Amigos de oro

Autor: María del Carmen Fernández

 

 

Cuando uno habla de los afectos muy arraigados al corazón siempre aparece la palabra amigo por añadidura. Reconozco que mi vida se ha enriquecido con una constante marea de ellos. Aunque no siempre fue así.

Yo no recuerdo haber tenido amiguitos de niña. Es como si el sufrimiento de mi enfermedad hubiera bloqueado mi mente a partir de los cuatro años. Y en vez de niños con quien jugar pasé a tener fiebre alta, reposo y dolores. La carencia del afecto de ellos lo suplió mi madre, mis hermanos, o aquél viejo abuelo que cumpliendo mis deseos me regaló la muñeca de porcelana que caminaba. Sólo anida en mí la ternura de un cachorrito quien brincaba hasta mis faldas y nos llenábamos de mimos en esas tardes que pasaba sola. 

En realidad, tengo un vago recuerdo de una amiga que tuve a los doce años, la cual vivía frente a mi casa. Pero es como si se me hubiera borrado del corazón.

 Después de haber compartido ya casi dos años de amistad de repente dejó de visitarme. Sólo volvió para decirme que  ya no vendría más porque su madre no quería que se atase a una paralítica. Entonces todo quedó reducido a un simple saludo que pronunciábamos cada una desde su vereda.

Fue en ese momento de mi vida cuando mamá empezó a llevarme con ella a la casa de sus amigas cuando iba de visita, y ya no tuve amigas propias por mucho tiempo. Alguna vez me llevaba al cine de barrio y ya no tuve amigas mías por mucho tiempo.

Pero la mirada de Dios seguía sobre mí y una tarde el sacerdote de mi parroquia vino a casa con tres jóvenes de mi edad. Estuvieron un ratito pero desde ese entonces supe lo que eran los amigos. Junto a ellos sentí lo que era la alegría, el entusiasmo, y ya nada me detendría. No venían a visitarme por lástima ni por obligación sino para compartir nuestras inquietudes. Yo pasé a ser tan importante para ellos como ellos para mí.

Con los amigos fue que aprendí lo que se sentía al estar sentada en el pasto, o balancearme en una hamaca. Paseábamos los domingos por la tarde en tren, otras veces íbamos al cine. Fue una gran alegría poder participar de convivencias lejos del entorno familiar, y sentirme atendida por otras personas que no eran mi mamá. Las plazas y los andenes fueron lugares de largas y profundas confidencias. Para nosotros era lo mismo un día de lluvia que un día de sol.  Nunca voy a olvidar al amigo que me demostró que con su fuerza y mis ganas podía desarmar mi miedo para zambullirme en el mar, y floté sostenida en sus brazos.

Estas sensaciones son reflejos de todo lo hermoso que descubrí con los amigos, los mismos que siguen a mi lado. Yo siento que me aman, que me  sostienen cuando se me hace duro el camino, que me acompañan en mis proyectos, y hasta hay momentos en que me sorprenden provocándome risa. Recuerdo que muchos de ellos cuando me conocieron no se dieron cuenta que estaba discapacitada, quizá es porque siempre charlamos de igual a igual. Recién cuando oyen hablar de otros discapacitados caen en la cuenta que ellos también tienen una amiga con esa realidad.

          También conozco el dolor que provoca la pérdida de un amigo, que aunque ya no está pero ha dejado un surco profundo al pasar a mi lado. Hoy tengo amigos de todas las edades. Crecí en la amistad sin engaños, con verdades que a veces dolieron pero que nos  permitieron mirarnos de frente. Celebro el tener amigos de oro puro y porque los amo, les abro mi corazón para que entren y se queden para siempre.