Seamos humilde

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Parece mentira, pero no acabamos de aprender los constitutivos reales de la personalidad humana. Nos gusta estar siempre en el candelero, hasta ser los primeros en las diversas oportunidades que la vida nos da, no perder nunca en las relaciones sociales, y menos en las personales, en fin, que nos creemos personalidades de fuste, y hasta puede que lo seamos, no lo dudo, porque tengo que respetaros, pero creo que ello será, sobre todo, dentro de un contexto industrial o comercial, o de grandes negocios, o de la banca, o de la política, que hoy están tan de moda, y que no han resuelto las inquietudes de este mundo, en una conciencia cada vez más clara de abandono e irresponsable rechazo de las exigencias que como tal tiene, para poder alentar situaciones nuevas que conformen una realidad mejor, respirable física y espiritualmente como si efectivamente lo habitáramos hombres cabales, y con un poco más de humanismo que, tanto falta hoy, y hasta con esa deseable consideración con los demás, para que todos viviéramos contentos, nuestros puestos, dentro de los parámetros de nuestra propia dignidad.

En principio es difícil, muy difícil, hoy, ser humilde, por la sencilla razón de que nos falta interioridad, condición necesaria para conocerse uno a sí mismo, y conociéndose, saber ponerse en su sitio, llegando desde ahí a lo que buscamos, y encontrado, ser constantes en una forma habitual de actuar, de manera que ese conocimiento mantuviese en su peso los estamentos diferentes de la persona para poder, en cada caso, y diferenciando situaciones que se miden con altura y reflexión, dar la respuesta más adecuada a cada situación, y sobre todo, poder obrar con esa prudente serenidad, que daría al hombre la posesión de una vida interior, que hoy, normalmente no se tiene.

Pero, seamos honestos y claros con nosotros mismos. Las condiciones que la cultura que estamos creando, y nuestra vida hoy nos dan, para obtener esta humildad, o para ser humanos, son nulas y, parece coherente del todo, que esto que llamamos valores, si es que lo son, que cultivamos y hasta con actitudes que consecuentemente nos tomamos como en serio, dándonos, incluso, el empaque necesario para aparentarlas, nos asistan con todo eso de aparato que vivimos a diario, y que tiene poco que ver con la dignidad humana, y sí con la frustración, el desengaño, la mentira, el vacío, y todo lo demás de insatisfacción que podamos soñar, porque la verdad es que los principios que mueven nuestra realidad actual, están lejos de lo que pudiéramos llamar una guía para la vida humana, y no dan para más. Eso es lo que agenciamos con nuestras obras y lo que damos a los demás, lo que a nosotros nos sobra, insatisfacción profunda, disgustos, discusiones, licor, tal vez la droga, desenfado, apariencias y desesperación, que uno no sabe a donde llevan, ni menos qué es lo que se busca con ello, sino es más de inflación humana, y nuestra propia destrucción, y, por supuesto, la del hogar, de lo que se llamaba hogar, ya que probablemente nunca hemos sabido qué era eso, ni para qué servía. Nunca tuvimos tiempo, en el fondo, para pensarlo. Pero eso sí, también nos vamos haciendo conscientes, poco a poco, de que nuestro yo desaparece, y que la doble personalidad es casi nuestro normal modo de vivir y de expresarnos, manifestándonos de tal, manera , que parecemos estar mas cerca del manicomio que del encuentro con nosotros mismos, y de todo lo que tenga que ver con la idea de responsabilidad que alguna vez, tal puede ser, vivimos.

