Ante la degradación de la institución familiar

Autor: Luis Fernando Pérez




Sin duda estamos ante una degradación del sistema familiar que ha constituido el fundamento de la sociedad cristiana. Muchos consideran el matrimonio como un medio de satisfacer sus propias necesidades personales, siendo el cónyuge el instrumento para el placer personal mucho más que la persona a la que hay que amar y entregarse por completo. De hecho, muchas veces el amor hacia el cónyuge es una especie de préstamo del que se espera obtener lo que se ha dado más los intereses. Por eso, cuando algo falla en ese intercambio comercial de sentimientos, el "fracaso matrimonial" o divorcio es la solución más "fácil" o socorrida.
El sistema político del liberalismo capitalista salvaje está impregnando todos los ámbitos de la vida. Yo te amo si tú me amas y me das a cambio más de lo que yo te doy. Y si "lo nuestro" no funciona, nos separamos y buscamos a otra persona para fundar otra empresa de "sentimientos". Se trafica con sentimientos y los hijos que nacen de ese tipo de matrimonios están condenados a ser los nuevos esclavos del amor interesado de sus padres. De hecho, cuando el matrimonio se destruye, esos niños se convierten en moneda de cambio, siendo llevados de acá para allá para satisfacer las necesidades "sentimentales" de sus padres.
La reacción del cristianismo ante este problema se presenta muy complicada, porque, no hay que olvidarlo, este sistema ha nacido dentro de una sociedad que se presumía cristiana. Es decir, este liberalismo-capitalista de las emociones es el resultado de las sociedades occidentales donde se supone que el elemento cristiano era parte esencial de su naturaleza. Probablemente hemos heredado los errores de esa concepción cristiana por la que el creyente ha de ser "bendecido" con la prosperidad económica, que es la que en el fondo ha acabado por convertirse en el objetivo máximo de los ciudadanos de nuestra sociedad. Al convertir la vida cristiana en una fábrica de prosperidad material, se ha caído en la tentación materialista y hedonista que acaba por dejar la propia fe en un plano relegado y que sirve sólo para sacarnos de las situaciones apuradas, es decir, que sirve sólo como otra moneda de cambio.
¿Cómo revertir todo esto?
Pues con el espíritu ético y moral que se desprende del evangelio de Cristo. Necesitamos concienciarnos que estamos en minoría y que nuestra sociedad necesita con urgencia una inyección de verdadero cristianismo antes de que nos convirtamos de nuevo en una copia barata de la sociedad existente en tiempos del imperio romano. Nos jugamos mucho en este envite como para andar buscando posibles justificaciones bíblicas a los pecados de nuestra sociedad. Por tanto, y en el ámbito del matrimonio, debemos ser todo lo tajante posible a la hora de predicar su indisolubilidad y su valor como elemento básico de nuestra sociedad.
Iremos contra corriente, pero mejor luchar contra el pecado que acomodarnos a vivir en medio de él.