La verdad y el ser de la tragedia en el hombre y la familia

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Estoy pasando las últimas horas de mi estancia en España. Las impresiones que me quedan de estas vacaciones son muchas y muy intercambiables en el sentido de que las fuerzas ideológicas y temperamentales que las alimentan son de lo más variado y complejo, al mismo tiempo, que pueden ocurrir, pero, por supuesto, me dejaron casi atónito, por sus consecuencias, los múltiples escritos sobre el terrorismo que tira abajo las dos torres gemelas, ejemplo de esfuerzo y tal vez de poder político para todo un pueblo, y también de dignidad, en la mente de los que las derrumban, y que además conllevan un corazón lleno de odio y animadversión para ellas, que al final da al traste con el significado y realidad de esas torres en su historia. 

Y este ha sido el tema que me ha acompañado, de una manera y de otra, durante mi estancia en estas tierras de España. La verdad es que desde el principio y antes de que el tema se sometiera a cualquier juicio de interpretación, me pareció la cosa horrorosa por su importancia, sobre todo política. Pero siempre pensé, ¿dará pié a un estudio serio de los porqués de esta horrible catástrofe que el mundo padece en estos momentos?

He tenido que vivir por causa de mis estudios en los Estados Unidos, y la verdad es que me precio de conocer un poco la singladura difícil de este pueblo. Y claro, la respuesta que el mundo debiera dar a esta acción criminal, en el peor de los sentidos, fue unánime en el sentir de la humanidad, porque en principio a todos nos pareció sencillamente horrible en un mundo civilizado y culto que respeta la dignidad de todos y lucha por su valoración y significado personal. Pero no cabe la menor duda de que, en estos momentos, debemos hacer un esfuerzo más notable por encontrar de verdad a los criminales del hecho, porque la justicia terrorista tiene muchas aristas, la más difícil es la temperamental que crea en el pueblo que la sufre, y que por ser ahora en el más poderoso del mundo, y el menos acostumbrado a este tipo de sufrimientos, hay una cierta tendencia a confundir el dolor del momento, con la exigencia de una justicia generalizada, que se casa muy mal con la aceleración de los hechos a estudiar, que llevan y exigen, de hecho, determinaciones de muy diferentes campos sociales, políticos, psicológicos y humanos, y en todo caso, matizaciones que exigen tiempo y dedicación. 

Por otra parte también los terroristas, por inhumanos que nos parezcan, merecen el respeto de los humanos, y hay que proporcionarles, en la medida de lo posible, una justicia lo más real y eficiente en el nombre de la ley que a todos nos ampara y defiende. Sin embargo, a la hora de la verdad, se nos ocultan sus maquinaciones, y casi nunca, de momento, al menos, sabemos ni sus nombres, ni sus afiliaciones políticas, ni sus odios o rencores, ni mucho menos ilusiones y quereres, desde los que, estudiados, pudiéramos tal vez llegar ir a su mundo personal, que lo tienen, y sus motivaciones. Este conocimiento de su mundo personal, como el de cualquier otra persona, nos daría elementos de juicio más humanos que los que depara el momento psicológico difícil de la tragedia, para juzgarlos con el sentido de la justicia que buscamos. 


En todo caso lo que más debe importarnos es la situación de los inocentes. La inocencia no es que tenga derechos especiales, pero es evidente que su situación concreta nos separa del todo de un mundo de justicia en el que nos amparamos para sentirnos más nosotros mismos, de alguna manera, en y con su mundo especial de inocencia, que no daña y que nos hace andar por un mundo de sueños y bellezas diferentes a las que usualmente vivimos. La inocencia por eso nos urge este mundo de justicia. De los inocentes que han muerto en el acto de terrorismo, tan deleznable, y que claman por la justicia real, como su inocencia merece, pero también por los inocentes que tengan que morir debido a esa búsqueda de la justicia que los inocentes se merecen. 

