Dios nos invita a amar

Autora: Noris Capín

Sitio Web:  ¡Mujer, levántate!,

Autora del libro: ¡Mujer, levántate!  

 

 

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El amor de Dios nos invita a dar amor. El poder ofrecer y dar amor a otra persona, resulta una obra maestra engendrada en el corazón del hombre y la mujer por Dios. Para que ese amor despliegue dulzura en nosotros, hay que despojarse de muchas imperfecciones internas; defectos que se esconden silenciosos en el pozo oscuro de nuestra alma para alejar a ese sentimiento que abarca por completo la vida de una persona y la transforma.

La deficiencia humana interfiere con el fluir donativo que Dios nos dio, cuando no somos capaces de abrir el corazón al amor como Él desea. Nos predestinamos a vivir una vida sin motivación y profunda tristeza, por el hecho de estar interiormente vacíos, sin la Gracia de Dios, que es fecunda en nosotros.

Dice la Palabra de Dios en 1 Corintios 13:1 “Si hablo las lenguas de los hombres y aun de los angeles, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo discordante”. Mas si somos sinceros al dar amor, nuestra conducta muestra la esencia enriquecedora de Dios, la que está enraizada en el cimiento donde se encuentran y se mezclan todos los dones del Espíritu Santo.

Para que nuestro semblante resplandezca en la entrega del amor a otra persona, se necesita un alma limpia, dispuesta a dar hasta el último suspiro de su ser, y aún mucho más, por el bien íntegro de la persona amada. De manera que el amor oblativo de Dios, se adentra en nosotros, preparándonos a ser parte del amor-ágape y abarcador, haciendo que su permanencia en nuestra vida sea agradable y sustanciosa. Esa esencia divina, así como la misma palabra lo manifiesta, es la que es fértil y crece para siempre en el jardín del corazón del ser humano: “Amor, alegría, paz, paciencia, bondad y amabilidad” (Gálatas 5:22).

Cuando se cumple la verdadera naturaleza del amor, nos damos cuenta de que dejamos de ser nosotros mismos, para emprender un viaje eterno con el ser amado, al estar atentos a las necesidades del otro. Y con un alma rebosante de compasión y afecto, ponemos en marcha las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo, cuyo mensaje se extiende abiertamente en las Santas Escrituras.

Porque el amor de Dios en toda su capacidad de engrandecer al ser humano, proclama ese sentimiento plenario y difunde una llama santificadora e inacabable cuando es sincero. Para que el amor no muera en la oscuridad de nuestra alma –endurecida ya por los pasajes dolorosos de la vida–, Dios nos muestra su corazón nunca traspasado por los clavos, y nos revela el significado de ofrendar nuestro amor con amplitud y humildad, para que su propio dolor al ser crucificado se convierta en vida por obra de su amor.

Dios es el Creador de todo los amores. Él es quien inspira la nobleza y elimina el egoísmo en el ser humano. Dios es el que coloca el amor en el alma, para que la persona amada sea el manantial en donde se reconcilian las aguas turbulentas de la vida, uniéndose en un apacible arroyo, para que juntos se abracen en una cascada de armonía renovadora y eterna.

En Jesucristo, que es el Amor encarnado de Dios, se unen todos los complementos en toda su capacidad emancipadora, y Él nos encomienda amar al prójimo, que es su imagen y semejanza delineada en la persona que tenemos al lado, en los desvalidos y los pobres de la tierra.

El amor es gratuito: se da, se siente y se propaga. No se ejercita para alcanzar otros fines, más que la delicadeza de su propia ingenuidad, para engrandecer y proteger la santidad del alma, que es portadora del bien, por el reflejo de Dios y su misericordia en cada uno de nosotros. Si el amor no reúne esas cualidades antes mencionadas, deja de ser el sentimiento que mueve al Universo y que nos protege de toda iniquidad.

Como lo dice la Palabra de Dios: “Tres cosas hay que son permanentes: la fe, la esperanza y el amor; pero la más importante es el amor” (1 Corintios 13:13). 

Autora del libro ¡Mujer, levántate!
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noris@brisauniversal.com 

Artículo editado para La Voz Católica, periódico de la Arquidiócesis de Miami.

Marzo 2008    www.lavozcatolica.org