El adviento nuestro

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.   

      Estamos comenzando el adviento, y nos da la impresión de que el mundo, es decir nuestro pequeño mundo, está cambiando, porque la verdad es que todo se mueve alrededor de uno con un misma melodía, melodía que desafina a la hora de pensar en una fiesta cristiana, y sobre todo que arruina nuestra interioridad, sin ningún anhelo de verdad y de entusiasmo por dar sentido a lo que siempre lo ha tenido: El adviento. Ese comercio que en su consumismo se esfuerza por hacernos ver que es navidad, y ya nos vamos dando cuenta, gracias a Dios, de que nunca ha raspado, ni siquiera lo mas externo de la piel del adviento, que camina a nuestro lado valiente, entero, señalando en su aureola de misterio esa apariencia, la que se nos da en todo momento, cómo si ella pudiera alejar el contexto más real de lo que constituye la Navidad, nuestra Navidad.

     El adviento para el cristiano es de verdad uno de los momentos más fabulosos que el Señor a través de su Iglesia nos podría ofrecer. Por ello es que me he decidido ha escribir sobre este bello tema con la idea, por supuesto, de dejaros, a los que me leéis, el buen sabor de algo que en una sazonada esperanza nos da el sentido de la vida más recio que pudiéramos añorar. Primero está la venida del Señor que cada año celebramos con sentido de verdadera fiesta. La fiesta viene fundada como nunca, por el nacimiento de un niño, que nace, pero con una gran novedad, y es la de ser el camino, la verdad, y la vida de los hombres que le esperan. El nace en Belén de Judá, y nace como un niño, sorprendiendo a todos los que después sabríamos por la fe quién es Él. No cabe la menor duda de que el momento más sublime para la humanidad entera, tiene que ver con este nacimiento. Es Dios, nosotros lo sabemos muy bien. Y la verdad es que es poco lo que enfatizamos esta realidad. Porque no se nos ha ocurrido creer que fuéramos tan sólidos en nuestro ser, para que alguien del cielo necesitara nuestra naturaleza, y se dignara bajar a nosotros. Y al contrario, siendo tan débiles nos parecería imposible, a nuestro modo de racionalizar, que el mismo Dios quisiera hacerse uno de nosotros. Qué ganaría Él, ese era nuestro modo de pensar, y sigue siéndolo lamentablemente. Porque, pareciera mentira, hasta en esto nos cuesta ver la verdad, el hombre real, solo desde su propia naturaleza caida, y contumaz, que desde su propia interioridad, debería saberse ver como es, para darse cuenta de que, efectivamente, necesitamos en nuestras vidas, a Dios, con nosotros. Y cierto, la imagen y semejanza que de El tenemos, nos hace de manera tan diferente a todo lo demás que existe en el cosmos, que de una manera natural, como que domináramos este cosmos, que, en verdad está hecho para nosotros. Pero, ni esto tenemos, sino es a cuenta gotas, y siempre al margen de lo que es la ética, y de espaldas al hombre real, y el respeto a la humanidad, de forma que de una manera o de otra, nos las apañamos para estar siempre lejos del pensamiento de que Dios sea una necesidad para el hombre, el ser más interior a nuestro propio ser, como diría San Agustín. Pero nuestra imagen y semejanza suya, está ahí…

     Por eso digo que el adviento es más que todo nuestro, es decir de los que se sienten cristianos, y viven cristianamente. Nosotros sí sabemos que viniendo nos ha realzado nuestro humanismo al máximo, con aquella su misión salvadora de dar la libertad al esclavo, el camino al cojo, la luz a los ciegos etc, etc, que, no ha dejado, de amarnos, que nos ha dado un sentido nuevo a la historia, y por supuesto a la nuestra, que ha levantado a la humanidad de su prostración de pecado, y que con todo lo negativos que podamos encontrarnos en muchos momentos, sabemos que contamos siempre con su presencia, “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” para ayudarnos y hacernos saber, con más precisión, esa su condición positiva siempre, y en todo caso, vemos que con su gracia nos confirma en la seguridad de que su venida no ha sido inútil, pues notamos evidentemente la diferencia entre su presencia y los otros factores que con frecuenta conforman nuestro mundo, que hasta quieren arrebatarnos la felicidad de poseerle, pero que, a pesar de todo, no descoloran la realidad profunda que vivimos con Él, y la concienca clara de que Él nos cuida.

