Pentecostés

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.

 

 

       La verdad es que estamos viviendo la fiesta de Pentecostés, o mejor la Pascua de Pentecostés. En palabras más fáciles digamos que el Espíritu Santo se apodera de una manera, la más gentil imaginable, de los apóstoles, de su interior, de su vida, para darle completo sentido en una visión desbordada de lo Cristo importa y es para los hombres, y con una relación e interferencia evidente con el mundo entero.

     El Espíritu Santo, es, como sabéis muy bien, la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es decir, es nuestro Dios experimentado y manifestado a la comunidad en forma de fuerza espiritual invencible, que conoce y da energía, que alienta el momento más difícil del despertar de la Iglesia, que la acompaña siempre, y llena el corazón de los que le aman, con el encanto entrañable de un saber perfecto a qué a tenerse, y una fuerza motriz que establece criterios claros en cada uno de los que le sienten y viven a la hora de actuar para hacerles sentir en comunión real y efectiva con la Iglesia.

     Y es que esta tercera Persona es y se constituye por el amor del Padre y del Hijo, cuya relación expresa la fuerza de la tercera Persona en la grandeza divina, máxima expresión de su eterna realidad, que en ese afán de hacerse don para los hombres, se da a conocer en forma de fuego abrasador que quema la vulgaridad y el olvido, prejuicios culturales etc, y enciende, precisamente en este día de Pentecostés, el nacimiento oficial de la Iglesia de Dios en la historia. Fuente divina también de su crecimiento histórico espiritual, para siempre, después de derrumbar los miedos que en aquel momento llenaban la vida de los apóstoles, y posteriormente, la de todos aquellos que con más frecuencia de la debida, se duermen, tal vez en sus laureles, y olvidan o tienden a olvidarse que la fuerza original de la Iglesia no puede ser otra que la presencia divina del Espíritu de Jesús en nosotros, en nuestras comunidades. Por ello, y en general, en todo nuestro hacer humano apostólico, debemos dejar que esta divina Persona, establezca el ritmo de nuestras mejores motivaciones, y con su toque divino, nos entregue esa contundencia convincente que los primeros seguidores de Jesús manifestaron, dándoles en su palabra, también, a sus escuchas y buscadores de corazón, un sentido de vida abierto a sus personas de una manera única y profundamente actual y divina, para su ser personal y espiritual humanos.

     Claro, al Espíritu Santo lo conocemos, como a toda la Santísima Trinidad, porque Cristo, en su afán de hacernos más fáciles nuestras vidas, y darnos el aliciente interno, que da más contextura a nuestro ser humano, nos fue manifestando en los momentos oportunos, a cada una de las tres Personas Divinas. Esto me parece importante, porque si pensamos que Dios no hace nada, sin una razón suficiente, es evidente que en esta manifestación al hombre de lo que Dios es, sabe perfectamente que su conocimiento, y por supuesto vivencia de la realidad de Dios, ha de ser no solo fundante de nuestro ser humano, sino que en la coherencia de esta fuerza divina en nosotros, deberíamos experimentar su grandeza única en nuestro hacer diario, con esa solemnidad con que Dios opera el Cosmos y la seguridad que El tiene de cómo funciona, para que en nuestro hacer transfiriéramos siempre, la fuerza, armonía y seguridad personal, que demostraran que Dios está con nosotros y, sobre todo, nosotros con El, haciendo ese generoso esfuerzo y mérito de honrar esta presencia suya en nosotros, con lo que supuestamente este conocimiento de Dios implica en nuestras vidas.

     Pues os decía, que efectivamente Cristo, en su momento oportuno, nos fue revelando cada una las tres divinas personas, incluso la suya. Y al Espíritu Santo como que le dejó para el final, cuando efectivamente se dio cuenta, de que su misión jamás sería aceptada por sus discípulos y menos cumplida en precisión de Iglesia, sin esa presencia animada de su Espíritu, que diera el perfecto sentido al hacer diario de los apóstoles, en su comunión espiritual de amor mutuo y referencial a la comunidad cristiana. Mirad, por ejemplo, cómo San Juan en su cap. 14, versículos del 21 al 26 nos dice: “Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, - y de lo que les habla es, el que me ama guardará mi palabra-, y continúa San Juan, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho”.

     Es cierto, entonces, que este Espíritu, es el que da el pose de la realidad divina, es, si me permitís, el que hace que el hombre vaya reposando en su espíritu, en su interior, todo el ser de la presencia de Dios en nosotros, masticándolo con calma, y digiriéndolo con fortaleza, diría yo, conociéndole como debe se conocido y fortaleciendo nuestras vidas, como “fuente de donde mana la vida verdadera”, para al mismo tiempo, darnos el valor apropiado a cada circunstancia, en función de esa perfección que Dios representa, y pide para nosotros en nuestro quehacer diario. Porque, claro, nosotros tenemos al Espíritu desde nuestro Bautismo, y desde entonces viene queriendo hacer su obra en nuestro ser, de la misma manera que la terminó en el de los apóstoles, y debemos dejarnos hacer y remodelar en la línea de nuestro ser, en la seguridad que, por otra parte tenemos de que nuestra libertad será fortalecida, por que, me parece, que en el fondo de nuestro pensamiento, se juega, cómo no, con el hecho palmario de salvar nuestra libertad. Pero, francamente siento, que, esta postura es un error evidente, y muy repetido en nuestra pretendida vida espiritual. Pues entender nuestra libertad es siempre, fundarla en un mundo de elecciones posibles, que tengan que ver con los valores fundamentalmente humanos. Y, por supuesto, ningún cristiano, de verdad, me niega que Dios es nuestro valor fundamental, en el que se basan los valores que de hecho constituyen nuestras libertades, y nuestro mundo real libre. Por eso la secuencia del Domingo de Pentecostés nos dice: “Ilustra con tu luz nuestros sentidos, del corazón ahuyenta la tibieza, haznos vencer la corporal flaqueza, con tu eterna virtud fortalecidos”.

