Cubiertos rebeldes
Autor: María del Carmen Fernández

 

 

Desde muy temprano, acostada en mi cama comencé a programar mentalmente las cosas que haría durante el día. En cuanto abrí los ojos mis pensamientos corretearon libremente como niños descalzos en el césped. Mientras pensaba en las tareas que me esperaban, me vinieron ganas de preparar el desayuno, si es que eso fuera posible para mí; prepararía un  sabroso café con leche, con ese olor a pan tostado que me trae recuerdos intensos de mi madre que entre sus cinco hijos cuidaba esmeradamente de su “nena”. Es mi mayor placer ese encuentro cargado de afecto muy íntimo a cara lavada compartirlo con personas que están especialmente ligadas a mi vida. Son muy pocos los amigos que han disfrutado mi mesa de esta forma pero es la manera que tengo de demostrarles cuanto los quiero.

Comenzaba otro día. Tengo claro lo que no puedo hacer y no voy a sufrir tontamente por eso. Entonces, luego de despertarme, pienso, proyecto felizmente mis cosas y va llegando la hora en que mi asistente me levanta de la cama. Y cuando ya estuve sobre mi silla de ruedas, que para mí es lo mismo que ponerme los zapatos, me puse en acción. Parecerá una estupidez pero estar en la cama me hace sentir invalidada porque no puedo moverme para ningún lado en el departamento.

Logré realizar todos los trámites que me había propuesto. Tenía mis cosas en orden, hasta el almuerzo servido bien caliente en la mesa. Lo más complicado parecía ya resuelto, pero sin embargo suele ocurrir que cuando quedo sola surge algún inconveniente. Tenía a mano todo lo necesario como para comenzar a comer: la botella de agua, el vaso, la fruta elegida, la servilleta, el plato y los cubiertos adecuados. Pero justo en el momento en el que me disponía a utilizar el tenedor, se me resbaló de la mano cayéndose al suelo. Para muchos es una tontería, lo sé bien, pero para mí es una lucha en la que tengo que poner toda mi fuerza física si quiero levantarlo.  Sé que puedo dejarlo en el suelo hasta que venga alguien y lo levante o ir a buscar otro a la cocina que también me lleva otro esfuerzo, pero de cualquier manera la comida siempre termina enfriándose.

Y como había decidido que quería comer prolijamente, tomé una pinza que uso para extenderme hasta donde no alcanzo con mis brazos e intenté levantarlo. Pero los metales resbalan entre sí y volvió a caerse una y otra vez. Ahí me puse caprichosa y comencé a decirle todo lo que se me ocurrió porque en realidad estaba esforzando mi columna de manera peligrosa. Y el muy descarado siguió planeando y terminó una vez más en el suelo. Pero si el se puso caprichoso, no será más que yo, pensé. Insistí hasta que al final conseguí subirlo. Sentí el gozo de quien  logra vencer en una causa justa. Aunque después tuve que volver a calentar mi sabrosa comida.   

Estas “rencillas” hogareñas me suceden a menudo. Parecería que los útiles de cocina de repente quieren jugar conmigo. Cuando no son los cubiertos se ponen de turno los platos. Luego de lavarlos en la pileta del baño, que es la única que está puesta a mi altura, quiero guardarlos en la alacena, y para eso tengo que hacer un poco de equilibrio hasta llegar al estante. Los sostengo con la ayuda de un palito y trato de colocarlos en su lugar, pero a veces se resbalan y caen al suelo convirtiéndose en peligrosos trozos. Porque la pérdida no me preocupa, lo que me alarma es no saber a dónde fueron a parar esos pedazos que pueden pinchar los neumáticos de  mi silla. Entonces agudizo mis oídos y comienzo a salir del lugar despacio, girando y tratando de guiar mi dirección a partir del rechinar de las gomas en el piso. Termino ganando la batalla aunque deje las señales diseminadas  en el suelo.

Al fin y al cabo, después de esta experiencia descubrí que pude manejar las rebeldías de los objetos que me acompañan usando mi tenacidad y hurgando en mí la inteligencia, y poniendo a ambas al servicio de mi escasa fuerza física.