Dios quiere que el hombre sea un ser esperanzado(antes de
la llegada de Cristo) 

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: En torno a Adviento y Navidad

 

 

Anteriormente me he referido a la creación de los ángeles. Resulta curioso considerar que, si por una parte se nos presentan ellos como colaboradores de Dios e inferiores a Él, en ciertas ocasiones resultan ser compañeros del hombre (recuérdese el bello relato de Tobit, que no por ser sapiencial, más que histórico, deja de ser para nosotros enseñanza) pero poca cosa se nos dice de su personalidad y, por paradójico que sea,  sabemos más de Dios, ser inefable e increado, que de ellos, criaturas contingentes. Se le ocurre a uno pensar si en el devenir de esta colaboración con Dios a favor de los hombres, procurando su mejoramiento, ¿se sentirán de alguna manera identificados con  nosotros? La realidad es que muy poco podemos afirmar respecto a estos seres celestiales, compañeros nuestros, de categoría en general superior, siendo esto así algunos se atreven a decir que ni siquiera tienen existencia objetiva y personal.

 

Por otra parte, a medida que avanzan las investigaciones paleontológicas, vamos cerciorándonos más de que el hombre, desde sus inicios, tiende hacia un progreso cultural, espiritual y anímico. Su existencia no se reduce a una mera permanencia: comer, descansar, dormir y reproducirse. En su utillaje, en sus guaridas, en sus enterramientos, se descubre un progreso ininterrumpido. Puede llegar a desaparecer un asentamiento, pero nunca se observa una recesión o una mera habitación sin cambios progresivos. ¿Qué le movía a ello? Tal vez las ciencias antropológicas no nos puedan necesariamente dar una respuesta a tales preguntas, pues invaden el campo de la teleología, y deberemos, más acertadamente, acudir a la Revelación.

 

Si por Revelación entendemos la bíblica, no por ello negamos en etapas anteriores unas influencias recibidas por el hombre, Dios nunca le ha abandonado, y ha estimulado potencialidades que le posibilitan elevarse a lo que llamamos Trascendente. Valiéndose de su capacidad intuitiva y por las escaleras de la verdad que va descubriendo (ciencia incipiente) de la belleza que contempla asombrado y reproduce gozoso (arte primitivo) y de la generosidad ingenua que se atreve a practicar (filantropía, bien, amor en sus inicios) descubre que algo superior existe y que irresistiblemente le atrae. La visita a los yacimientos prehistóricos, la observación de sus dibujos o grabados, de sus piedras elementalmente hincadas en los lugares altos, o en los de paso frecuente, toda la labor que vemos en estos sitios, resulta ser un grito mudo, reclamando una llamada. El más sencillo signo que llamamos mágico, puesto al lado de la maravillosa silueta de un bisonte de Altamira, es un reclamo arriesgado de lo que con el tiempo llamaremos Encarnación y por ello, tal vez escaso de valor estético, deviene testimonio de gran valor antropológico.

 

Pero llega un momento en que esta misteriosa atracción que existe entre la Divinidad y la humanidad cambia de sentido. Hasta un determinado momento la iniciativa la había tenido el hombre y, como consecuencia de ello, había estructurado, programado y regulado las actitudes que facilitaban un supuesto acercamiento, en una palabra habían ido brotando a lo ancho del amplio mundo, las diferentes muestras de religiosidad natural. Nos quedan como prueba de ello los mencionados menhires y los dólmenes, como testimonios más visibles, sin olvidar cerámicas y pirámides que, por su grandiosidad, merecerían un estudio exclusivo, que no haré. Pero en la pequeñez del más sencillo enterramiento, en la ingenuidad de los enseres que acompañan a los restos humanos delicadamente inhumados, en los innumerables petroglifos, se encierra todo un discurso nacido desde lo más íntimo del hombre, reclamando una manera de manifestarse una unión que resulte definitiva y satisfactoria. Dicho en un elemental lenguaje de física: las religiones son vectores espirituales de dirección vertical, de intensidad variable, según la cultura o la calidad anímica que subyace en aquella comunidad, y de sentido de abajo a arriba. Constatado esto, vuelvo al principio.

 

Hacia el siglo XX anterior a Cristo, en Mesopotamia, en un lugar que llamamos Ur de lo caldeos o reino de Mari, se despierta una inquietud en un joven llamado Abram, que con el tiempo será conocido con el de Abraham. En este despertar reconocemos dos aspectos. En primer lugar: que la iniciativa parte de lo Alto; en segundo que los contactos que se pretende establecer no son entre un individuo y una realidad abstracta, a la que llamamos Divinidad, sino entre este hombre y Dios, es decir un ser personal y de alguna manera comunicable. A la imagen de elemental física que se daba de las religiones naturales, todas ellas más o menos buenas, más o menos deficientes, limitadas e imperfectas, ahora podremos señalar que lo que ocurre, a partir de Abraham, es que existe un vector espiritual de dirección vertical, de intensidad infinita pues procede de Dios y de sentido de arriba a abajo. En una palabra, aparece en el mundo la Revelación, que si parte de Dios, el hombre que la recibe no se hace ajeno a ella, ya que colabora, pues una vez impregnado de la iniciativa divina, inspirado solemos decir, se lo da a conocer a los demás, para provecho de todos.

 

Descubrimos a Dios en las Escrituras y en la misma Historia del Pueblo que las recibe; consecuentemente llamamos Historia de Salvación al hecho. Pueblo escogido, el depositario de las enseñanzas, el descendiente de Abraham se convierte afortunado gozoso de las promesas, que vive en expectativa, en Esperanza. Es esta actitud consecuencia del querer divino. Todo el Antiguo Testamento es un juego apasionante donde el interés no está en las hazañas bélicas, aunque se describan guerras; ni en el progreso técnico, aunque lo vayamos observando, ni en la acumulación de riquezas monetarias y culturales, aunque no se nos deje de dar noticia de ello. El meollo está en la Promesa. El valer del hombre de este pueblo, se mide por la intensidad de su respuesta esperanzada, más que en sus saberes o dominios.

 

No voy a continuar con planteamientos teóricos, que no es mi propósito componer un tratado de antropología teológica; ofreceré algunas estampas, para que el lector encuentre muchas más, en su lectura personal de la Biblia.

 

Si el lenguaje de la Revelación es importante, el cuadro geográfico donde se engendra y se gesta, lo es también. Si cada uno de nosotros empezamos a existir en un determinado momento, las vicisitudes de los nueve meses de embarazo en el seno de la madre intervienen también en la formación de nuestra futura personalidad (desde accidentes o enfermedades que pueda sufrir ella, la alimentación que ingiera, adecuada o no, tabaco o drogas que introduzca en su organismo). La Palabra de Dios se gestó en la geografía concreta de lo que llamamos el Creciente Fértil. Durante demasiados años se escudriñaron los textos, por parte de eximios lingüistas que analizaban composiciones literarias, estilos y trasfondos de documentos paralelos de pueblos limítrofes, olvidando que el conocimiento del paisaje, los resultados de la arqueología y hasta las peculiaridades de la climatología del lugar, tenían mucho que decirnos y resultaban una buena ayuda para la interpretación del Mensaje (por aquellos pagos se dice que Tierra Santa es el quinto Evangelio)

 

Así pues ofreceré algunas estampas, pocas, como se le ofrecen al niño cortas audiciones musicales, para que vaya apreciando la música, la interprete y hasta quizá llegue un día a la composición.