Los desiertos, los oasis, los wadis y las palmeras

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Tierra Santa

 

 

                Sea debido a su proximidad o porque del Sáhara nos llegan muchas imágenes por la TV el caso es que siempre nos imaginamos que el desierto es un suave festoneado de dunas adornado muy de vez en cuando por un mechón de palmeras. Tal vez sea así para esa zona de África, pero los desiertos bíblicos tienen otra fisonomía, hablaré un poco de ellos.

 

            Acostumbramos llamar desierto del Sinaí al que ocupa la península del mismo nombre. Se trata de un desierto de montañas, uno lo constata  inmediatamente después de dejar la población de Eilat, que es israelí, y se adentra en territorio egipcio. El viaje se acostumbra a realizar en coche y la carretera, que en la actualidad ya está asfaltada, le va llevando al corazón del territorio, al monasterio-fortaleza de Santa Catalina, al pie de la montaña santa. Uno puede subir por un camino de 3.750 escalones, según dicen ya que nunca los conté, que es el antiguo camino de los monjes, o por una rampa apta para los de a pie o para los que suben en camello. La última media hora se ha de trepar sin demasiado esfuerzo. En la cima hay vestigios de una iglesia y de una mezquita. Seguramente para el jubileo del 2000 se arreglará la cosa. La subida se realiza por la noche; uno debe llegar antes de las seis de la mañana para ver salir el sol. Una experiencia inolvidable es pasar la noche al raso, sea al lado del monasterio, junto al pozo que llaman de Moisés, sea en la ladera, en un rellano que quieren sea el lugar donde Dios habló a Elías. En este lugar está uno a  media hora de la cima, en total la subida ocupa algo así como dos horas.

 

            El amanecer en el Gebel Musa (montaña de Moisés), de 2.244 m es uno de los espectáculos más impresionantes que uno pueda ver. Miles de montañas le rodean a uno y los rayos del sol las van barriendo poco a poco coloreándolas de diferentes tonalidades que van del rojizo al azul. No es un espectáculo sensual, ya que el paisaje es arisco, aunque no hiriente, una inmensa extensión sin vida pero impregnada de lo Absoluto. "Soy ateo- me dijo una vez un guía- pero en el desierto creo en Dios." Más tarde otros me han dicho lo mismo.

 

            Si desierto sería un lugar donde no hay vida, y parece que esta es la definición, no obstante no es del todo exacta. Hay vegetación. Desde la acacia del desierto, "hassittim" las llama la Biblia, cuyas raíces, se explica, se clavan hasta una profundidad de 40 m succionando así la poca humedad que empape las arenas, y que son una parábola de la vida interior que debe tener todo creyente, hasta diversas plantas semejantes a retamas o matojos de hierbas leñosas de fuerte aroma.

 

            Por el Sinaí he visto águilas y lagartos, he oído por la noche el chacal que rasga el silencio con su hiriente grito y hasta he encontrado un zorro atrapado en un lazo que había puesto un beduino.

 

            Los beduinos son los hombres del desierto, se sienten la aristocracia del lugar, uno no sabe bien lo que hacen, pero se los encuentra salpicados como las palmeras. Están debajo de ellas o dentro de sus tiendas. Los hombres fuman el narguilé durante largos silencios, sin dejar el puñal que cuelga de su cintura, puñal que nunca usan; las criaturas, los chiquillos que a veces no tienen ni 10 años, guardan el ganado, cabras casi siempre. Uno no comprende dónde pueden encontrar comida, pero debe de haberla, pues subsisten. Las mujeres y las chicas raras veces se dejan ver de cerca, máxime si están en época núbil. El encanto de los beduinos es tan grande que sienten simpatía por ellos tanto palestinos como israelíes. He comprobado que otras poblaciones, de otros desiertos, suscitan entre las gentes los mismos sentimientos. Nosotros los cristianos no podemos olvidar que nuestro padre en la fe fue un beduino y el pueblo de la revelación, Israel, lo fue también durante su época clave: el éxodo.

 

            El Sinaí fue lugar de monjes y ermitaños desde las primeras épocas cristianas, las posteriores a las persecuciones romanas. En el monasterio de Santa Catalina, además de importantes manuscritos (el código bíblico llamado del Sinaí se lo llevo Tischendorf) se conservan los más antiguos iconos, pues no llegaron a estos lugares las intrigas de los iconoclastas. Hoy en día el número de monjes, generalmente de origen griego, hoy en día, los monjes serán unos veinte.

 

            Impregnado de la belleza salvaje de las montañas cuya imagen se le ha metido al viajero hasta los tuétanos, contempla por la noche un paisaje no menos impresionante. Se dice que la atmósfera del Sinaí es de las más transparentes de la tierra, de aquí que mirar al firmamento resulte una experiencia sorprendente. Algo semejante ocurre con el desierto del Neguev y no nos debe sorprender que fuera en un desierto donde Dios dijera a Abraham: "cuenta si puedes las estrellas, pues tu descendencia será así de inmensa."

