La casa de Dios y de todos

Autor: María del Carmen Fernández

 

 

Un templo hecho de ladrillos y cemento.  La puerta  abierta incita a entrar. Una campana suena llamando a misa, y el recuerdo de mi niñez que siempre vuelve. 

De pequeña deseaba conocer una iglesia por dentro. Cuando el avance de mi enfermedad se apaciguó, tuve la enorme alegría de poder hacerlo y poco a  poco la casa de Dios llegó a ser como mi  segundo hogar. Sentí el amor de una comunidad activa, desde el sacerdote que la guiaba hasta el maravilloso grupo apostólico que me invitaron a integrar.

Fue la primera vez que salí a la calle con amigos. Aún desconocía las barreras arquitectónicas con  las que me podía encontrar, porque entre mis nuevos compañeros no notaba el inconveniente de los escalones y escaleras ya que sólo bastaba cumplir el deseo sin medir los esfuerzos.

Nuestro querido P. Florencio Perelló, agustino recoleto, durante mucho tiempo me había llevado la comunión a mi casa. Él tenía muy presente mi soledad y deseaba que participara de un grupo en la comunidad parroquial. Gracias a su esfuerzo y al mío logré integrarme, y al poco tiempo todos me conocían y yo a ellos.

Queriendo servir en otra actividad estudié y me dediqué a dar catequesis con  un grupo de diez niños. El primer año lo hice en casa pero luego vimos lo importante que era ir a la parroquia. Mis alumnos aprendieron  a manejar mi silla de ruedas. Tanto a ellos como a mi  nos costaba mucho levantarnos temprano para asistir a la misa dominical pero la alegría del encuentro valía el esfuerzo.

Hoy tengo la sensación de que mi experiencia me permite ver las cosas desde otro lado, pensando en la gente con discapacidad y en su necesidad de conectarse con los demás y sobre todo con Dios. Por eso mi reflexión también incluye la preocupación de facilitar esos acercamientos. Entiendo que empezar por poner rampas en la entrada de los templos puede ser  un buen comienzo para muchas personas que como yo quieren acercarse a Dios.

Actualmente  existen muchas personas con discapacidad que no están enfermas; (aunque se tenga una  imagen errónea de que todo aquél que está en silla de ruedas lo está) Y, cuando se presenta el deseo de querer ir a misa, aparece el obstáculo de los escalones. Nos tienen que ayudar a subir cortándonos la independencia de nuestra movilidad que ya es reducida.

Cuando veo una hermosa rampa hecha a la entrada de una iglesia, sea de costado o de frente, siento como si Jesús me dijera: “Ven, estoy aquí, te amo y te estoy esperando” e irresistiblemente me vienen deseos de entrar. Porque en los hechos noto el amor cristiano de un párroco y de una comunidad que me demuestran  que soy parte de esa familia. Desechando los obstáculos físicos para atraerme hacia la casa de Dios donde nadie debe faltar.

Sin embargo, nuestra presencia, la de la persona con discapacidad que deambulan en silla de ruedas como yo, se ve muy pocos en los templos. Si pensáramos en lo que nos dice el evangelio nos encontraríamos que la realidad contradice aquello de ser los preferidos del Señor. Creo que no nos eligió para sufrir demostrándonos cuanto nos amaba, como nos solían decir antiguamente de una forma resignada.  Sé, que se sentiría gozoso de ver que estamos incluidos en la comunidad activa de su propia casa.

Mis palabras de hoy quisiera que fuesen un llamado de atención a todos los párrocos, que andan muy ocupados trabajando en las tareas de la Iglesia de Cristo. Yo desearía que por un sólo día se pongan en una silla de ruedas e intenten entrar y salir del  templo todas las veces que necesiten para cumplir con sus deberes. Les aseguro que no les será nada fácil.

Creo que de tanto vernos pasar a distancia se acostumbraron a mirarnos desde la vereda de enfrente. Y podrán excusarse diciendo que no hay dinero, que la iglesia pierde su estética antigua y colonial, pero imagino yo que les es muy difícil comprender el grito interior que callamos si no se ponen de la misma vereda del que desea visitar al Amigo que lo está esperando siempre.

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