Paralelismo entre la Roma Imperial y el mundo de hoy

Autora: Lucrecia Roper 



El mundo romano del siglo I ofrece la impresión de majestad, de orden y de poderío, que se desprende de su magnífico sistema político; pero también encontramos una incesante y progresiva ruina de la humanidad.

Roma era el símbolo de todo el Imperio: pero si alguien levantaba la máscara de aquella paz augusta, pronto veía que esa serenidad encubría un gran desorden, y una gran sed por saber qué hacían los hombres sobre la tierra y cómo vivir en un mundo que carecía de todo ideal que no fuera el de aumentar el número de placeres.

Los mejores comprendían que el peligro no venía tanto de los bárbaros, cuanto de aquel gusano que roía ya el alma del Imperio. San Jerónimo haría años más tarde el diagnóstico perfecto: lo que hace tan fuertes a los bárbaros son nuestros vicios.

La crisis más visible era la moral, pues la corrupción se exhibía sin el menor recato. A un clima de lujo se sumaba una vida de ociosidad. La búsqueda de exquisiteces no tenía freno. Todo ello contrastaba con la pobreza de los pobres y con el abuso de esclavos. 

La economía basada en la esclavitud, suponía un retroceso porque feminizaba a los amos y los hacía incapaces para trabajar. Aumentaba el número de trabajadores improductivos. El esclavismo era no sólo una brutal injusticia, sino también un enorme error económico. No sólo desplazó al campesinado libre, sino que no lo sustituyó por nada. ¿Quién se preocupaba por mejorar los medios de producción cuando los esclavos la hacían tan barata? Esto nos puede recordar el trato, a nivel casi de esclavos, de los que hoy día trabajan en la industria de la maquila.

Pero el esclavismo era un sistema que sólo podía alimentarse con la guerra . Sólo había dos maneras de sostener la economía: los impuestos y el pillaje de las provincias conquistadas. Ambos hacían crecer el odio que carcomía los cimientos del Imperio, que se convertía así en la realización perfecta de la estatua bíblica con cabeza de oro y pies de barro.

Tito Livio describía así la situación de la época: Hemos llegado a un punto en el que ya no podemos soportar ni nuestros vicios, ni los remedios que de ellos nos curarían.

La capital del Imperio rebosaba de magos, astrólogos y todo tipo de farsantes charlatanes. Roma estaba llena de santuarios a Isis y Osiris. La fe de las masas se centraba en lo astrológico y en ritos ocultistas de magos. Pensaban que la vida era conducida por las estrellas. Había una enorme sed de maravillosismo. Era comprensible que todo este estado de cosas creara en los romanos un gran vacío espiritual y que por todas partes se soñase un cambio en el mundo.

En su Egloga IV, Virgilio escribió unos versos anunciando el nacimiento de un niño milagroso con el que llegaría al mundo una edad de oro. En la Capilla Sixtina se pintó, por eso, a la Sibila de Cumas, como anunciadora de este mesías esperado. Hoy, no se reconoce a este poema su carácter religioso, pero sí se le ve como expresión de la tensa espera en la que vivían los mejores espíritus.

Los romanos se reían de las costumbres judías y cristianas, porque el hombre siempre gusta de defenderse con risas de aquellas novedades que le desbordan y amenazan sus viejas rutinas. ¿No es verdad que actualmente algunos sufren también la ironía de quienes no son capaces de vivir la castidad?