamos LAS AMÉRICAS.  

Pongo otro caso concreto y sencillo: Mallorca es una Isla del Mar Mediterráneo. Pues bien, cinco años después de la muerte de Ignacio, llegó a Mallorca un pequeño grupo de  Jesuitas para fundar el Colegio y la Iglesia de Montesión, que sería,  a causa de un Portero Segoviano, un verdadero Santuario, que daría a conocer a Jesucristo a todas las gentes, muy especialmente a los alumnos de un Colegio. Este Portero se llama ahora San Alonso Rodríguez, y es Patrono de Mallorca.  

Allí , como en todo el mundo, la fiesta de San Ignacio de Loyola, se celebra el 31 de Julio. Ignacio “cojeando, cojeando, llega siempre hasta el final” (Javier en “El Divino Impaciente” de Pemán)