Nuestra humanidad, nuestra cultura- exige esperanza

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: En torno a Adviento y Navidad

 

 

Roger Garaudy, antes de dar el salto hacia el Islam, allá por lo años 70, decía y repetía que lo que estaba en crisis no era el cristianismo, sino la cultura occidental, que hasta el presente la había estado sustentando. Cultura y Fe están tan próximas que a veces se confunden, lo digo desde un nivel popular, sin que sea un juicio científico. Cultura es un valor grande pero la Fe lo es supremo. En algunos momentos deberíamos saber diferenciarlos claramente y hasta separarlos explícitamente. Pero esto es obra a menudo de disidentes y ya se sabe que estos resultan mas molestos que los propios adversarios. Uno puede luchar contra un enemigo, pero difícilmente contra un disidente, que por molestar es mejor apartarlo o ignorarlo. El disidente es como un hueso dislocado, como una distensión muscular, que a veces, resulta peor que una fractura. Basta ya de disquisiciones.

 

Nuestra cultura está en crisis, en decadencia, querámoslo o no reconocer. Nuestra civilización si nos atuviéramos a las encuestas es una especie en vías de extinción, que los políticos son incapaces de salvar. Ya ha aparecido otro valor en la palestra: la política, a la que por su supuesto valor de servicio de la cosa pública le damos, le concedemos, en nuestro interior un valor supremo que no tiene. O que se supone que tiene hasta que se descubre la corrupción. Corrupción que aparentemente siempre la acompaña, o que la gente supone acontece así, y que la desacredita. Y perdón pido a los políticos, que sé que muchos ejercen por vocación y con honradez.

 

Siendo tan complejo, tan difícil, el estudio de estos fenómenos, siendo tan importantes, no se puede dejar en manos de simples antropólogos. No seré yo quien se atreva a ofrecer pruebas contundentes de este estado crepuscular de nuestra contemporaneidad, me limitaré a recoger indicios.

 

Sin duda el más alarmante, notorio e indiscutible es el bajo índice de nacimientos. Y hay que advertir que las estadísticas que se nos ofrecen utilizan como soporte, y analizan, los territorios, no las procedencias y todos sabemos que muchas familias que ocupan nuestros parajes occidentales provienen  de otras culturas. Y también sabemos que estas en general gozan de una natalidad muy superior a la, llamémosla, autóctona.

 

Si el descenso de la natalidad es un indicio de la falta de Esperanza, no lo es menos una prueba basada en el cambio de vocabulario en uso. Se habla corrientemente de reproducción humana, más que de procreación. Puede parecer esto una disquisición sin importancia pero recuérdese a la luz del estructuralismo el valor de las palabras. La reproducción es una simple multiplicación de los individuos, en el concepto de procrear se incluye la colaboración de los esposos con Dios, en la venida a la existencia de posibles y deseados santos. La familia cristiana debe ser consciente de que tiene una puerta abierta a la sociedad histórica y otra al Cielo. La mayor grandeza de los actos matrimoniales, limitados necesariamente en el espacio y en el tiempo, está en que abren un posible horizonte personal que se proyecta a la eternidad bienaventurada.

 

Se piensa que la vida engendrada en la juventud es un error de cálculo, una imprudencia. Retrasar la edad de la fertilidad un éxito de nuestras técnicas y del conocimiento que nuestra actualidad ha conseguido de los funcionamientos fisiológicos. Se programan los hijos como los planes de jubilación. En los mismos ambientes cristianos, aquellos formados por lo que llamamos militantes ¿quién siente y manifiesta el honor de serlo?. ¿Qué signos exteriores utiliza para proclamar su Fe?. Me voy a entretener en un hecho al que dedico algunos de mis tiempos libres.

