Ganas de vivir

Violencia en los jóvenes: educar en valores
Autor:  Padre Marcelino de Andrés, L.C y Juan Pablo Ledesma, L. C.

      

Cuando no hace mucho escuchamos la terrible noticia de la masacre perpetrada por dos estudiantes en una escuela de Littleton, localidad cercana a Denver (Colorado), creo que a todos se nos cortó la respiración por unos instantes. Como si se nos hubiese caído encima la losa de la cultura y ambiente social que hemos venido construyendo en las últimas décadas.

Es escalofriante el sólo hecho de recordar lo ocurrido. Víctimas inocentes, terror, explosiones, disparos, histeria, niveles de odio y crueldad imposibles de explicar. Parecería la descripción de la barbarie que palpita ahora en los Balcanes. Pero no. Se trató de otro colegio público en los Estados Unidos, convertido en verdadera zona de guerra.

El que dos violentos adolescentes protagonizasen esta “misión suicida” que ha dejado un reguero de sangre y la mayor matanza estudiantil en la historia de los Estados unidos, es desde luego alarmante. Pero en mí, además de activar una alarma, ha encendido también una hoguera de incertidumbres y temores inquietantes.

Porque, aunque ha sido el de mayor en magnitud, no ha sido, ni mucho menos, un acontecimiento aislado. Ni en los Estados Unidos, ni en el resto del mundo civilizado. No es el caso de evocar aquí un racimo de sucesos parecidos. Basta repasar la prensa internacional en los últimos meses para darse perfecta cuenta de que abundan. Estamos presenciando un despuntar de comportamientos violentos en las actuales generaciones de adolescentes que nada tienen de buen auspicio.

Y esos brotes de barbarie y brutalidad no nacen por generación espontánea. Surgen porque se han sembrado las semillas que los producen y se han abonado con las sustancias que los hacen crecer. Aquí también rige aquello de que a tal semilla, tal árbol; y a tal árbol, tales frutos.

Cuando nuestros niños y adolescentes reciben diariamente de los medios de comunicación toneladas de violencia y agresividad, no es de extrañar que eso llegue a calarles en su modo de ser y comportarse. Y con más razón si como contrapeso no reciben ni en casa, ni en la escuela, ni en ningún otro sitio un baño saludable de valores humanos y éticos que les desinfecte y desintoxique de todo lo anterior.

Parece que únicamente ante un acontecimiento como el de Denver sólo algunos abren los ojos y despiertan a la realidad de lo que está alimentando y conformando algunos comportamientos y actitudes de nuestras generaciones juveniles actuales. Ojalá que este sobresalto en nuestro sueño no nos deje, con el paso de unos días más, igual que antes; y volvamos a dormirnos tranquilos o a taparnos los ojos ante una realidad que debería mordernos por dentro y de la que quizá somos en gran parte responsables los mayores.

Desde hace años que va siendo hora de que reaccionemos ante estos síntomas preocupantes. Cada uno dentro de sus posibilidades y del ámbito en el que se desarrolla su vida debe velar y responsabilizarse por el porvenir humanamente digno de su propia familia, sociedad o nación. Y el mejor modo de hacerlo, como el mismo Juan Pablo II lo expresaba en un telegrama enviado al arzobispo de Denver, es que la sociedad en su conjunto reaccione ante este último acto de violencia entre la juventud, comprometiéndose en la promoción y transmisión de la visión moral y de los valores; los únicos que pueden asegurar el respeto a la inviolable dignidad de la vida humana.

Ese es el camino y la solución. Asegurar para nuestros niños y adolescentes una formación y educación asentada en los valores verdaderamente humanos y cristianos. Sembrar en sus almas esas buenas semillas y abonarlas debidamente para que produzcan buenos frutos en el presente y el porvenir. ¡Qué gran responsabilidad sobre todo para los padres de familia, de quienes depende en gran parte el moldear a sus hijos durante los años más decisivos de su vida!