 

            Un lugar de estas características se convierte en la más apta matriz para modelar a grandes místicos. Aquí vinieron Moisés y Elías y Dios les dijo sublimes palabras a las que ellos respondieron con la fidelidad de sus vidas y la radicalidad de sus discursos.

 

            En el Sinaí todo un pueblo en camino encontró su vocación, su ruta y su fe, de aquí que a este desierto le podamos llamar el desierto santo.

 

            El desierto del Neguev es algo diferente, sus montañas no tienen la grandiosidad de las del Sinaí. Uno avanza sin tener la sensación de que progresa, tal es su monotonía. Sólo cabe destacar el Rosh-Ramón (cabeza de ramón) que tiene 1.035 m y es una de las elevaciones de la gran caldera de 8 km. de anchura y 37 de longitud que se llama Mizpe Ramón que con los paisajes de la orilla del Mar Muerto son los únicos accidentes geográficos que impactan al viajero. Hay que recalcar que las cuevas de las chimeneas, de inmensas estalactitas de sal y la multitud de agujas que las circundan, recordando la leyenda de la mujer de Lot, en una zona de chicha calma y agua espesa, aceitosa al tacto por su rico contenido de sales, resulta ser una de aquellas visiones irrepetibles que se recuerdan siempre.

 

            Faltándole espectacularidad, no obstante tiene un gran poder evocador bíblico. Por este territorio peregrinaron los Patriarcas y en su capital, Beer-Sheva, todavía se ve un pozo del que se explica que fue cavado por Abraham y esto nadie se atreve a negarlo. En esta tierra absoluta, bajo un cielo absoluto, de fina arena en el suelo y de infinitud de estrellas en el firmamento, se le pudo decir al Patriarca, permítaseme repetirlo: "ni puedes contar los granos de arena, ni las estrellas, así tampoco se podrá contar tu descendencia, que será inmensa." Y uno piensa mientras lo recorre: soy uno de esos granitos que ahora se pegan a mis pies, quiero lucir un poco con mí vida, aunque sólo sea como la más diminuta estrella, no puedo, como descendiente que soy de Abraham, defraudar su fe y su esperanza. No obstante lo dicho, si Mambré y Hebrón son lugares del Gran Patriarca, el Neguev lo es de su hijo Isaac y de su nieto Jacob. Supone el final por el sur de la Tierra Prometida (la frase típica que la define es: de Dan a Beer-Seva, ciudad que resulta ser la capital de esta zona desértica)  .

 

            Estas tierras fueron lugar de paso de las caravanas nabateas. Este pueblo, cuya capital Petra atrae tanto al turismo, trasladaba sus mercancías hasta países lejanos ya que su modo de vida era el intercambio comercial, tanto de especies aromáticas como de tejidos o aceite. Tenía otras poblaciones donde además del comercio se practicaba la agricultura, destacándose en el Neguev la ciudad de Avdat, admirables sus ruinas aún hoy en día por el testimonio que nos legan de su saber en el aprovechamiento de la escasa agua que cae (no pasan de 250 mm. al año), y de su conocimiento de las técnicas arquitectónicas y de la disposición en terrazas de sus cultivos.

 

            El desierto de Judá es tal vez el de menor extensión y en cambio el que al sencillo peregrino cristiano más le interesa. Por su paisaje caminaron además de los profetas que subieron a Jerusalén dos personajes del mayor interés: Juan Bautista y Jesús. Tiene otro aliciente conocido desde finales de los años 40 de nuestro siglo: en él se encuentran las ruinas de Qunram y en él se encontraron los famosos documentos.

 

            Cuando uno, dejando la moderna autovía que une Jerusalén con la Ciudad de las Palmeras, se adentra siquiera unos metros por el antiguo camino que en algún tramo todavía puede distinguirse, cuando hinca sus dedos en la arena, toca y huele las pocas matas de vegetación arisca que encuentra, recoge una piedra, cierra los ojos y a continuación mira hacia arriba tratando de distinguir si algún hombre recorre el paisaje, cuando piensa que tal vez sea un ejército autónomo comprometido con quien más le convenga en cada momento concreto, como lo fue el de David, huido del rey Saúl; cuando uno piensa que puede descender corriendo un bandido para llevarse todo lo que uno lleva puesto y quedarse baldío después de haber sido apaleado, como le ocurrió al protagonista de la parábola del buen samaritano; cuando uno cree ver en una grieta de entre las edificaciones del monasterio de la Cuarentena un asceta que malvive esperando el momento oportuno para salir gritando que es necesaria una conversión radical, como fue el caso de Juan, el hijo de Zacarías e Isabel; cuando uno busca a un solitario místico, minúsculo en el inmenso panorama, entregado a la oración y al combate interior como aquel Jesús de después del bautismo en el Jordán... Cuando uno rememora estas cosas, queda fascinado por el desierto de Judá y ni lo ve pequeño ni le resulta pobre. Desgraciadamente el peregrino que se traslada por la moderna autovía en los actuales autocares herméticamente cerrados debido al aire acondicionado de que gozan, difícilmente tiene la oportunidad de bajarse y meditar estas cosas.