     Estamos pues celebrando la esperanza de su llegada, y esta esperanza la tenemos que hacer ver a los demás, con el entusiasmo que estas fechas levantan en todo el mundo, que aun sin conocerle, sí han asumido el contenido, al menos material, y significado consumista, natural, al aire del verdadero desconocimiento de lo que Él trae para nosotros, su nacimiento, con la belleza de su caracterización profunda de siervo, desde la bíblia, que el cristianismo ha dado con placer evidente a los hombres en estos momentos y precisos días de la historia, y en todo caso a la sociedad en que vivimos. Sociedad que tendria que saber aceptar con respeto, y sobre todo con acogimiento del hecho de saber que la esperanza de verdad está en el núcleo central de su mensaje, y que nos lo pone a la mano de nuestra posibilidad, para aquellos que con verdadera libertad queramos acogerlo. El adviento en esta acepción es precioso, y de una ternura que asombra a los que quieren profundizar su palabra. Llegada, Él llega. Y tenemos que prepararnos para recibirle como se merece. Y claro, nos hace recordar cuántas cosas nos faltan para vivir en sintonía con la verdadera circunstancia de su nacimiento. Nos faltan los detalles de la elegancia, de la sonrisa, de la acogida familiar, del rostro templado y alegre, sí, alegre, dentro del presupuesto que la libertad de nuestrra acción experimenta, y en cada caso, pueda generosamente reencontrar para dar a todos, y sin medida. Porque me puedo imaginar la grandeza de celebrar su nacimiento con la pobreza que Él en su medio, en estos momentos vive y nos enseña como paradigma de su esencia de ser personal y humana. Es una pobreza material, qué duda cabe, pero sobre todo espiritual que atrae, y señala las condiciones donde los humanos mejor pueden entenderse, en esa contemplación de lo que, como humanos, necesitamos en profundidad a la hora de realizarnos como personas. Esa actitud es, sin duda, un darse a todos, en la risa, en el encanto de sus movimientos de niño, en la apreciación de saberse feliz a pesar de todo eso, y hasta quizás por eso, y este sentido de don, es lo que más afina a un verdadero cristiano a la hora de sintonizar con el adviento. Así, no podemos negar que su venida en cuestión de amor, y nos impronta por así decirlo, con su presencia de niño, que hasta ahora, siempre ha supuesto un encanto nuevo en cada familia y en cada mañana, porque ello resalta su intento de ser hombre con todas sus fuerzas y consecuencias, que no es un engaño su venida humana, como su sonrisa y alegría abierta claramente nos dicen, y nos dan. Es decir que en esta espera, recibimos lo mejor de nosotros mismos en la perfección que alienta la persona de Cristo Jesús, Dios y niño.

     Ello nos indica que debemos preparar ese 25 de Diciembre, con toda la ilusión posible, porque no podemos desaprovechar la oportunidad de perfección que en su infancia nos da el niño, y porque crea ilusión de verdad una motivación tan seria para ser mejor unos con otros, considerándonos y pensándonos en lo que somos, familia, desde ese que nace para nosotros, para transformar nuestas vidas, al aire de saber que nuestra esposa e hijos, esperan eso como mínimo, para poder celebrar la Navidad con la alegre espontaneidad, y dicha familiar hogareña y personal agradecida. Y es evidente que tenemos que hacer el mejor esfuerzo, por saldar positivamente estos días que nos faltan al nacimiento, y nos debe animar la esperanza cristiana, fuerte, que en estos momentos históricos debe habitarnos. Porque no me cabe la menor duda de que el motivo más ligero, que menos pesa, pero que más favorece nuestro encuentro en estos días, es precisamente el saber que es el mismo Dios, quien pone en nuestro corazón ese deseo de identificarnos con Él, con los nuestros, para hacerlos de verdad, y de una vez, en esta Navidad, felices.

     Además todo esto es tan conforme a nuestro ser personal, que nunca lo podriamos llamar perder tiempo, porque en nuestra conciencia queda como un valor superior de peso, que al compararlo con la vida anterior y negativa que llevábamos, nos hace ver nuestra propia realidad, y sobre todo, lo que perdemos cuando nos alejamos de ella, todo eso que soñamos incluso en años anteriores y que nos dolía a fondo por su abandono e infidelidad consecuente. Lo que hemos venido haciendo, entonces, ha sido el reconocimiento de nuestro ser engañado, que ahora claro, y Dios quiera que sea por mucho tiempo, en nuestro adviento, tiempo precioso al encuentro mutuo, ofrecemos todo lo que hacemos a la felicidad de nuestra familia, pero sobre todo, al verdadero entendimiento con nosotros mismos, a nuestra propia aceptación, a no tenerle miedo a esa sinceridad con nuestro ser personal, que nunca nos debería faltar, y referida, sobre todo, a los que digo que amo, y que no acostumbraba a vivir, pero que, ahora, se me ofrece como una oportunidad de oro, para dorar tántas cosas que estában esperando el momento este, y que supone una aceptación de mi realidad, como es, para poder cambiarla cuanto antes, y dar sentido a lo que tántas veces he aspirado, y cuyo olvido lamentablemente causa esos momentos largos de ausencia de mi mismo y mis cosas importantes, y sobre todo, oscurece ese compromiso serio de nuestra fidelidad a Dios y que opera, a través de nuestra conciencia de unión con Él.