 

A mí, como a todo el mundo, me llegan infinidad de catálogos de muebles y de empresas dedicadas a interiorismo. Compruebo que en las fotografías de los espacios, sean dormitorios, comedores o estudios, no aparecen signos religiosos, tan frecuentes en otros tiempos. Como es de suponer no guardo estos folletos. Lo que si conservo son fotografías de la prensa diaria y de la llamada “del corazón”, tan en auge hoy en día, de personas que, ni por su vida pública, ni por las manifestaciones que hacen de sus ideas y criterios, se pueden considerar devotos cristianos. Pues bien lo chocante es que exhiben cruces como adorno a su vestir, o desvestir, erótico. Y advierto que no estoy refiriéndome a publicaciones o programas televisivos pornográficos, que ni me interesan ni conozco. Estoy haciendo referencia al mundo de la pasarela, a las “cover-girl”, a los artistas de cine, a los habituales asistentes a las frívolas reuniones de la “jet-set”. La Cruz, aquella cruz que fue primero suplicio de Jesús y después una semilla vigorosa que germinó y floreció porque era escándalo para unos y estupidez para otros, pero para los creyentes en Cristo fuerza y sabiduría de Dios (I Cor 1,24). Confieso que esta colección es vista, ni siquiera mirada, con indiferencia por la gente que se confiesa cristiana, excepción hecha de alguna persona de mucha categoría. Que aquellos que se sienten alejados de la Iglesia, pero que vivieron con entusiasmo la Fe en otros tiempos, se asombran de esta profanación hacia lo que aun respetan y que el mismo Vaticano, mediante la agencia FIDES, los días que se redactan estas líneas también ha manifestado su repulsa. Esta mezcla de frivolidad religiosa también es una muestra de la decadencia de una sociedad a la que le faltan unos valores de referencia y está destinada a la desaparición.

 

Semejante a lo que se ha explicado, sin ser tan grave, es el lenguaje utilizado para calificar, desde calidad de vinos, éxitos de corridas de toros o partidos de fútbol. Términos como trascendente o estado de gracia, tiene fe, para no cansar no aduzco más, se utilizan para describir cosas tan poco sobrenaturales como las que se han mencionado y que se escuchan frecuentemente en retrasmisiones televisivas.

 

Existen otros indicios, y más graves, que prefiero recordar cuando me refiera a la juventud.

 

Llegado este momento me parece congruente preguntar ¿esta civilización es una sociedad feliz? Baste sólo señalar que el hombre apartado de la Iglesia y de las vivencias religiosas es, en general, más asiduo visitante del psiquiatra y consumidor de antidepresivos. En la sinceridad del encuentro íntimo confiesa afligido su fracaso y reclama una institución, un organismo, alguien, que le ofrezca un ámbito, un devenir feliz. Atormentado por sus fracasos y no queriendo desoír el ansia interior de felicidad se adhiere fácilmente a las sectas que le ofrecen seguridad, aunque obnubilen su conciencia y amputen el ejercicio de su más genuina libertad. Es decir que en la búsqueda de la felicidad, en la ausencia de Esperanza, acepta hasta a renunciar a lo que le es más preclaro, emborronando la noción de aventura vital que es su existencia, o que debiera ser y acepta vivir obsesionado, fanatizado, es decir, esclavo de un presunto líder o hermética organización sectaria.  .

 

Esta tenebrosa descripción concuerda con la realidad? Creo que nadie que sea observador honesto se atrevería a negarlo. Pero si estas calificaciones forman parte de nuestra realidad no se puede ignorar que otras diametralmente opuestas e igualmente presentes, aunque les falte la notoriedad de lo anteriormente explicado. Y no se puede olvidar la fuerza del testimonio de personas muy concretas, carentes de poder y de riqueza, de influencias políticas y de notoriedad. Estoy pensando en Vicente Ferrer, Chiara Luvic, Enzo Bianchi, Roger Scult, Quico Arguello o Marco  (sanegidio). Estas personas, sin olvidar a Teresa de Calcuta o Juan-Pablo II, mueven a muchos a sacrificarse, a viajar, a servir en obras agrícolas, hospitalarias, culturales, artesanales. Y si nuestra actualidad empieza a descubrir que bajo las siglas de ONG pueden esconderse tantos fraudes e iniciativas que resultan  inútiles, en los casos en que no es una organización sino una persona trascendente, sea Dios o su Hijo Jesús, quien invita, mueve, estimula y exige, la empresa puede resultar ardua pero nunca engaña. Y sumergidos en estas iniciativas, el hombre de hoy recobra la Esperanza y vive felizmente.

 

Si en la historia de la vieja Europa hubo épocas de hambre o de peste, de terremotos y de inundaciones, la mayor desgracia de hoy es la falta de Esperanza. Vuelvo a decir lo que ya he repetido, y el lector perdonará mí insistencia: somos una cultura enferma de Esperanza.