 

            El desierto de Judá es pues un desierto partido por este camino que desciende paralelo al curso del torrente Cedrón, corriente de agua que no tiene  otra importancia que la de que en Jerusalén le tocó atravesarla a Jesús en muchas ocasiones, yendo o viniendo de Betania, yendo a Getsemaní, o volviendo prisionero ya y conducido hacia la sede del Sanedrín. Por las cercanías de Jerusalén pasa por el subsuelo, después corre sucio hasta desembocar en el Mar Muerto.

 

            Otro fenómeno propio del desierto es el oasis. Siempre nos lo imaginamos como un charquito con tres o cuatro palmeras de adorno a sus orillas. Tal vez existan algunos así y yo nunca los haya visto.

 

            Por el Sinaí, en la inmensidad del paisaje, se distinguen a veces un grupito de palmeras de una especial talla y factura, ni son grandes, ni son muchas, pero el beduino sabe que donde crecen estos árboles hay agua, tal vez solo humedad y deba escarbar en la arena para conseguirla, pero es una señal de vida.

 

            En otros casos sorprendentemente uno encuentra un manantial escondido entre las rocas, estoy pensando en Ein-Guedi, salta el agua transparente desde importantes alturas y corre por un estrecho valle que está poblado de vegetación, desde la acacia del desierto, hasta la palmera, pasando por el cañaveral. Tal vez no tenga más de tres metros de anchura el valle por algún sitio, pero es conocido y aprovechado tanto por los hombres, como por los animales, sean cabras, gacelas o fieras. Al llegar al llano, antes de perderse en el Mar Muerto posibilita el crecimiento de bosques de exuberantes palmeras.

 

            Ein-Guedi es un caso portentoso que inspira fragmentos de la descripción del Templo de Daniel y su vegetación imágenes poéticas del Antiguo Testamento. Más a lo grande, con más extensión, pero sin su encanto, es el oasis de Jericó, pero a él me referiré en la descripción de la ciudad.

 

            La palmera es el adorno y la joya preciada del desierto. Crece grácil y esbelta con la intrepidez de un junco pero sin su fragilidad ni la dejadez ni la pasividad de este. Ofrece sus frutos: los dátiles, con generosidad. No es extraño que sus enormes racimos que penden deslumbrantes de su copa, sean imagen aprovechada por la amada del Cantar de los cantares, para referirse a la bella cabellera de su amado.

 

            He escrito demasiado sobre el desierto. Su principal encanto es su silencio, experimentado en la soledad de una parada entre dos declives o a la sombra de una palmera o si uno tiene la suerte de poder pasar toda una noche bajo su celaje misterioso.

 

Vuelvo al desierto de Judá. La franja de mayor interés es la que va de Jerusalén al Jordán. Hay que tener en cuenta que la altura sobre el nivel del mar de la capital varía entre los 830 m y los 725 m y en sólo 37 km. se baja al Mar Muerto que está a 392 m bajo el nivel del Mediterráneo, fenómeno tal no se da en ningún otro lugar del globo.

 

            Hasta ahora no me he referido a un fenómeno orográfico propio de estos desiertos: los llamados Wadi. Se trata de los cauces que sigue la lluvia cuando inesperadamente cae, haciéndolo con inusitada intensidad (cuando esto se escribe recuerda uno el accidente ocurrido hace unos meses por un grupo de turistas que visitaban Túnez, acompañados por un imprudente guía. Se vieron sorprendidos por una de estas avenidas que arrastró el vehículo todo terreno y con él a todos los ocupantes, que perecieron). Estos inmensos valles de rocas y arenas modifican a veces su trazado, cambian su aspecto, posibilitan o impiden la implantación de los clanes beduinos. A ello se refiere el salmo 126, 4. Uno no puede olvidar que el camino de Jerusalén a Jericó era ruta obligada para el comercio que venía del Norte, que raramente atravesaba la enojosa región de Samaría, y para los peregrinos que subían con motivo de la Pascua. Este camino fue recorrido por Jesús tanto desde que era pequeño acompañando a José y María, como de mayor solo o con los discípulos.