La navidad es una fiesta que ofende a algunos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: En torno a Adviento y Navidad

 

 

La fiesta cristiana más extendida es, sin lugar a dudas, la de Navidad. He preguntado a gente que vive en lugares donde la presencia cristiana es ínfima y me han confirmado que, por lo menos en ornamentación de calles o en propaganda comercial, tambien está presente. Tal vez sólo hayan visto al barrigudo Papa Noel y desconozcan totalmente el nacimiento del Niño Jesús, pero por las calles verán campanas o estrellas como adorno o atractivo.

 

En los países culturalmente cristianos la influencia social resulta mucho más acentuada y concurren, con los intereses comerciales, el cumplimiento periódico de la necesidad del obsequio, sea a una persona querida, al conjunto de los clientes de una empresa o a sus trabajadores más calificados. Todo ello está centrado en una historia que se conoce por lo menos a grandes rasgos. Lugares como Jerusalén o Belén son conocidos, son referencias en los noticiarios o en los periódicos, cosa muy diferente ocurre en lugares como en el Extremo Oriente donde estos sitios, los nombres de Jesús o de María o lugares como los mencionados o Nazaret, suenan a imaginaciones tales como entre nosotros la tierra de Jauja o el País de las Maravillas. (1)

 

En estos países de tradición cristiana todavía subsisten costumbres festivas en el seno de las familias, son consecuencia de celebraciones antiguas íntimas y tiernas del misterio de la Encarnación llenas de encantadoras costumbres que ayudaron a perpetuarlas, desde poner el Nacimiento o Belén, en un rincón del comedor de la casa, a la sopa de almendras o el besugo asado, como alimento propio de la Noche Santa. Si en algunos días la familia cristiana se comportaba, ejercía, de Iglesia doméstica, de célula cristiana elemental, era en Navidad. Y su liturgia se celebraba con turrones y mazapanes, villancicos y regalos de Reyes. Se vivía una felicidad que por ser sencilla y sincera, ausente por igual de barroquismos y grotescos e injustos derroches, era inocente y noble. Estos orígenes resultan ahora muchas veces ya lejanos, algunos los recuerdan y son la última referencia que les queda de una Fe que no han querido abandonar del todo. No negaré que entre nosotros todavía queden familias sinceramente cristianas que sepan que estos días recuerdan y actualizan unos hechos impresionantes, unos misterios de trascendencia eterna y no dejen de ir a misa, de rezar o cantar devotamente en algún momento, pero estas actitudes se abandonan generalmente al dejar el templo y simplemente, por costumbre, porque siempre se ha hecho así, porque son días que la tradición y el ambiente nos obligan a ello, se continúa gastando, o tal vez se gaste más que habitualmente, olvidando que a lo mejor  “a la puerta hay un Niño, más hermoso que un sol bello... dice que tiene frío...” como dice la canción, pero nadie se atreve a pronunciar lo que sigue: “mándale que entre, se calentará...”

 

No quiero olvidar, no puedo olvidar, a las comunidades religiosas donde los ciclos litúrgicos marcan profundamente su vida comunitaria y los sentimientos interiores y hasta se señala el ritmo y el significado del momento con detalles tan simples como el cambio de un sencillo manjar, el poder hablar en el refectorio, o el festivo canto del aleluya. Estoy pensando en comunidades cartujanas o en monasterios de carmelitas de clausura. No me referiré a ellos en este momento, no deben reformar sus costumbres porque nunca las deformaron, según se dice.

