La fe y el cariño

Autor: Mamerto Menapace osb, Fieles a la Vida. Editora Patria Grande; Buenos Aires

(autorizada la reproducción por la Editora Patria Grande)

 

           

Después que los ángeles volvieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: "Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado". Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores (Lucas 2, 15-18).

Porque se había empecinado en quererlos. Desde tiempo y de muy diversas maneras les había venido hablando. ¡Si les habrá mandado amigos a que fueran a llevarles sus promesas y sus propuestas!

La verdad que a muchos de ellos los habían recibido más o menos, nomás. A unos cuantos habían llegado hasta a maltratarlos.

Y Él, sin embargo los había dejado acampar en sus tierras. Les había dado carne, galleta, ropas. Si hasta para los vicios los había provisto. Siempre dispuesto a defenderlos; había sabido también aguantarlos con paciencia en sus estropicios y en sus ingratitudes.

Decididamente el Señor le había tomado cariño a esa tribu de nómades. Sabían contar los viejos junto a los fogones, que aquella tribu no era de esos pagos. Que años atrás había sabido pasar por una situación muy difícil. Que había sido muy mal considerada por el gobierno de aquel entonces, que los había maltratado duro. La autoridad abusaba de ellos, y había llegado hasta a hacerles la vida casi imposible. Y que el Patrón había ido en persona a sacarlos de allí y los había traído para instalarlos en sus campos. Y que desde entonces no había tenido otro interés que el de mostrarles afecto y buscar de ganárselos como amigos. ¡Qué digo, amigos! Como a hijos parecía querer tratarlos.

Pero todo había sido al ñudo. Gente porfiada, no habían querido dejar sus costumbres ni sus vicios. Ni habían sabido mostrarse agradecidos, ni reconocer al que tantos beneficios les venía haciendo. Parecía que sólo se acordaba de Él cuando la necesidad o el peligro se les venía encima.

Resulta que el Señor este tenía un hijo. Un hijito único. Su imagen en pinta. De todo lo que tenía: ¡Lo más querido! Bondadoso como era: ¿qué no iría a hacer por su retoño, hijo de su propia sangre? Por Él había alambrado leguas y leguas de campo; las había poblado de buena hacienda; potreros de pastura fina y con aguadas; montes de eucaliptos y alambradas nuevas. Todo lo había hecho por Él y para Él. Y se puede decir que nada había sido hecho son Él, de todo lo que había hecho.

¡Quién lo hubiera dicho! Jamás a nadie se le hubiera ocurrido que su amor por aquella gente hubiera podido llegar a tanto.

Porque una noche; en una de esas noches eternas, Él decidió llegarse hasta sus toldos, hasta los toldos de esa tribu, para dejarles a su hijito. Para que viviera con ellos, para que fuera uno más entre ellos, hablando su lengua, teniendo sus costumbres, sus gustos. Llevando su vida.

El hijito de su alma, sin dejar de llevar en sus venas la sangre de Él, llevaría en su vida la vida de ellos.

Era la forma suprema de mostrarles su amor. Desde ese momento: ¿qué podría negarles a aquellos a quienes no había negado ni siquiera su propio hijo?

Tal vez más de uno piense que fue una barbaridad lo que aquel Señor hizo. Pero quizá Él tuviera sus motivos. Pienso que entre otros tuvo estos dos:
-Una gran fe en la sangre de su hijo, que a la larga haría fermentar esa masa en la que Él ahora la introducía.
-Y además, un cariño muy grande por esa gente.