La Santa cuaresma

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.

      

Es evidente que todos necesitamos de momentos de reflexión para activar nuestro mundo interior en orden a vivir la grandeza que el hombre tiene como problema, porque seamos honestos, nos desagrada vivir de cara a nuestra verdadera realidad, y nos encanta enfangarnos en las mil y una oportunidades que la cultura actual nos ofrece, todas disolventes, y sin pensar que la felicidad es don exclusivo del hombre real, es decir del que tiene como tema los valores y los cultiva hasta darlos verdadera vida.

La cuaresma es una tradición que viene manteniendo sin cesar a través de los siglos la Iglesia, no antes del siglo IV, y es indiscutible que está ayudando al encuentro de nosotros mismos con nuestro mundo interior, el que a veces nos cuesta tanto aceptar, pero que resuelve los problemas todos de nuestra vida diaria. Los penitentes públicos, que llegaban a la Iglesia para pedir perdón el día jueves Santo, ciertamente recuerdan el sabor y dureza de la cuaresma. La cuaresma en los primeros siglos de la Iglesia se celebraba con gran rigor y penitencia para los pecadores públicos, y en conformidad con los rudos tiempos de estos primeros siglos, podríamos contemplar hileras de penitentes, toscamente vestidos, dirigiéndose a la Iglesia, para recibir su perdón del Señor, que hambreaban, sueño de sus vidas. Más tarde, hacia el siglo VI, y porque la Iglesia consideró más correctamente que todos somos pecadores, comienza a vivirse en la comunidad cristiana la cuaresma, mas menos como hoy la celebramos. Recuerda los 40 años del paso de Moisés por el desierto, y los 40 días que Jesús ayunó en el desierto anticipándose a su vida pública. Porque es evidente que todos hemos cometido el pecado, y que ello no es de ninguna manera un plato agradable para cada uno de nosotros. Pero sabiendo, muy bien, cómo es necesario un cambio nuestro, para poder vivir en la holgura de la reconciliación con nosotros mismos, pues aprovechar la oportunidad que nos da siempre la Cuaresma, es al menos interesante, y si encontramos en ella la paz, pues el tesoro de nuestra propia aceptación es ya un logro increíble, y la grandeza de una paz que comienza con la vivencia de la gracia, se hace presente siempre, en el hogar, como don de Dios.

El recuerdo del ayuno y la mortificación, es una continuada experiencia, que nos llama a ser nosotros, a través de pensar y profundizar en la bondad nuestra, constitutiva de nuestro ser humano, y la entrega total del que siempre nos ha querido, y en los momentos de la historia nos ha ido recordando, que no es bueno abandonar el responsable encuentro con uno mismo, pues no es difícil acomodarse a una conciencia más menos de la realidad, y caer en una actitud moral doble, que desorienta el mejor hacer de nuestras tendencias, para habituarnos a la mentira constante, y hacernos vivir que este mundo no vale nada, y consecuentemente, el poco tiempo que se nos da, hay que quemarlo y tirarlo por la borda. Esto, claro, es un afán por vivir de los odres viejos por lo menos, y no apreciar el don oportuno que nuestro Dios nos da, o vivir de la costumbre histórica, del poco afanarse por lo que interesa, y despreciando la oportunidad de los mejores, encontrarnos con el vació existencial, que abre pocos caminos a la reconstrucción de la casa, y sí a la desintegración del chasis de nuestro cuerpo, que acaba por no tener dónde apoyarse, y se desmorona.

«En el tiempo de la gracia te escucho,
en el día de la salvación te ayudo.
Pues mirad: ahora es el tiempo de la gracia,
ahora es el día de la salvación> (2 Cor. 6,2).