     Necesitamos recordar los momentos intensos de nuestra vida, porque me da la impresión de que, aunque todos los tenemos, me parece, estos momentos intensos, no todos recordamos esos minutos en los que nos sentíamos fuertes, porque una fuerza interior nos renovaba, y ponía en nuestra acción esa chispa de alegría, tan particular, que da la vida, cuando ella es intensamente vivida. A mi me gusta recordar la vida de la Iglesia en los primeros siglos de su existencia, porque me hace mucha ilusión poder renovar el espíritu que movía a esta intensa comunión de Iglesia, caudal de conocimiento y experiencia histórica espiritual que nunca termina de hacer su cosecha. Todos vivían unidos en la escucha de la palabra, en la partición del pan, y en la oración, según nos dicen los Hechos de los Apóstoles, y esto lo hacían en la fuerza que diariamente recibían del Espíritu de Jesús que, como a los apóstoles, también a ellos los animaba a sentirse seguros en todo lo que hacían, a pesar de todo. No eran ciudadanos de Roma, porque no adoraban al Cesar, pero eran ciudadanos en la comunión de la Iglesia, que les daba una nueva seguridad y tal confianza en ella que no sentían la necesidad del amparo de una ley externa a ellos mismos, porque el Espíritu que les daba vida por dentro, en cada circunstancia les señalaba y claramente lo que debían de hacer, y hasta el cómo que cada cosa tenia.

     Una vida cristiana consciente debe apoyarse, sin duda, en la fuerza del Espíritu. Debemos oírle con la firmeza con que Jesús les proclamaba un hecho contundente, “el Espíritu os hará saber de manera cierta que todo lo que os he dicho, es verdad”, y desde nuestro interior provocar su presencia activa, para que su actuación nos deje en cada caso la certeza de su bondad, y el recuerdo de su potencia arrolladora, que por arte de su misteriosa acción, provoca admiración y deseos grandes de participación en los que observan y viven nuestra entrega al Espíritu, con la seguridad de verdad, además, que implica todo evento presidido por El. Ahora ante la necesaria coherencia de volver a dar a los valores su ingerencia positiva en el mundo, pues prácticamente todo está casi perdido, ya algunos artistas comienzan a sentir muy dentro de si mismos la conveniencia de adosar a sus letras el sentido moral de la vida, frente al desenfreno del rock que en algunos momentos se ha presentado como diabólico, y que ha sido la norma de acción durante mucho tiempo, sin que nos atreviéramos a dar el contexto de nuestro cristianismo, con el fin de asegurar lo humano de verdad, e impedir que esas otras manifestaciones perjuras visitaran nuestros escenarios, del todo contrarios a una vida auténtica y feliz, en los que debe presidir el encanto no solo de lo que conserva los valores, sino que más que todo reactiva su fuerza en la conciencia de los que porque le llevan consigo, gozan el singular privilegio de sentirse animados por el Espíritu.

     Las tres Pascuas por ende, deben ayudarnos a vivir de manera continuada, el sentido total de la Pascua, que no es otro que la transformación de nuestro ser en el de Cristo, de manera que se vaya activando en nosotros la vida completa de Dios, el misterio entero de su esencia, en la renovación continuada de nuestro ser, para que las tres personas de la Santísima Trinidad, se muevan en su acción propia, y así, según el modo propio de acción de cada una de las personas, las vayamos, incluso, motivando a intervenir en nuestro crecimiento, según las circunstancias y dificultades, pues su Ser Divino se gozará en su potencialidad creadora, motivando la nuestra, y poniendo en orden las cosas de nuestro alrededor, restablezca nuestro auténtico linaje divino, en el misterio de cada uno de nuestros diferentes seres humanos.

     Desde luego, Pentecostés ha tenido una cara majestuosa en el nacimiento de la Iglesia, y magnánimo en su presentación le ha dado hasta espectáculo y esplendor al momento histórico que viven los discípulos de Jesús, pues el fuego, calcinando lo que no vale en las cabezas de los apóstoles, va haciendo nuevo todo nacimiento ideal y real en los responsables de su Iglesia, y así se lo hace saber y vivir a la multitud de los que viven ese prodigioso misterio renovador, que efectivamente sienten muy suya y cercana, la fuerza de este poder restaurador cambiando toda su vida de increyentes o curiosos, a aceptadores con gozo de su palabra y acción, por la fuerza de este Espíritu, y claro que se entregan gozosos a la experiencia de esta nueva realidad religiosa, que rasca y blanquea su interior humano, original sin duda, y como nunca soñaron.

     Qué fuerza más singular y atrayente impulsa ahora a la relación humana entre apóstoles y pueblo, en medio está el Espíritu, que hace y deshace a sus anchas, con el gozo, me imagino, de las otras personas divinas, que, por fin, ven animada a su Iglesia, y gritando en lenguas la novedad increíble de una transformación pública y gozosa que sería la misma raíz de lo un poco más tarde, llamaríamos Iglesia, Universal, sin duda, pues a ella estamos llamados todos por la fuerza que nos une de un mismo Espíritu. El de Pentecostés.