María, Madre nuestra

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.   

 


 

María es nuestra madre, no me cabe la menor duda, y lo es, porque su Hijo quiso claramente darnos esa ayuda, teniendo en cuenta nuestra personalidad, en los mil problemas de la vida que podamos tener, y sobre todo para que nunca, como cristianos, podamos decir que nos encontramos solos.

 

Claro, los hombre tenemos una racionalidad de la que debemos sentirnos bien orgullosos a la hora de hacer. Es esta racionalidad la que en último término se impone en nosotros en las múltiples circunstancias en que nos toca vivir, y no vamos a negar que en general  responde  bien, aunque es claro que en estos días deberíamos hacer un esfuerzo por clarificar nuestras responsabilidades humanas, en orden a asegurarnos de que estamos jugando con responsabilidad nuestro juego humano.

 

Es curioso cómo Cristo, solo al final de su vida, nos  hace entender la necesidad que tenemos los humanos, en el orden espiritual personal, de crecer y madurar como hombres, y para ello, nos entrega a su Madre. Sabemos que unos momentos antes de entregar su vida  al Padre, por nuestra salvación, desde la cruz, se dirige a Juan y le dice: Ahí tienes a tu Madre, y desde aquel momento el discípulo la tomo por suya. Precisamente el griego nos hace ver que esta actitud de Juan al recibirla como suya a María, no es algo externo a nuestra propia personalidad, es más  bien,  íntima y necesariamente pertinente a su propio ser “aidía”. Es mas elegante y más auténtico que la traducción muy extendida “en su casa”, que no significa  más que unos muros, que, muy bien, pueden presentarnos una realidad descarnada, aunque no sea este el caso.

 

El compromiso de María, por cierto, con Jesús, es maduro y serio y responsable como corresponde a la realidad  humana de que se trata, cuando su hijo Jesús se encarna en su vida y la hace su Madre, y en ella aprenden a ser hombres  de verdad, justamente, el mejor de los hombres, el  perfecto, y la madre soñada en perfección y pureza. Nacido de ella, la llena de gracia, por el Espíritu Santo. Y desde entonces la relación madre e hijo viene medida por la coherencia  de vivir esos datos referenciales mirando los caminos creados y hechos realidad en los corazones de esta Mujer y de este Hijo.

 

Y me da por pensar que Cristo hace ahora esta entrega, por que sabe perfectamente que ahora, es cuando ella, la Madre, ha sellado con su conducta la grandeza de serlo, y del Hijo, la necesidad de proclamarlo ante ese sufrimiento oculto, pero siempre íntimo y materno, que esta Madre ofrece a todos los hombres precisamente en estos momentos del camino a la cruz  y en la cumbre de de su propio Gólgota.  Por eso, ella ya no deja tampoco a los apóstoles, porque los sabe suyos, y debe cumplir la misma instancia que le llevó a ser la madre de Jesús. Es precisamente la continuación teológica de ese cuerpo místico que ahora empieza a hacerse historia y sentirse como  realidad perenne humano divina, en la Iglesia, y cuya cabeza es, ni más ni menos, que su Hijo. Y que en silencio, entre mística y agradecida, y con grandeza humana divina, vive María esta maravilla de ser madre, de todos nosotros, desde estos momentos históricos  hasta el momento de su asunción a los cielos, y toda la eternidad consiguiente.

 

Veis entonces, mis queridos lectores, que es verdad que María es nuestra Madre, y no me digáis que esto no es fortuna para  nosotros. No creo que nuestra forma de vivir sea tan feliz como quisiéramos, para prescindir de nuestra Madre, pues vivimos nuestro tiempo con más infortunios que nunca y con más  dificultades, como Cristianos que antes. Muchos nos sentimos solos, a pesar de los muchos testigos que nos observan. No sé por qué no darle la razón a Jesús de que en verdad necesitamos una madre.

 

Si somos cristianos de verdad no creo que nos cueste mucho aceptarlo. Pero y si no lo somos, pretendo creer que nos vemos como hombres normales, quizás con más necesidades humanas de las que confesamos. Pero en todo caso abiertos a la verdaderamente humano, y qué más humano, decidme, que el regalo de esta mujer, María, como madre, que Cristo nos  entrega.

 

Invocadla, decidla que la necesitáis, dejad que su influencia os vaya llenando poco a poco ese interior, ahora vacío. No tengáis vergüenza. Proponeos sentiros hijos, con los sentimientos más acomodados a esta realidad. Y estoy seguro que empezaréis a sentir, en principio, la novedad de lo humano, cerca de vosotros. Hasta puede que os convenza el mismo Cristo. Pero en todo caso, y estoy seguro, empezaréis a vivir la nueva realidad  de hombres,  que, por fin, han encontrado a su Madre. La del cielo y de la tierra, la de la eternidad.