Me pregunto con insistencia muchas veces ¿ por qué diría Jesús “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”? ¿Pensáis que, entonces, hacía falta la humildad, que El viera necesaria esta virtud, para levantar la cultura del momento y hacerla más útil al hombre? Y, me parece, que mirando su interior de una personalidad divina que acoge la naturaleza humana, y que la perfecciona en sí misma, mostrándonos las posibilidades inmensas que, a pesar de todo, el hombre, como tal, tiene, cuando se mira en Dios, porque es allí, me parece, donde tiene su mejor sintonía, pues el Señor debió pensar en lo que de verdad constituía la armonía de nuestro ser humano, y notó que faltaba la humildad. Porque es cierto que, como hombre, Cristo fue perfecto, y se sintió obligado, probablemente ante el espectáculo que aquella cultura tan cerrada al ser de la interioridad humana le ofrecía. Y es que una y otra vez confrontó su ser consciente con el hacer diario de sus oyentes, negado a repensar ese mundo de la ley, opuesta del todo al sentir de lo más humano, se mascaba el desprecio del hombre en sábado, y que sin amor, no tiene sentido, y era importante hacérselo saber; pero conocedor bueno de la realidad que tiene ante sus ojos, y observando con detalle que rehusaban reconocer sus debilidades, y confrontarlas a un trabajo fuerte de conciencia, mirando, además, que todos querían ser los primeros,... con serenidad y calma les dice a su discípulos: “vosotros no seáis como los soberanos que esclavizan a los suyos”, sino, al contrario, ayudaros los unos a los otros, aprendiendo a serviros, y así llegaréis a ser grandes.

Y es que, si, de verdad, quiere el hombre penetrar en lo profundo de su ser y adherirse a su existencia, no puede contentarse con una adoración contemplativa de si mismo, como si se tratara de alguien distinto en él, ni le puede bastar sentirse objeto de un estudio científico. Por este doblaje artificial de sí mismo, el hombre falsea desde el principio todas sus perspectivas; se separa y se disimula las dificultades mayores que experimenta, para nacer a una auténtica conciencia de sí mismo en la cual se ignora, no conociéndose más que desde fuera. En esta toma de conciencia consigo mismo, no solo se mutila, sino que se desnaturaliza. Porque no deja de ser verdad por más que lo ocultemos que el conocimiento de lo que se vive no agota la conciencia de sí mismo. Tan grande es el hombre.

Cuando uno piensa, al contrario, las dificultades que crea la soberbia, las tormentosas experiencias de negatividad y desprecio, que ella nos deja, pues todo lo destruye como un vendaval, empieza uno a darse cuenta de la necesidad de esta pequeña virtud. Pequeña en apariencia, nada más, pues desde un aspecto psíquico espiritual nos podemos dar cuenta de lo difícil que es practicarla de verdad. Implica un desprendimiento espiritual notable de todo lo negativo que en nuestra persona podemos encontrar, más que todo, confrontado con los demás, poniendo énfasis, además, en esa aceptación de nosotros mismos responsable y adecuada a cada momento, armónica con la impresión que de nosotros mismos damos a los demás, y digamos, que así, empezamos a sentirnos adecuados a la realidad que vivimos, o mejor, que teníamos que vivir y que tocamos ahora con una sinceridad inmaculada, que nos hace imposible dejar de reconocer que el esfuerzo a la hombría tiene su gracia, y hasta su peso en el crecimiento de uno mismo, y en la maduración personal. ¡Vaya si tiene fuerza esta humildad!...Sin ella no es fácil reconocer que el que tengo delante de mí, es un hermano, es más fácil creerse uno, lo que no es, y esforzarse por aparentarlo.

Sta. Teresa nos dice, por cierto, que humildad es andar en verdad, y no es posible andar en verdad, en la verdad de nuestro ser, solo y acompañado, sin esa nuestra convicción y afirmación del ser humano como tal en nuestras vidas, que de alguna manera confirma la verdad de lo que hizo Dios en nosotros, y por tanto, si es que esta nos interesa, de forma que este interés nos empuje al cambio, nos iremos convenciendo poco a poco, y por fin, de que importante sí es, y de que debemos empezar a practicarla, también, si queremos encontrarnos con nuestra realización personal adecuada a nuestro medio, desde la que veamos el valor evidente de los nuestros, que hasta ahora, no hemos reconocido, y por supuesto, con el convencimiento, también, de que podemos aguantar cualquier invitación de nuestra señora esposa, o señor esposo, a sentarnos a dialogar con ella, o con él, en lugar de salir huyendo, como cobardes, ante semejante atrevimiento normal de esta nuestra señora.

