La Semana Santa

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Ciertamente la Semana Santa es la semana grande de la humanidad. Todas las grandes aspiraciones del hombre quedan cubiertas con las consecuencias que se derivan de esta Semana Santa, y durante esa Semana Santa acaecen.

No es fácil, en estos momentos que estamos viviendo, percatarse de la importancia de los hechos que sucedieron, estos día, allá en las tierras lejanas del Oriente Medio, y en Jerusalem en concreto. PERO ESTOS HECHOS CAMBIARON LA SUERTE DE LA HUMANIDAD ENTERA. Nuestra superficialidad y exterioridad impiden el gozo de sabernos pensados y queridos por un Ser extraordinario, nuestro Dios, que llamamos Jesús de Nazareth. Hoy, motivados por otras ideas, los hombres, al menos muchos de ellos, se limitan a ver la situación como una oportunidad para descansar. Otros muchos, agenos, por otra parte, a la sensibilidad de la espiritualidad cristiana, tampoco perciben la importancia de los gestos del Señor Jesús. Pero deberíamos saber mirarnos por dentro y a la luz de esta mirada tan necesaria y humana, armonizar las diferentes tendencias que en nosotros habitan, para dar a cada exigencia su propio remedio, haciendo además que las movimientos negativos nuestros, cedieran al encanto de una entrega, sin duda tan generosa, por parte de un Hombre –Dios, de unos valores que sobresalen de su actitud, el amor, la humildad, la obediencia, la inocencia, etc que apostarían por una razón humana e intento consecuente de vivir con sentido, la apuesta por la unidad de nuestro ser humano. Somos personas y lo espiritual, es la razón más profunda del ser de la persona, es lo que nos diferencia y nos da la prevalencia sobre todo lo que en el Cosmos funciona y existe.

Pero, además, qué duda cabe, nos sentimos sorprendidos, a poco que reflexionemos, por la maldad de los hombres que nos rodean, pero sobre todo por nuestra propia malicia que, como decia San Pablo, por más que aspiro a lo bueno, no deja de atraerme lo malo. Ya en el domingo V de Cuaresma vemos cómo, Jesús, rompe definitivamente el círculo de la culpa y la condenación, abriéndonos unas perspectivas infinitas que nos dan la libertad; hemos de vivirlas, de disfrutarlas; evitando caer en el defecto de los fariseos que gozaban condenando. Aquel gesto generoso de perdón, y de oposición al mal injusto, “el que esté limpio de pecado que tire la primera piedra” impone en nosotros sentimientos de desajuste, porque muchas veces hemos condenado a los hermanos, sintiéndonos, por otra parte, en un concienca clara de pecado cierto, e incluso, peores, que los que condenamos, sin tema, en tantas ocasiones. Y más aún, es cierto, que desde esta perspectiva jamás, tiene el hombre derecho de acusar, o de hacer mal al hombre.

Ahora, sobre todo, sigue teniendo valor aquello de reconciliarse para la Pascua. Probablemente una única oportunidad para que los Cristianos toquemos, en estos momentos, con las manos y con el corazón esas ideas serias de purificación y conversión, que a no dudarlo van a hacer el sentido más perfecto dentro del contexto de nuestra comunión familiar, y que tanta anuencia profunda le pueden dar, al que, por tomarse en serio, se mira por dentro, y sabe poner la diferencia en lo humano que Cristo añade.

La Semana Santa, es por ello, y sobre todo, un momento de reencuentro con nuestras más profundas aspiraciones, humano-divinas. Sabemos la historia de pecado que ha envuelto al mundo y a la humanidad, y tenemos conciencia clara de nuestras exigencias profundas de eternidad. Hace muchos años, Odo Casél escribió un hermoso libro que tituló “el hombre auténtico”, y nos decía, allá por los años sesentas, “que del nuevo modelo de hombre ha quedado solo una caricatura, una horrible máscara. El nuevo rostro de la humanidad se ha mostrado realmente satánico,.. Lo que en los “Profetas” de este nuevo modelo de hombre- surgidos hace unos cien años- pudo parecer grandioso y seductor, ha quedado después al descubierto en una inhumana y atroz deformidad; de suerte que, a muchos más perspicaces, su propio “ideal” les pareció inquietante y, como dice Goethe (Fausto. 1ª parte. Mefistófeles y discípulo) “se atemorizaron de su semejanza divina”.

La verdad es que no podemos decir que las cosas hayan ido mejorando, a pesar de todo, La mayoría de los hombres siguen viviendo como si no los hubiera alcanzado el terrible látigo de Dios, porque las consecuencias en el cuerpo de la estructura social de nuestros días, son más que evidentes. Visto en las depresiones, en el egoismo profundo que nos acompaña y tanto mal nos hace, en la búsqueda solitaria del propio yo, o del placer cerrado en lo mío, que nos deja en la terrible impresión del vacío, sin pensar para nada en la felicidad que da el hecho de la participación solidaria en esa felicidad que el hombre busca, damos la impresión de que todo se ha logrado, y que en definitiva no tenemos ahora nada que anhelar.

La Semana Santa, entonces, más que nunca, ahora, precisamente, se hace una necesidad de encuentro con uno mismo, en esa reflexión exigente y oportuna, que nos da el hecho de la muerte de un Dios –Hombre, que se entrega en ese afán de probar que por encima de todo está el amor de don, sin pedir nada a cuenta, y en consagrar la inocencia de su causa, en ese hágase tu voluntad, que ofrece a su Padre, y desde el que se consuma su humanismo de identidad perfecta con el hombre, en la idea creadora de su Palabra, y que nos invita a vivir, desde esa conciencia clara de cambio y conversión, que esta actitud exige.

Celebrar la Pascua, supone, pues, un encuentro con nosotros mismos desde la alegría que da el hecho de sabernos salvados, por la enorme misericordia del Señor, consciente e históricamente comprometida, y de la misma manera que celebraron la Pascua los Hebreos, inmediatamente a la conquista de la tierra prometida. Ya en su tierra nueva, la que les había dado el Señor, el sabor del pan que sustituye al maná que habían venido consuimiendo en su camino, supone el avance de su propio esfuerzo y personal, conciencia clara de lo que deben a Dios, y la solvente actitud, también, de aceptación del don de Dios.

La Pacua nuestra, es la conciencia clara de una fuerza nueva, y personal que Dios nos da en su Hijo, y desde donde se alza la luz de nuestro futuro resucitado en la Muerte y Resurreción de Jesús, que da sentido a la esperanza de nuestra propia resurreción, y que constituye el corazón de la Pascua Cristiana, tan personal, profunda y humana.

Entreguémonos con ilusión, a la celebración de esta Semana Santa que se nos abre a la Pascua y que es la cumbre del año y la fuente de espiritualidad de la vida Cristiana, motor de esta misma vida. Preparada por esta Cuaresma, no puede ser otra cosa que el trampolín desde donde nuestra vida se lanza a la actividad diaria del hombre nuevo, resucitado en la Pascua.