Los niños con sus padres

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


La verdad es que este es un tema triste por las situaciones tan dolorosas que nuestro tiempo está haciendo vivir a nuestros niños. Nunca, a fuerza de sinceros, hubiéramos podido imaginar semejante atropello para la humanidad desprotegida de los más pequeños, que el que está sufriendo la infancia hoy alrededor del mundo. 
Hace unos días terminaba en Panamá la reunión de Iberomaérica, donde nuestros líderes supuestamente iban a hablar del problema de nuestros niños en América. Total, que por pitos o flautas, no hicieron nada a favor de tanta incoherencia humana, y fueron en este contexto tan insolventes como la humanidad, que criminal ella, con todo, como que esperaba un gesto apasionado de humanismo y generosidad de parte de nuestros políticos para con nuestros niños.

Pues,... a pesar de todo, y desde siempre la infancia ha sido un lugar para soñar, un lugar de encuentros. Los mayores, es decir nosotros, probablemente hemos tenido todavía la suerte de mirarnos por dentro, y encontrarnos en nuestro momento histórico infantil, llenos de gozo, y hasta sorprendidos, al vernos dentro de nosotros mismos, con un remanso de paz, con un montón de recuerdos nuestros...sólo nuestros, y bellos, en nuestro interior, que nada ni nadie nos puede dañar,... tanto era el cariño y la ternura recibidos a raudales de nuestros padres, en nuestras infantiles inseguridades, pero además revitalizador, porque, en nuestros momentos revueltos y turbios de ahora, siempre hemos podido leer en aquellos de la infancia, la seguridad que necesitábamos para el momento que nos angustia. Y... qué alegría, qué dicha, poder absorber de nuevo, eso tragos deliciosos de felicidad que embargan nuestro ser, ahora, quizás, tan diferentes y doloridos como nos vemos, incapaces del llanto inocente de entonces, y aterrados por el peso de lo desconocido en nuestro vacío actual...

La infancia de hoy no se merecía semejante desprecio y abandono. Pero es que, hermanos, seamos honestos, el desprecio del niño comienza ya en el abrazo matrimonial joven y egoísta, que no sabe de otra cosa, y no experimenta nada más que sus propios placeres, envueltos en la inconsciencia de turbios intereses satisfechos, sin otro porvenir que el momento, supuestamente feliz, pero enrojecido, además, por el rechazo del hijo, que no hace sentir la grandeza del hombre, porque en la conciencia de la pareja, llama e interpela el niño pidiendo audiencia, que nunca se le concede. Aquí, el niño es un estorbo, qué duda cabe. Y ni pensar que para las bodas de hoy, el niño pueda ser un sueño que llene el vacío frecuente de los que se casan. No piensan en otra cosa que en su propio encanto, no ven más allá que lo que pueden inventariar en su deseo de más, mucho más, indefinido y sin cara, que el porvenir de esta sociedad ofrece.

Después, cuando el niño llega, sigue siendo el solo de la casa, sintiéndose de verdad, solo, porque a ratos no tiene ni padre ni madre. Y no los tiene, porque para entonces ya papa y mamá, no se entienden; papá porque no llega a casa, y mamá frustrada, por el dolor que la enajena de una ilusión tan querida no hace mucho, y ahora rota, hecha añicos, de un esposo que ya empieza a no serlo porque se pasa el tiempo en su negocio, si lo tiene, o en su trabajo, o en el bar o con sus amigotes y amiguitos, o con su amante,... o con su madre o su padre, siempre pensando fuera del hogar los tiempos que debía entregar a su esposa, y también, cómo no, a su pobre hijo... que, ahora ya, no tiene a nadie, y definitivamente estorba en la casa, en lo que era nuestra casa.

Este el es panorama de hoy para mucha, de nuestra infancia. Y nos quejamos de que hay niños de siete años en las minas y en las guerras...- aquí en Costa Rica hay muchos niños en la calle-, y otros miles de trabajos denigrantes para esta infancia. Y nos duelen los esfuerzos de los mayores para destrozar y destruir los sueños de nuestros hijos atormentados por pedófilos inescrupulosos y degenerados que los sacan de sus hogares para anegarlos en el mar proceloso del vicio, y sobre todo, del desprecio humano.

Pero ¿qué dolor es este, que no es capaz de cambiar el rostro infeliz de nuestros hijos, para darles lo que ellos necesitan, una infancia más auténtica, que nos pueda hacer ver que son sensibles a las delicadezas de una niñez que goza y que se realiza?.

Hace unos días veía en un programa de T. V. una encuesta que el reportero le hacía a unos niños. Creo que era en Panamá con motivo de la última cumbre. Se les preguntaba, a los niños, qué querían. Unos respondían que no querían tantos trabajos en la escuela. Otros, que en casa no les agobiasen con los deberes del colegio. Otro, que sus padres fueran más cariñosos, que la sociedad fuera má comprensiva con ellos, que tuvieran un lugar en el pensamiento y corazón de los mayores... Y finalmente el último decía: que nos dejen gozar nuestra infancia, porque... ¡ solo tenemos una...!

Al principio he titulado los niños con sus padres, en la idea de que eso es así, y así lo debe entender todo el mundo. Lo que debe ser parece tan sencillo y tan natural, que a uno le sorprende, de verdad, la infelicidad de nuestros hijos. Lo he puesto en la idea de que viéndolo, al leerlo, se nos haga interiormente una idea fuerte, que nos lleve a pensar, que tenemos que cambiar mucho las cosas para que nuestros hijos no sufran tanto, pero de que, poco a poco, podemos cambiar las cosas ... No hay duda. Pero, cierto, los hijos tienen que estar con sus padres, y además ser conscientes los padres, de que les estamos haciendo una vida de niños, que gozan en su hogar el placer, enorme placer de realizarse como niños, mirándose y riendo con sus padres, porque en la cercanía de esa presencia sienten el ser delicado de sus hijos que se enhebra en el corazón de sus padres contemplándoles al sentirse queridos y entendidos en la mirada que todo lo recrea en la pasión de los que se aman.

Esto es un reto, no cabe la menor duda, pero que debemos dominar al comienzo de este tercer milenio del nacimiento de nuestro Cristo que lo dio todo por nosotros.