Y este es el tema al que, ahora, empieza a pedir cuentas el mundo, y a exigir que una guerra no tiene ningún derecho, y sí lo tienen, en todo caso, los inocentes, a plantearse frente y en contra del inocente, cuanto menos a meterse con él, o lo que es peor, a eliminarle. La guerra en todo caso se hace contra un enemigo claro y definido. Esto es lo que en mi pensar marcha peor en este mundo de hoy. El enemigo no está definido, y a nombre de una persona, criminal Bin Laden, se hace una guerra, que no se ve fortalecida por la noticia de un castigo pronto y real al que se lo merece. Y como esto sucede una y otra vez, nos cansamos, y con razón, de tanta muerte injustificada, digámoslo de una vez, de inocentes. Hacemos cosas que parecen, en nuestro juicio primero y actual crucificado por la rabia, y el dolor del momento, que nos acercan a la justicia que buscamos, a pesar de las múltiples experiencias contrarias que el mundo de nuestra historia, de una manera o de otra, tiene contra esta actitud experiencial. Pero qué poco hace falta para convencernos de que así, las cosas no pueden avanzar como humanas. Qué duda cabe que las guerras del mundo nos han dado ideas claras sobre ciertas formas de actuar que no se pueden justificar de ninguna manera.

Hoy se habla ya de una lucha entre Oriente y Occidente, de una cultura contra otra, de una religión, la cristiana contra la musulmana. Y me parece que es llevar las cosas más allá de lo que la primera situación se merece, por muy grande que la queramos suponer. Estamos hablando de terroristas, de personas que como tal se hacen indignas de provocar la aprobación de la sociedad. Y es esto lo que nos debe hacer pensar desde la perspectiva de la justicia. ¿Qué debemos hacer? Desde luego oponernos a la muerte de inocentes, y en todo caso intentar ser lo más justos en nuestras apreciaciones y acciones con los que nos hacen mal, de modo que tampoco demos pié a que nuestro pensamiento se manipule, ni manipular a nadie. Ser justos implica que sabemos bien cómo debemos tratar al terrorista o enemigo nuestro mortal. No tomemos la justicia por nuestra mano, a no ser que esté en peligro nuestra propia vida, o, en otras palabras, defendamos nuestra propia existencia de un peligro cierto de muerte con nuestra acción, pero que siempre hagamos lo que en nuestra mano esté para que el malhechor sea llevado a la justicia. Y allí, con todos los presupuestos de una auténtica defensa a su favor, esperar que lo justo se alumbre, y que todos tengamos la satisfacción de recibir la justicia que nos merecemos.

Claro, ¿cómo aplicar todo esto a nuestras familias? Pues en principio debemos hacer lo mejor que podamos para que nuestra relación mutua no sea nunca considerada como enemiga de nadie y menos de nosotros mismos o de nuestra familia. Nunca nos ofendamos de manera que nos pueda dar la impresión de que no nos importamos nada el uno al otro. Si esto vivimos estoy seguro de que aprenderemos a tratar a los demás como se merecen. Y no cabe la menor duda de que la vida nos irá preparando para dar la mejor respuesta, adecuada a los tremendos problemas que la historia y la actualidad nos presentan.

No nos debiéramos dejar sorprender con situaciones como la que internacionalmente estamos viviendo ahora. Ni mucho menos dejarnos ganar para causas que no responden a lo que la historia nos pide. Indignémonos por lo malo que nos rodea, y sobre todo por las posibilidades nuestras de hacer mal al otro, pero sepamos en cada caso aislarnos para pensar lo debido, sin tener que lamentar en nuestra conciencia equívocos mentales que destruyen nuestro mejor humanismo, en esa relación abierta y clara que todos debemos mantener unos con otros, en lugar de la muerte del otro de una manera o de otra. 

La verdad y el ser de la tragedia están ahí, y en cada caso debemos ser capaces de aprender a ser hombres en ella y por ella. La tragedia es el resultado de nuestra debilidad frente a la fuerza de la naturaleza que a ratos nos puede, a pesar de todo. También de los instrumentos que inventamos y que utilizamos de mala manera. Pero sobre todo la tragedia se asienta, a veces, en los mismos que nos rodean, o sea, nuestros hermanos los hombres, que se nos hacen muerte y ofensa en el camino, con sus odios, a veces con su ignorancia, con sus rencores que no se pueden mantener por mucho tiempo adentro sin pensar en el daño posible a los demás que estos odios procrean. Todo ello tiene que servir para hacernos más humanos, para enseñarnos a vivir de modo que nuestro juicio y nuestra acción sean resultado de la coherencia en nuestro pensar y hacer.

Así seríamos los hombres que, en cada caso, sabiendo a que atenernos, edificáramos un mundo más humano y feliz que el que nos posibilita el terrorista de hoy, en la casa o en la sociedad.