Pero hay más en esto de la humildad, y es que ella centra de tal manera al hombre que le impide sobrepasarse en sus apreciaciones negativas y hasta positivas sobre los demás, dándole esa especie de armonía personal en el decir y el hacer, ya que en su humildad sabe ver lo que él mismo da de sí, el esfuerzo que hace cada día por encontrarse en sí, el sacrificio que él puede aguantar por hacer felices a los que le rodean, y verse, momento a momento, transformado en ese ser que es, confrontado con el que le espera, en un ansia continuada de madurar y crecer. Claro ahí se encuentran posiblemente los caminos oscuros, los pasos difíciles que ha tenido que recorrer para llegar hasta aquí, y estando en su verdad, ¡qué bueno! goza la singular existencia reflexiva de tal condición, - no olvidemos a Sta. Teresa- , y pone el acento en lo que realmente vale de los demás, y se apresta a la escucha, al diálogo, da la importancia que se merece la verdad de los compañeros, o hermanos, o esposa o hijos, y se dispone incluso a aprender de los otros en las diversas oportunidades que la vida le da, bien consciente de que no es él, por cierto, el autor de la verdad.

María también en el magníficat canta a la humildad y engrandece al Señor porque ha mirado la humildad de su esclava. Y de nuevo la pregunta ¿por qué canta María la grandeza del Señor?... Precisamente porque ha mirado la humillación de su esclava. María ha sido promovida a la más grande dignidad que un humano podía esperar, ser Madre de Dios, y lo maravilloso es observar desde esta tan grande criatura de Dios, que todo lo que ella recibe lo achaca a que el Señor ha mirado la “humildad” de su esclava, es decir, María es consciente de que no es nada ante el Señor y El la levanta por encima de toda criatura, y en su humildad, la hace grande para siempre. María, entonces, sabe muy bien que todo lo que es y tiene, se lo debe al Señor. Claro, esto es Santidad, y no podemos negarlo, pero al mismo tiempo podemos ver que a nosotros nos hace falta un tanto de esta virtud para pretender que el Señor nos oiga, se acerque a nosotros y tomándonos en serio, sobre todo, quiera darnos la humildad. Pues sin El, de que no la conseguimos, es cierto. Porque lo que normalmente nosotros hacemos es oírnos a nosotros mismos, y maldita la gracia que nos hace tener que oír, por ejemplo, a nuestra mujer, a nuestros hijos, o a otros...y esto, ni que decir tiene, que está muy lejos del sabor de lo humano.

Tenemos que ir convenciéndonos de que hay que cambiar la sintonía que los valores tienen hoy. No voy a negar que nunca han estado en un funcionamiento completo, pero sí que me parece que hoy le damos al contravalor una importancia tan abusiva, que desbordándose, y haciéndonos mucho mal, nos está separando de lo humano, con verdadera frustración de muchos, y alegría de otros. Hace muchos años leí un buen libro, que se titulaba: El hombre en busca de su humanidad. Decía en su introducción: “En estos tiempos en que se someten a discusión todos los valores que en épocas anteriores permitieron dar un sentido a la vida, no hay tarea más urgente para el hombre actual que la búsqueda de un terreno seguro donde poder asentar firmemente sus pasos porque, de lo contrario, su rebelión contra las leyes morales que le vienen impuestas como tabús sociales o religiosos le llevará al abandono de toda regla y le reducirá a la esclavitud de un inconformismo sistemático, tanto más rígido cuanto que la imitación y el personaje juegan en ello un papel más inconsciente” (M. Légaut. El hombre en busca de su humanidad, pg. 9)

El encuentro con lo espiritual diríamos que pudiera ser el encuentro con nosotros mismos, con tal de que, a fuer de sinceros, nos decidiéramos a vivir de cara a verdades que hoy nos resultan increíbles. Quién le da bola, hoy, a estas recias palabras del mágnificat: El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Y uno, con fe, por supuesto, se da cuenta de que son verdad, y bastaría una pequeña mirada a la historia para crearnos conciencia de que ha sido así. Por ello es que, a pesar de todas las apariencias, sigo creyendo en que debemos luchar por mantener y enraizar en nuestras vidas esos valores humanos y religiosos, siempre en crecimiento, entre ellos, sin duda, la humildad.

Esforcémonos, pues, por dar un significado especial a nuestros días, que, me parece, necesitan del alcance de esta creencia en nosotros, como capaces, y creadores de un mundo, en que se pueda vivir realmente en paz.