 

Situémonos pues en una familia en la que los abuelos estudiaron la asignatura que entonces se llamaba Historia Sagrada, los padres recibieron una cierta cultura religiosa, tanto en la escuela como en la catequesis. La tercera generación no fue ajena a explicaciones ambientales, desde películas hasta sermones durante la misa a la que en su infancia asistía, pero su educación resultó, hay que reconocerlo, muy pobre en contenidos. Toda la vida se han reunido en alegre comida o cena familiar, han recordado anécdotas de otros tiempos, se han emocionado cantando villancicos o escuchándolos en selectas grabaciones. Hay que reconocer que todos estos núcleos no han sido cortados con el mismo patrón y en su seno, no en todos sus miembros, no suena siempre la misma melodía interior, las mismas convicciones, las mismas costumbres de vida y semejantes vivencias. A manera de anécdota voy a explicar unos ejemplos personales que corresponden a historias auténticas, en ellos reconoceremos que los días de Navidad no son esperados por algunos con especial ilusión, ni transcurren en desbordante alegría. Sus circunstancias influyen profundamente en su estado de ánimo, son ejemplos, podría poner muchos otros, que justifican el título de este capítulo.

 

De la primera que me acuerdo es de Montserrat, en el transcurso de poco más de un año ha perdido a su anciana madre, a su querido esposo y a su hija recién casada. Las fiestas navideñas para ella están repletas de dolorosas vaciedades. Sus amistades la invitan, quieren que se distraiga pasando con ellos las veladas. Logran que algún rato se olvide y hasta se ría, pero es una pura cura paliativa, al volver a su casa siente un dolor desgarrador, se queda sola, el domicilio está repleto de la ausencia de los que más amaba, a los demás los ha dejado íntimamente unidos y felices en su casa. O por lo menos así se lo imagina, mientras deambula solitaria por su hogar...

 

Ahora estoy pensando en Ana, no hace demasiados años que murió su padre, que era su sostén anímico, su estímulo de progreso personal, su acicate para adelantar en los estudios con coraje. Hoy ha dejado la facultad, enamorada de un muchacho sensible y originalmente caprichoso, recientemente ha pasado por la triste experiencia de su muerte. Murió atropellado, tal vez víctima de la droga, de la falta de precaución o del deseo de suicidio. Seguramente influyeron en el evento los tres factores. Ella temía la llegada de estas fiestas, las costumbres de su infancia son imágenes que solo puede recordar, evocar, sin que la consuelen. Al contrario, pinchan dolorosamente en su interior, sin que ni siquiera tenga fuerzas para alejarlos. Sus actividades juveniles en grupos parroquiales lograron en aquellos tiempos, satisfacer transitorias inquietudes e ideales, sin calar demasiado hondo, se trataba de misas bonitas, reuniones alegres, fiestas donde se encontraba con mucha gente que creía que eran como ella, acudía sin preguntarse el porqué, iba sin siquiera decisión, ahora se da cuenta de que aunque nadie la forzaba su presencia no obedecía a ninguna elección libre. Lo pasó bien, no puede negarlo, pero ahora reconoce que son eventos de pura estética espiritual, más o menos hondos, sin sentimentalismos aberrantes, pero sólo belleza del más exquisito gusto, que nunca enraizó en las profundidades de su ser. Temía la llegada de la Navidad porque ahora todo lo que ve en su entorno lo encuentra grotesco, porque encuentra a faltar lo que más necesitaba, así que todo le parece trágico. Su único deseo es que pasen rápidamente estos días, estas fiestas, que, para ella, son tan poco alegres.

 

