La casa de convenciones espirituales

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: Si el Señor volviera tal vez...

 

 

Un antiguo conocido invitó al Señor a visitar su antiguo caserón. Había hecho reformas para que pudiesen estar reunidos diversos grupos a la vez, con total independencia, sin ni encontrarse, ni siquiera verse. Había más de un edificio, próximos todos entre sí. Quedaban las escaleras antiguas y se hicieron otras, las paredes maestras continuaron en su sitio, pero los tabiques y las puertas, toda la estructura interior del edificio, se había pensado para que cada grupo estuvira tranquilo, sin que nadie le molestase.

El Maestro le escuchaba atentamente hasta que, no pudiendo resistir, le interrumpió y le dijo:

-¿Dónde está la sala de reuniones generales?

-No hay ninguna.

-Pues ¿cómo se las arreglan para estar juntos?

-Nunca lo están. Cada grupo hace su vida y sigue independientemente su programa, a su manera.

-Pues esto no me gusta. No me verán por aquí, os lo aseguro..

-Señor, hay muchos grupos de estos que afirman que son tus discípulos y te invocan. Algún día reclamaran tu presencia...

-Tal vez tenga entonces que venir, pero si no invitan a los demás de la casa no me hará ninguna gracia estar entre ellos.

- ¿Por qué dices esto? ¿No tiene derecho cada grupo a estar solo? Se trata en general de conjuntos homogéneos, que se sentirían incómodos si hubiese gente intrusa a su lado, de diferente edad, de diferente nivel cultural, etc. Han venido aquí teólogos importantes y han obrado de la misma manera.

- ¡Hombre! creo que teólogo, lo que se dice Teólogo, como yo, no ha habido otro, y cosas así no las pretendí nunca. No entiendo de edificios. Vivía como podía, donde me recibían; recuerdo que nunca seleccioné mi auditorio, ni en las sinagogas, ni en los campos de mi tierra, y venía gente joven, que traía panes y pescados, y gente adulta, enferma de fiebre o paralítica. Hubo personas neuróticas entre ellos, y pacíficos y sencillos trabajadores del campo sin ninguna tara. La gente provenía de cualquier sitio, nunca hubo selectividad previa, nunca hicimos distinciones o separaciones entre ellos. Fíjate que cuando organicé una cena y una plegaria, la última cena, la definitiva Cena, los comensales eran muy diversos. Uno era joven e inquieto, había estudiado, preguntaba siempre. Su hermano era muy apasionado y decidido. Otro era mayor y, excepto de su profesión, que la conocía bien, -era pescador de toda la vida,- por lo demás era rudo y tozudo, lo que no excluía que tuviese a veces intuiciones prodigiosas. Otro era funcionario, ducho en corrupciones y tráfico ilícito de dinero negro. Otro era todo un pensador especulativo, el día que lo conocí divagaba debajo de una higuera, parecía un intelectual a punto de escribir un libro. Otro no pensaba más que en el dinero. Otro era desconfiado, como un fiscal de carrera. Eran todos tan diferentes entre sí... Pero de aquí a distribuirlos por pisos o separarlos, ni siquiera con biombos, eso ¡ni soñarlo! Todos estuvieron en la misma sala, y vinieron al mismo huerto, mejor dicho, esto no es del todo verdad, uno se aisló y se juntó luego con los poderes fácticos de su tiempo, pero no me dirás que alguien quiere parecerse a él. Las cosas fueron así; ahora bien, si alguno cree que puede hacer las cosas mejor que yo, allá él...

Cuando me enseñabas la casa, tenía la impresión de que se trataba de un edificio para convenciones empresariales. En este terreno sí que acostumbra a ser necesario el secretismo, la discreción, el proyecto hecho a escondidas. Hay que vencer a la competencia con la sorpresa, hay que ocultar los últimos adelantos conseguidos, aprovechar la novedad de las campañas publicitarias, que deben desconocer los rivales, etc. Pero entre nosotros, para nuestras cosas, no. Ya lo sabéis lo dije y lo pedí a mi Padre en los últimos días de mi primera estancia: lo más importante es la comunión en la caridad...Tres grupos que dicen ser amigos míos y ni siquiera se saludan, que ni comparten una Cena, ¡qué horror! Nunca lo hubiera imaginado... A mí me gusta que mis amigos no pongan condiciones, como me gustan los médicos, los arquitectos, los bomberos y los payasos sin fronteras.

Al fin y al cabo ¿qué es lo que  importa, que un grupito de amiguetes se reúna o que se encuentren conmigo? ¿Lo importante son las animadas discusiones, las simpatías mutuas,  o la  gracia que yo les puedo proporcionar?

Y el Maestro marchó triste de aquella casa. Sin duda le tocaría volver, aunque el desconocimiento que había entre los diversos contingentes le preocupaba mucho. Pero ya se sabe, Él no dejaría de acudir si le invitaban, aunque no obrasen bien del todo. Siempre acudiría, ya que no perdía la esperanza de que un día, todos sus amigos celebrasen juntos la amistad que les unía, aun sin saberlo. Porque la amistad les unía a Él y juntos disfrutaban de la fe y la gracia. Hay que reconocerlo, lo más asombroso del Señor, es que nunca perdía la esperanza.