     Digamos, pues, que nuestro adviento es una oportunidad que cada año el Señor y la Iglesia nos ofrecen, para hacer una revisión de vida que nos viene, pero que muy bien. Oportunidad que sería necio no aprovechar para tapar todos los agujeros que en nuestros hogares hayamos podido venir observando y que desdecían no solo de nuestra dignidad de cristianos, sino también, estoy seguro, de los mejores propósitos que nos habíamos prometido muy felices, en la seguridad de poderlos cumplir, y sobre todo de los deseos de los que amándonos nos esperaban con los brazos abiertos para rodearnos.

     Pero hay más, mis queridos lectores. La verdad es que nosotros estamos destinados a una eternidad feliz, porqué no decirlo, hoy que tantos hombres niegan esta realidad palmaria a todo ser humano. Pero “D. Miguel de Unamuno, ese gran Rector de la Universidad de Salamanca, y poderoso filósofo y escritor fecundo y bueno, que no sabía si merecíamos un más allá ni que la lógica nos lo muestre; "digo" -seguía- que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello ni hay alegría de vivir, ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo esto de decir: "¡hay que vivir, hay que contentarse con la vida!" ¿Y los que no nos contentamos con ella?” Don Miguel se atreve, pues, a afirmar la absurdez fundamental, si no hay un más allá. Pues sí, con permiso de D.Migeul de Unamuno, digamos que hay ciertos hombres que llevados de su individualismo, quieren creer que solamente son hombres si, como dicen, nadie les manipula, ni siquiera Dios, añaden. Creen que su libertad es cerrarse a todo lo que no sean ellos mismos, lo que es un error a todo dar, ya que cualquier psicólogo, o mejor filósofo de peso, nos dirá que nuestro ser es abierto, desde luego a la verdad, al bien, al amor, y sin cuyos valores el hombre no tiene de qué apreciarse, y menos creerse que al mismo tiempo que vive una vida cerrada a sí mismo se está realizando en la felicidad del amor, o viviendo la libertad a todo pulmón, si en el fondo no tiene otra opción que su propio egoísmo.

     Nosotros sí estamos llamados a la eternidad, y la Iglesia nos ofrece en el adviento una oportunidad magnífica para arreglar nuestro mundo en sintonía con la eternidad. Pues sí, porque es evidente que con un poco de cuidado podemos tender durante toda nuestra vida a ser esos hombres íntegros que pide la responsabilidad de cada uno. Quién más quién menos durante este tiempo se esfuerza por hacer sintonía con los suyos de la mejor manera posible. Ese esfuerzo no debe ser de un día o de una pequeña temporada, debemos pensar siempre en el mañana, vigilando nuestras conductas para que nunca desdigan de ese don maravilloso que Cristo nos trae en su venida. Él, si conscientemente se lo pedimos, nos va a ayudar. Digámosle con San Anselmo: “ayúdame a buscarte, muéstrame tu rostro, porque si tu no me lo enseñas no puedo buscarte. No puedo encontrarte si tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé buscándote; amándote te encontraré, encontrándote te amaré”. Y qué bien, esparar así de claros su segunda venida, la apertura a la eternidad.

     Ahora solemos adornar las casas, y debemos hacerlo, porque la verdad es que no todos los días son el adviento y la espera de este Señor que nos ama, y que con los brazos abiertos pide de nosotros esa generosidad que puede ser pauta en nuestros hogares. Hacer un caminao real a esa invitación que el adviento nos hace, es lo que pretenden, por ejemplo, esas coronas, que normalmente son parte de nuestra vida diaria en nuestros hogares, durante este tiempo. La corona es un simbolismo de la eternidad, y lo mismo de la unidad, las tres velas moradas son los tres domingos de adviento, peleemos durante estos tres domingos y demos en la diana de esa realidad, tántas veces soñada para nuestro hogar, busquemos esa unidad del hogar que la corona nos pide, sin escatimar esfuerzos, es decir, con generosidad de enamorados. Enfocando nuestra acción a esa vela blanca que representa al Señor que nace, estamos orientando nuestra vida a Dios, y celebraremos, al final, una Navidad original, cierto, pero además llena de paz de alegría y verdadera felicidad.

     El adviento es tiempo de esperanza, pero de una esperanza digna del hombre. Sabemos muy bien que las cosas de aquí abajo, se nos han dado para dominarlas, y no podrán nunca llenar la inmensidad del corazón humano. Por ello, no por otra razón, se nos hace tan imponderable y urgente el tema del adviento con el sentido propio de alentar esta esperanza a esa eternidad que Dios nos regala. Estoy seguro que nosotros, no echaremos el asunto en saco roto, y aprovechando el momento terminaremos por ser los sensatos que vigilando nuestro ser, vamos preparando con calma y con fe, nuestro futuro eterno, esperando en la palabra de Dios, que no nos falla.