Sentirse persona

Autor: María del Carmen Fernández

 

 

Cuando libero los frenos de mi silla de ruedas y salgo de casa, acompañada de una amiga,  para realizar un trámite o alguna compra particular, suelo sentir que ciertas personas me ignoran o se confunden.

Me gusta mirar las vidrieras antes de ingresar a un local porque me atrae la creatividad del ser humano y me sorprende su capacidad de renovación constante. Siempre me tomo mi tiempo y desde fuera, noto que el vendedor me observa con cara de hombre serio. Lo miro, dudo y me pregunto qué estará pensando. Cuando  al ingresar al  negocio, saludo con mis “buenos días” se me responde cordialmente pero mirando a mi acompañante, e invariablemente se le pregunta a ella que desea, como si yo fuera llevada de “ adorno”.

Recuerdo que en una oportunidad, necesitaba ir a un negocio de  electricidad que está sobre una avenida importante en la zona de capital donde vivo. La joven que me acompañaba  abrió una de las dos hojas de la puerta para que pudiéramos entrar al lugar. No había terminado de realizar esta acción cuando la dueña del local, salió del mostrador y reteniendo la puerta, casi cortándome el paso, me preguntó secamente que deseaba.  No entendí bien su actitud pero me di cuenta que le estorbaba mi presencia. Algo le irritaba. Entonces, con una sonrisa le contesté: “vengo a comprar...” y ella amablemente se disculpó diciéndome que estaba cansada de los que vienen a  pedir.

En ambos casos existe una desvalorización hacia mi persona y por derivación hacia la discapacidad de la persona con movilidad reducida. Parecería que hay un prejuicio ante nuestra imagen, como si fuésemos algo contagioso u horroroso. Quizás no piensan que en un instante, haya más posibilidad de que una  persona que está físicamente bien deje de caminar a que yo vuelva a hacerlo.

 Por otro lado, se nota la falta de comprensión para entender que una silla de ruedas no es más que un par de zapatos distinto con el cual la persona con discapacidad se desplaza de una forma diferente y que esto no la anula como ser humano. Me parece que esta situación tampoco debe originar compasión porque sé de muchas personas que pueden utilizar sus dos piernas y sin embargo sus sufrimientos no les permiten caminar por la vida sin ese dolor, que no se ve o está  disfrazado.

En tanto, gracias a Dios, no todos los que estamos en silla de ruedas preferimos pedir en vez de trabajar. Creo que de nuestra parte la elección es personal. La carencia de  proyectos nos puede hacer nadar en aguas estancadas. Si elegimos el camino con menos esfuerzos puede ser más fácil  pero a la larga, termina destruyendo los valores que tenemos. Logrando que nuestras vidas sean manejadas por los otros. Desde elegir nuestra ropa a decirnos siempre lo que debemos hacer.

Reconozco que algunos fuimos sobreprotegidos y muchas veces, nos cuesta tomar decisiones y asumirlas, sin tener la  sensación de que producimos lástima. Pero en este tiempo de la cibernética si estás “tildado” hay que hacer un “clic” para cambiar de programa como de modo de vida. Sentir que aún estando en silla de ruedas somos personas con criterio propio.  Hay responsabilidades que nosotros podemos asumir y que no debemos dejar que otros nos suplanten. Podemos ayudar a mejorar nuestra ciudad en cuanto y en tanto asistamos a lugares públicos: negocios, bancos, oficinas,  demostrando que sus instalaciones son adecuadas o no para nosotros. Si no podemos entrar por las barreras arquitectónicas, tenemos que hacerlo saber al lugar que corresponda. Entonces si, la sociedad se habrá acostumbrado a vernos con una mirada positiva, descubriendo que seguimos siendo personas comunes que pueden elegir,  deambulando  “sobre ruedas”.