La salvación del matrimonio

Autor: Padre Pedro Hernández Lomana, C.M.F.    


Bueno, pues aquí me tenéis con el tema de la salvación. Y la verdad es que hoy no entendemos esto por la sencilla razón de que el hombre ahora se siente salvado y entero y no necesita absolutamente nada que le distraiga y le saque de sí mismo. Desde luego los últimos atisbos de filosofía, ya un tanto gastada, que tiene que ver con el postmodernismo no tolerarían jamás que se les hablase de salvación, como si el hombre, tan moderno y completo, pudiera encontrar en esta realidad, algo, que le diera sentido a su vida.

La salvación ha sido un tema que no ha necesitado explicación hace ya muchos años. Ahora, vamos a ver cómo lo entendemos, ya que nos hemos alejado de ella y hasta hemos abandonado su contenido, y cómo le hacemos el sentido apropiado, al hecho de sentirnos hombres, porque, es cierto, al vivirla nos sentiremos mejor, más con nosotros mismos, y de alguna manera veremos que esto nos lleve a un contexto desde donde nos podamos acoger a una realidad actual, aunque siempre ha estado con nosotros, si bien poco a poco, y merced al medio en que vivimos, nos hemos ido dando de baja a todo lo que de una u otra manera se relacione con el mundo sobrenatural. 

Por de pronto la palabra implica que debemos ser salvados de algo, de alguien, o por alguien. Los enemigos o dificultades parecen ser múltiples. Pero nosotros, los cristianos así hemos visto el hecho de sentirnos salvados por Jesús. La salvación implica y se refiere al mundo de Dios. El se nos da, si nosotros voluntariamente lo aceptamos. Jesús nos hace sus hermanos y nos presenta a su padre como nuestro. Pero como os digo esto casi no funciona y es probable que muchos de los matrimonios o familias que puedan leerme necesiten de verdad un pequeño aliciente para hacerse cuchillos en esto de bandear situaciones que, como esta, no queremos que nos dejen mal.

¿Salvarnos de qué? Bien, es verdad que todos recordamos el paraíso y lo que allí sucedió. Lo cierto es que allí pecó el hombre. Pues tenemos la creencia de que efectivamente de lo que se nos salva es justamente del pecado. Y decimos así que el Señor nos salvó del pecado, y la salvación la unimos, de hecho, al pecado. Pero no es eso lo que la palabra teológica significa de primera intención.

Salvación tiene que ver con eternidad y vida de Dios primordialmente, y es verdad que el pecado nos separa del camino que nos lleva a Dios, a una vida con Dios, pero insisto, no es eso lo que de verdad nos trae la palabra, sino que ella nos lleva a una situación del todo nueva y de siempre. Como lo es, el saber y vivir su experiencia, que no es otra cosa que la vida de Dios, y por ende, si miramos bien las cosas podremos ver que esta salvación nos puede ayudar más a ser nosotros mismos que todo lo que tenga que ver con el pecado, en el que hoy no creemos tampoco, y que al final nos ha impedido sentir lo mejor de esta salvación que Dios no da, para sintonizar más con nuestro ser, y sentir que estando con Dios podemos acercarnos mejor a lo que da más sentido a nuestro ser. No debemos olvidar que antes que el pecado fue nuestra relación abierta con Dios.

El paraíso y su árbol del bien y del mal nos ha trastornado de tal manera que no acabamos de ver que efectivamente cuando Cristo nos salva, lo hace para darnos su ser. De hecho hemos olvidado que El se hizo hombre y que lo fue perfecto; es hijo del hombre y de Dios, y por ello, de hecho nos acerca a nuestro ser original de hombres, y así lo sobrenatural o lo eterno es propio del hombre, es nuestra mejor pertenencia, la que da en el tono más concordante a nuestra música interior, y la que únicamente define el entresijo de nuestros mejores valores, y por eso es que la gracia de Dios, sin ir más lejos, nos hace sentir autenticados por el sello de lo más tiernamente humano. Y por ello, es que, entonces, la verdadera salvación, que como he dicho nos hace hijos de Dios, nos sitúa en nuestra propia sintonía de humanos. Esa imagen y semejanza que somos de Dios se hace encontradiza con lo que El quiere darnos, y el resultado es Dios en y con nosotros. 

No es natural, pues, que los humanos nos avergoncemos del sobrenatural, y queramos dar la espalda al Señor, por aquello de que el hombre hoy no necesita rodrigones de ninguna clase, porque él solo se lo sabe todo. Y al mismo tiempo lloramos la tristeza de no encontrarnos en nosotros mismos, porque ignorándolo, no damos el debido valor a lo que el ser del hombre pide como parte importante de su raíz. Ese es sin duda el mejor contexto a la realización del hombre de que tanto se habla hoy.

No es verdad por ende que lo natural sea el espejo de nuestra referencia humana. No lo es, ni puede serlo, dado que ello no es más que el soporte del ser que da sentido incluso a los sentimientos. Todos sabemos que no somos nadie si nos dejamos manipular por nuestros instintos o pasiones, o somos llevados y movidos por lo que sentimos, en lugar de reforzar lo que somos en el mundo de los valores.

Por ello debemos retomar el sentido más real de nuestra salvación desde la perspectiva única que siempre, sobre todo al principio, ha tenido. Ser hijos de Dios es la gran aventura humana, por la que vale la pena luchar, y desde la cual aprender a vivir. Porque, además, ello a Cristo le costó tanto. Así, debemos aprender a apreciar el momento sublime de sentirnos con Dios, y vivir la experiencia nueva que en nuestro ser se da cuando empezamos a madurar como hombres desde esta experiencia sobrenatural a la que Dios nos llama.

Los problemas se nos han acumulado de tal manera, que ahora es difícil centrarnos en lo que podamos de verdad necesitar. Lo raro es que aparentemente vivamos tan bien al margen de nuestro ser fundacional. Nos cerramos en nuestro mundo con nuestros problemas, y apenas nadie sabe nada de sí mismo o del otro, porque además cada uno tiene que saber afrontar su vida y sus problemas por sí y para sí mismo, y perdemos el norte, por así decirlo, desde donde con el diálogo mutuo crear las oportunidades de confrontarlos para ver objetivamente la fuerza de su verdad o su mentira.

Por ello, el ser conscientes de que nuestra salvación es sentirnos hijos de Dios, y vivirlo, es aventurarnos a realizar la grandeza del hombre desde su historia y más allá de la historia, desde y hacia la eternidad. Sentirnos hijos de Dios es amarle de verdad, amándonos mutuamente. Pero el matrimonio es el signo del amor humano y sacramento de lo que Dios nos ama a todos como Iglesia. De hecho el amor es de Dios, y El nos lo da para que, amándonos en el matrimonio y siendo todo para los hijos, vivamos la grandeza de sabernos hijos de Dios, y agradecidos, al mismo tiempo, de esa preciosa salvación que El nos da.