Rafael creció en una familia estructurada con la corrección de costumbres propias de una burguesía tradicional, ajustada a un calendario que parecía hecho a su medida. En Navidad hacía frío y en su casa gozaba de un calor idílico, que se desprendía de una alegre chimenea. Como muchos años nevaba en la capital podía con sus amigos en su mismo barrio patinar, disfrutar tirando bolas de nieve y haciendo muñecos que adornaban con viejas bufandas e inservibles escobas. Gozaba del turrón y con los regalos que le hacían el día de Reyes, venidos de Oriente, a lomos de imaginados camellos. La Nochebuena la recuerda alrededor del espectacular árbol traído de la montaña, más tarde comprado prosaicamente en unos grandes almacenes. No estaba demasiado enterado del porqué de todo aquel jolgorio, pero como le resultaba alegre no se hacía preguntas al respecto. Todo fue bien hasta que descubrió la amistad libremente escogida, sin depender ni de su entorno, ni de su instituto, hasta que gozó del amor predilecto de una chica. Simultáneamente a estas evoluciones personales se sucedían los cambios sociales, mejoraron las posibilidades de viajar, de marchar a la montaña a deslizarse por ella esquiando para gozar después de alegres veladas en los refugios. En estas latitudes nieve y vacaciones navideñas coinciden, pero nadie es capaz de hacer posible que la tradicional cena familiar simultanee con la queimada alrededor del fuego del albergue cantando y bailando al pie de las cumbres. Los suyos, los que él considera que están íntimamente metidos en su vida, ya no son su familia, pero esta todavía ejerce  influencia y exigencias. Así que le toca estar en casa, comer turrón, que ya lo encuentra insípido y beber el cava que anuncian por TV. Aunque la mayor parte desafinen, con gran desespero de los que tienen buen oído, les toca cantar desfasadas canciones y dedicar un buen rato a una aburrida sobremesa. Si se negara a estas reglamentadas normas escucharía lo que se sabe de memoria: que no es capaz de ganarse la vida a una edad a la que antes ya estaban cargados de hijos, que siempre se ha hecho así y que adonde iríamos a parar si se perdieran estas tradiciones. Él sabe muy bien que sus amigos extranjeros no están encorsetados por estos ritos y continúan viviendo felices, pero si se negara rotundamente al ritual peligraría el dinero que recibe para sus estudios y sus gastos personales, conoce de corrido los sermones y amenazas y los acepta porque no tiene otro remedio. Sus padres conservan sus prácticas religiosas pero no se atreven a hablar de ello ni a imponerlas, también se amoldan a los tiempos, ya no van a la misa del gallo para no dividir a la familia y al día siguiente asisten a la más corta que se celebra en la iglesia más cercana, para cumplir con la costumbre. Ha observado que ellos parece que se avergüencen de sus costumbres, como si fuesen achaques de la edad, como si continuaran porque no se sienten capaces de adaptarse a los nuevos tiempos. A él le gustaría que si son creyentes lo manifestaran con orgullo, sabe que tal vez se sentiría disminuido en su categoría familiar por faltarle la Fe, pero al menos lo encontraría coherente. Va divagando en su interior, medio dormido, pensando lo bien que estaría en la montaña, seguramente estarán sus amigos bailando, ¿con quien estará ella? O estaría en la cama retozando. ¿Tal vez ella sí? Pero no vale la pena pensar, está encarcelado y le toca esperar el final de su condena. Considera que es absurdo que los hombres estos días estén obligados a alegrarse, a reír, a emocionarse. Aunque fuera verdad lo que dicen que ocurrió hace 2.000 años no ve por qué se debe estar atado a aquel acontecimiento. Y para colmo de absurdidades, mezclan esas sublimidades religiosas con los más estúpidos programas televisivos que no son más que manipulados negocios para provecho comercial de las multinacionales. Estos días son lo más emblemático de la tontería que aún perdura en este viejo continente. Sueña que para el verano habrá podido conseguir dinero que le permita viajar a alguna isla de los mares del sur con su amiga y allí quedarse para siempre, sin dinero, sin turrón, pero viviendo con sinceridad y libertad, y al aire de sus antojos.

 

Ramón no se da cuenta de que a él también le incomoda la Navidad. Ramón es uno de tantos a los que la vida ha entumecido su sensibilidad, las necesidades pecuniarias le han desprovisto de intereses culturales y lo trascendente le resulta tan desconocido como la Antártida. Llegan estos días y nadie trabaja, si este año no ha sido tal vez el próximo acontezca, alguna vez le tiene que tocar la lotería, y dejará de trabajar y vivirá en la casa que se está construyendo en aquel terreno que hace años adquirió. Nadie trabaja y él con los suyos, pocos son, tampoco. De su infancia solo recuerda la canción: “esta noche es nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar”. Se emborracha cada año, su mujer lo acepta, hay que aguantarle, es así y nunca cambiará. Tampoco ella sabe bien lo que significan estas fiestas, no le gustan porque le toca trabajar más de la cuenta. Podrían ir a comer y cenar al restaurante pero el espectáculo que con seguridad daría su marido la avergonzaría. Fregar más platos unos días no es ninguna tragedia. Pero está deseando que pasen estos días. Su marido empieza a tener síntomas de deterioro del hígado y la tensión la tiene más alta de lo que debiera. Navidad no es ninguna bicoca, pero hay que aguantarla, está segura de que tampoco le quedan demasiados años de vida.

