Ganas de vivir

Jardines vestidos de primavera

Autor:  Padre Marcelino de Andrés, L.C y Juan Pablo Ledesma

      

Acabo de leer algo terrible. Fue escrito, en tono profético, hace un poco más de dos décadas, pero la correspondencia con la realidad actual me ha dejado de piedra. El texto es duro y dice así: “desarticulada la familia, apagad los hogares, y sembraréis el mundo de salvajes... Sobre las ruinas de nuestros hogares no podrá crecer más que la selva... Y la selva sólo se puebla de fieras.”

La cosa lleva cola... Y lo tremendo es que si uno lo considera seriamente y se asoma al mundo, tiende a pensar que esa profecía se está cumpliendo. Porque allí donde la familia ha sido atacada y destruida, ¿no es verdad que el panorama se muestra medio selvático? Y, ¿no es acaso la ley de la selva la del egoísmo y el instinto? ¿No es la ley del más fuerte, del más rico, del más hábil (o ¿tramposo?) la que hoy vige en tantas partes? Quizás por eso ya no se nos hace tan exagerado aquel adagio latino: “el hombre es para el hombre un lobo”.

La familia, la verdadera familia (una madre, un padre e hijos si Dios los da y los padres no los evitan o los matan) es el lugar donde el hombre se forja de verdad hombre. Donde recibe su temple gracias a esa llama acrisoladora del amor que arde siempre constante en todo auténtico hogar.

Todos nacemos para ser amados y para amar; es decir nacemos para el amor y para el sacrificio de la donación. Y no hay escuela más sublime para aprender el amor y el sacrificio que la familia.

Las experiencias tristes hechas hasta ahora de incubar seres humanos fuera de la familia, han dado resultados desastrosos. El estado o el gobierno podrán creerse omnipotentes. Por medio de sus estructuras, de su dinero, de sus funcionarios dirán que lo pueden todo... Pero nunca lograrán amar como ama una madre; sacrificarse como se sacrifica un padre de familia por amor a sus hijos. Y eso se nota en los niños que crecen fuera del núcleo familiar, se les nota en los ojos, ventanas de su corazón. Quizá no sabrán lo que es recibir y dar amor. Porque habrán visto a muy pocos, tal vez a nadie, que se haya sacrificado por amor a ellos. Y de alguien que nunca ha recibido amor y que no ha aprendido a amar, ¿qué se puede esperar...?

Yo tengo la gracia, la alegría, el honor y hasta el orgullo de haber nacido y vivido en una verdadera familia; y además, numerosa. Mi madre, mi padre y mis siete hermanos: cuatro hombres y tres mujeres. Para los tiempos que corren algo casi inaudito en muchos países. Y puedo confesar con toda sinceridad que en ella aprendí lo más grandioso que puede aprender y experimentar un hombre: lo que es y significa ser amado y amar.

Conozco muchas familias así. Hogares donde el fuego del amor está siempre encendido aún a costa de no pocos sacrificios por parte de aquellos que lo mantienen vivo. Familias que son como claros bien cultivados en medio de la selva. Verdaderos jardines vestidos de primavera, donde florecen preciosas las virtudes. Y de entre ellas la más excelsa, el amor; que crece siempre en compañía de otras muchas que despuntan a su lado.
De ese talante es una familia que hizo noticia hace unos meses. Me refiero a la de Fernando, el niño español de 13 años que murió en Irlanda del Norte a causa de un atentado del IRA el agosto pasado. Es quizá en momentos como ese, de dolor y de tragedia, donde se ponen de verdad a prueba el valor de una familia y la resistencia de los fundamentos sobre los que está construida. Pues bien, la familia de ese muchacho superó la prueba y con matrícula de honor...

Poco después del dramático suceso, entrevistaron a sus papás e hicieron pública la entrevista. Creo que bastará reproducir aquí una sola de sus respuestas para darnos cuenta de la estatura humana y cristiana de esa familia que, además, es numerosa, de seis hijos: cinco en la tierra y uno en el cielo.

Ante la pregunta ¿qué valores intentan inculcarles a sus hijos? Esta fue la respuesta de la madre: “Que Dios se convierta en el centro de nuestras vidas. En nuestra sociedad es muy difícil, porque es consumista y hedonista, pero nos gustaría que sus valores fueran el amor a Dios y a los demás, el respeto al prójimo, y que todos aprendieran a trabajar sus talentos personales para ponerlos a disposición de los que están a su alrededor. Queremos que nos vean a los padres como una fuente de apoyo y ayuda constante. Nuestro deseo es que el día de mañana sean unos hombres hechos y derechos, y que no se preocupen únicamente por subir y ganar dinero, sino que su principal preocupación sea la de hacer bien todas las cosas de su vida.”

Y el padre contestó: “a nuestro hijo Fernando habíamos intentado darle la mejor formación posible, y el Padre lo ha llamado a su lado siendo muy joven. Yo considero que he cumplido con mis obligaciones de padre, porque creo que él estaba preparado para irse con Dios en cualquier momento. Me gustaría poder cumplir igual de bien con todos mis otros hijos.”

¡Qué maravilla! Nuestro mundo necesita muchas, pero muchas familias de estas. Hogares donde se viva y se inculque por encima de todo el amor a Dios y a los demás, el respeto del prójimo, y la donación de sí mismo para el provecho de todos. Familias donde se respire puro el amor mutuo y donde a los padres se les tenga como apoyos cercanos y constantes. Hogares donde se logre que los hijos estén preparados para encontrarse con Dios en cualquier momento.

¿Se puede esperar algo más sublime de una familia?