Y por qué no pensar en estas bellísimas líneas que llaman a un momento de reflexión integral y serio, en el que sabemos que, en esta oportunidad única, Dios está presente entre los hombres, y desarrollando con el máximo interés aquella su potencia, primera fuerza creadora del universo, y con su grandeza generosa, puede restituirnos al ser primigenio, a aquel que vivieron nuestros padres en el Paraíso, porque de verdad que El lo quiere, y que nosotros, a veces en cierta sintonía con El, también añoramos, pero que, como que nos hace falta un esfuerzo esplendoroso de presencia y luz, al mismo tiempo, desde dentro y Suya, que enjuague los enturbiadores recuerdos de la vida, que ablande los recovecos, donde a nadie hemos permitido la entrada, pero que ni nosotros nos hemos atrevido a revisar o mirar con detención, seguro que medrosos del cambio necesario, o de una nueva y repetida situación exigente, desde hace mucho ya, porque tal vez nos tengamos miedo, miserias incandescentes, en todo caso, que quieran impedirnos ese reencuentro maravilloso entre El y nuestro pobre ser, que no debiéramos nunca frustrar, y que nos diera la vida necesaria, para que en un momento de triunfo, nos pudiéramos sorprender levantándonos entre el grito de liberación, riendo a carcajadas, o traspuestos por el llanto, signos, en todo caso, de ventura, porque ha llegado el tiempo, el ahora de la salvación, de nuestra gracia.

Por ello, qué importante también la entrada de la cuaresma con la liturgia de la ceniza, que desde una oración profunda nos abre caminos nuevos a nuestra mejor realidad humana, que, y hecho con fervor abierto y claro y sentido de dolor, el más generoso, se me ocurre, es el gesto hermanado, por humano, con los antiguos penitentes, que abundaban en ella, estos días, y que pedían a nuestro Dios perdón. Es un gesto lleno de luz, tan robusto en su fuerza, que este día, repartiendo la ceniza, me llenaba de alegría, al veros a tantos de vosotros, con la cabeza agachada, baja, en signo de humildad que os ponía ante el sacerdote buscando en ese símbolo de penitencia, la esperanza, estoy seguro, de encontrar en ello el amor verdadero, el tiempo de gracia en el que el Señor nos escucha.

Pero hay más, porque es cierto que la Cuaresma mira al futuro feliz del ser cristiano ofreciéndole el perdón y la misericordia a través de la penitencia y de la oración, que debe ser sincera y comprometedora para siempre. Ella es también la puerta abierta al catecumenado que se preparaba, y hoy también se preparan nuestros catecúmenos, en estos cuarenta días a la esperada fiesta del Bautismo, y que recibían y reciben ahora, felices y contentos de verdad, nuestros catecúmenos, justamente el sábado Santo en la Vigilia Pascual. Esto debe animarnos a nosotros a vivir con elegancia nuestro bautismo que ha sido el recurso siempre nuevo y último de nuestra espiritualidad humana, y el que da el mejor contexto a toda idea de formación o de realización, como nos gusta decir hoy. Porque nos lleva a admitir la necesaria coherencia de nuestra vida, con el esfuerzo hacia la muerte de todo lo que no sea digno, y procura, por cierto, la felicidad de los que nos rodean, y de los que, con nosotros, se enorgullecen de este bello nombre, que de Cristianos llevamos. Y cómo nos cuesta morir a nuestras soberbias y desencuentros egoístas, afincados bien adentro de nuestro ser, a pesar de saber que nos destruyen del todo, pero que ahora, en la Cuaresma, en la visión nueva de la esperanza, podemos y debemos derrotar para siempre, ya que el bautismo nos recrea, nos lleva de la mano a la Resurrección, pues el bautismo es eso, muerte y resurrección, y nos hace sentir anticipadamente el gozo de esa resurrección que estamos ganando a cada momento, en la seguridad dolorosa y festiva, que estos días santos nos deparan. Vivir la Pascua, entonces, el es el más atinado gozo de esperanza, hecho vida en nuestras personas, y afincado en la reciedumbre del ser que sabe lo que tiene consigo, nada más y nada menos, que al mismo Dios animando su fiesta hasta el futuro, que, en todo caso, y para nosotros, cierto, pero dichosamente está muy cerca.

Veis, mis queridos lectores, cómo la Cuaresma es la mejor oportunidad que el Señor nos da, para ayudarnos a ser nosotros mismos, para enraizarnos en la verdad que, tanto necesitamos en nuestras vidas, y para asegurarnos sobre todo, en la esperanza Cristiana, que con oración, penitencia y conversión debe alentar para siempre el mejor sentido de la Pascua, que la Cuaresma nos entrega de la mano, agarrada al esfuerzo amoroso y salvador de nuestro Dios, que siempre nos ama.