 

Hay que respetar, sin duda, y reverenciándolo, el dolor de Montserrat. Que nadie olvide que le faltan los que más amó. Hay que aceptar, comprendiéndola, la angustia de Ana y darle lealmente el amor que necesita. Pero hay que rebelarse contra la situación de Rafael y Ramón.

 

Si hace siglos la constatación de que los lugares santos, allí donde nació, murió y resucitó Jesús, habían caído en poder de gente no cristiana suscitó el grito exigente de Pierre l’Ermite: “Dieux le veux” y se iniciaron las cruzadas, que más o menos bien, más o menos oportunamente, más o menos adecuadamente, respondían a una sincera piedad cristiana, urge hoy una cruzada, no sangrienta, no agresiva, ni siquiera malsonante, pero sí enérgica para rescatar la fiesta de las garras del consumismo, del aburguesamiento, de la ignorancia religiosa en la que ha caído. Puede resultar difícil, pero no tanto como lo parece, hay que recordar que somos familiares de santos, que nunca en la historia de la Iglesia brotaron tantas flores de martirio como sucede ahora, que solidarios voluntarios de las diversas ONG e intrépidos testimonios, son la gran riqueza y que con ellos nos debemos unir y lograr que en nuestras reuniones, comidas y diversiones navideñas pudiera sentarse un pobre, un misionero o la mismísima madre Teresa de Calcuta (que en tantas mesas de las llamadas cristianas estorbaría, sería aguafiestas de tanto derroche y tontería como abunda). No he hablado de “sentar a un pobre en tu casa”, como proclamaba aquella antigua campaña navideña, sino de comer y beber de manera que si hubiera un indigente a nuestro lado, no nos avergonzáramos de lo que estamos comiendo y él habitualmente no puede

 

Tal vez la conversión navideña no sea tan difícil. Se puede iniciar con simplicidad, sin teatralidad ni discordancias sociales o familiares, uno puede atreverse a empezar a gustar otra manera de vivir las navidades, participando, asistiendo al menos, a la vida conventual de una comunidad monástica. Encajado en el coro de una abadía cisterciense, rodeado de monjes, dejándose empapar por la melodía gregoriana de sus salmos e himnos, a las siete de la mañana, en una fría edificación románica uno puede descubrir nuevos y antiguos misterios, experimentar sensaciones espirituales nunca soñadas. Otra iniciativa posible es viajar a Tierra Santa, sin atenerse a programas establecidos por agencias, con el único propósito de visitar, observando con profundidad, meditando con detenimiento, interrogándose con sinceridad, yendo al encuentro y relacionándose con los religiosos que en aquella tierra bendita están para recibirle, custodiando los lugares y conservándolos en su integridad, mientras atienden a los pobres, enfermos o ignorantes que hay en su entorno. Hay cosas que parece que desentonan en la mente de algunos pero, curiosamente, la peregrinación a Tierra Santa es respetada por todos y se permite que su realización rompa viejas costumbres (escribo esto sin referirme a situaciones como la del momento, de peligro bélico, que representa una realidad añadida al contenido espiritual).  

 

(1)   Desgraciadamente dificultades de convivencia entre israelíes y palestinos pertenecientes a la cultura judía una y árabe la otra, han dado notoriedad a estos lugares de importante contenido bíblico y, más concretamente cristiano. Pero uno no está seguro de si estos acontecimientos son conocidos en países como Japón o China.